Una novela por la que no pasan los años

Me ha resultado especialmente placentero volver a leer Nada de Carmen Laforet, dejándome llevar por esta joven de dieciocho años, Andrea, que viaja a Barcelona, recién terminada la guerra civil, para estudiar en la universidad. Su anhelo de ser libre e independiente, de vivir con plenitud, choca con el ambiente sórdido del piso donde se aloja, en el que unos familiares suyos se pelean continuamente entre sí.

Pero, más allá de este viaje iniciático hacia una vida adulta, me ha interesado el punto de vista de la narradora protagonista que no se limita a contar lo que ve, sino que al mismo tiempo lo juzga y nos expresa sus sentimientos de hastío y tristeza. Así, la vamos conociendo poco a poco:  “¡Cuántos días inútiles! Días llenos de historias, demasiadas historias turbias. Historias completas, apenas iniciadas e hinchadas ya como una vieja madera a la intemperie. Historias demasiado oscuras para mí. Su olor, que era el podrido olor de mi casa, me causaba cierta náusea. Y sin embargo, había llegado a constituir el único interés de mi vida. Poco a poco me había ido quedando ante mis ojos en un segundo plano de la realidad, abiertos mis sentidos sólo para la vida que bullía en el piso de la calle de Aribau”.  

La frustración de Andrea se refleja también en las descripciones impresionistas: “Me quedé sin saber qué hacer con la larga calle Muntaner bajando en declive delante de mí. Arriba, el cielo, casi negro de azul, se estaba volviendo pesado, amenazador aún, sin una nube. Había algo aterrador en la magnificencia clásica de aquel cielo aplastado sobre la calle silenciosa. Algo que me hacía sentirme pequeña y apretada entre fuerzas cósmicas como el héroe de una tragedia griega”. Así, los objetos y los espacios aparecen distorsionados y se convierten en símbolos de lo que siente la protagonista.

Incluso el tiempo, el calor asfixiante del verano en Barcelona contribuye a exaltar aún más los ánimos de los personajes, especialmente de su tío Juan, que incrementa los malos tratos a su mujer, a la que golpea por cualquier motivo: “Yo me estaba vistiendo para salir a la calle cuando oí un gran escándalo en la cocina. Juan tiraba, poseído de cólera, todas las cacerolas de los guisos que hacía un momento habían excitado mi gula y pateaba en el suelo a Gloria, que se retorcía”.

La convivencia se vuelve cada vez más difícil en el piso de la calle de Aribau y parece que no hay salida para la delicada situación de Andrea, que acaba provocando nuestra inquietud como lectores, cuando recibe una carta que puede cambiar su futuro.

La aparición de Nada, con la que Carmen Laforet ganó el Premio Nadal de 1944, supuso, precisamente por su fuerte componente existencial, una ventana abierta en el panorama literario español de la época, dominado por un tipo de narrativa apologética que exaltaba la victoria militar en la guerra civil. Para mí volverla a leer ha supuesto el reencuentro con una novela que en su momento me impresionó y que, a pesar de los setenta y seis años transcurridos desde su publicación, ha mantenido mi interés, por su tono confesional e intimista al que me he referido, por su estilo entre realista y poético, y porque he descubierto a una Andrea más fuerte y transgresora de lo que me pareció la primera vez que la leí: falta a las clases en la universidad, pasea sola por la ciudad, se atreve a entrar en el barrio chino, se relaciona con artistas y personas inconformistas en un plano de igualdad, etc.

La búsqueda de la oralidad a través del pensamiento de una niña

Panza de Burro libro

En esta primera novela de Andrea Abreu se cuenta la historia de Shit e Isora que representa la cara oculta del turismo de sol y playa; una Canarias del extrarradio, que sólo conocen los que viven allí. Es la historia del descubrimiento de la amistad por parte de estas dos niñas de once años, que están a punto de iniciarse en la adolescencia. Este es quizá uno de los principales valores de la novela: el haber sabido contar esas pequeñas cosas que dan sentido a las vidas de Isora y Shit y que les permiten ir descubriendo, por ejemplo, la sexualidad. A través de sus vivencias, además, vamos conociendo el barrio: sus familiares, las casas, el paisaje, las comidas… Y a esto hay que añadir el contraste entre la pobreza en que viven las dos niñas y sus familias, siempre bajo un techo de nubes (la Panza de burro a la que alude el título), y la vida ociosa, entregada al placer, de los turistas.

La narradora protagonista es Shit, como la llama su amiga, y lo que nos cuenta se entremezcla con lo que dicen los personajes, hasta el punto de que se prescinde del verbo introductor del diálogo, de los guiones y de los signos de interrogación al principio de las preguntas, con lo cual todo queda impregnado de oralidad: “Y en ese momento, doña Carmen la agarró por la barbilla y le miró los ojos, aquellos ojos verdes como uvas verdes. Escarbaba en sus ojos lacrimosos como quien saca agua de una galería. La vieja se quedó asustada: miniña, tú sabes si alguien te tiene envidia? Isora permaneció inmóvil. Por qué doña Carmen? Qué pasó? Miniña. tú tienes mal de ojo. Vete por Dios a cas Eufracia a que te santigüe. Díselo a tu abuela, que ella sabe desas cosas y que te lleve a echarte un rezado”.

Un lenguaje oral propio de las islas canarias, en particular del barrio donde se crio la autora, y que fluye como un volcán, salpicado de localismos (fisquito, abobitos, fortasé, escuartizando, chernes, etc), vulgarismos (istriñe, mal diojo, Eufracia se presinó), incorrecciones (hicistes), rasgos del dialecto canario como el seseo (dosientos gramos de queso amarillo), préstamos del inglés (“foquin”, “bitch”, “shit’), repeticiones de palabras y estructuras sintácticas, etc.

Así, consigue Andrea Abreu un ritmo fluido, sin pausas, como se aprecia en la visita que realizan las dos niñas a la casa de Eufracia, para que esta cure a Isora: “y empezó a decirle que en cruz padeció y en cruz murió y en cruz Cristo te santiguo yo, e Isora la miraba con los ojos abiertos como chernes, y la mujer movía la boca y se estregaba los dedos arrugados como troncos de viña seca, retorcidos, cuarteados de los años de lejía y tierra. Y señor Jesucristo, por el mundo anduvistes, muchos milagros hicistes, mucho a los pobres sanastes, a María Magdalena perdonastes, al santo árbol de la cruz, y los ojos de la mujer se iban poniendo más blancos que una carta, se estregaba las manos más rápido, más fuerte y yo miraba a Isora, yo la miraba y su cara era tranquila pero atenta, con la cadenita de la virgen de la Candelaría dentro de la boca, de alegría de estar siendo curada”. 

Por momentos, esta cara oculta oculta del turismo de sol y playa que nos muestra Panza de burro y el lenguaje a veces soez utilizado por sus personajes recuerdan al realismo sucio de Charles Bukowski, quien describe en su novelas el ambiente de los bajos fondos de Estados Unidos, frente al denominado “gran sueño americano”. Por ejemplo, cuando dice Shit de su amiga:

“Yo quería comerme a Isora y cagarla para que fuera mía guardar la mierda en una caja para que fuera mía pintar las paredes de mi cuarto con la mierda pa verla en todas partes y convertirme en ella”.

Es una delicia leer en alto Panza de burro y disfrutar de su ritmo y musicalidad. Qué recreación tan extraordinaria del habla del barrio de los Piquetes por parte de esta joven autora; qué homenaje a sus raíces canarias, frente a esa tendencia general a la uniformidad, tan en boga hoy día; y qué reivindicación del ámbito rural y de su “cultura maga”. Además, Andrea Abreu sabe mantener la intriga sobre la historia de las dos amigas, cuya relación no conocemos totalmente, pues se producen omisiones, que estimulan nuestra imaginación, aunque intuimos, bajo esa panza de burro opresiva que sobrevuela el ambiente, que algo trágico puede suceder.

Hablaremos de esta novela en el Club de Lectura del IES Gran Capitán, el próximo día, 9 de noviembre, a las 18 horas , en el Albergue Juvenil de Córdoba.

Ver a una persona por dentro

A Toni, el protagonista de esta novela, que trabaja como profesor de Filosofía en un instituto de enseñanza secundaria y que vive en el barrio de la Guindalera, en Madrid, no le gusta la vida: “La vida me parece un invento perverso, mal concebido y peor ejecutado”, aunque no siempre fue así. Por eso, ha previsto suicidarse dentro de un año, un plazo que se ha fijado con la finalidad de averiguar por qué no quiere seguir viviendo, para lo cual va anotando cada día sus impresiones y recuerdos en una especie de diario, del 1 de agosto de 2018 al 31 de julio de 2019, sabiendo que no los va a leer nadie. Esto nos permite a los lectores, como ha dicho el propio Fernando Aramburu en alguna entrevista, ver a una persona por dentro, con todos sus detalles íntimos. 

Toni no ha conseguido ser un hombre al servicio de un ideal, como quería; no ha conocido el amor verdadero, aunque fingió conocerlo, como todos; no se acepta como es y se considera un pobre hombre; no aguanta a sus compañeros de trabajo, salvo excepciones, ni a los bestias de sus alumnos; siente pena y rechazo hacia su hijo, al que ve como una víctima; odia a su hermano Raúl por el mero hecho de serlo y de haberle disputado la atención de su madre; tiene una especial fijación con su padre, al que temió y admiró en vida, porque en el fondo experimentaba ante él una sensación de inferioridad y fracaso; siente también aversión hacia su suegro, por su defensa del régimen franquista; y con respecto a su mujer, Amalia, pasó “de la simpatía al desprecio, de los besos y las risas a un odio desatado”. 

Pero el hecho de que se haya fijado un plazo para morir hace que, a partir de ese momento, Toni se trace una estrategia vital diferente, pues cosas que tenían interés para él, como sus libros o su ropa, ahora no lo tienen, y viceversa. Mientras tanto, los lectores, inquietos y expectantes, vamos descifrando lo que nos cuenta, para saber si finalmente llevará a cabo su intención de suicidarse.

Su relación con Patachula, con quien comparte secretos, sentimientos y vivencias, le permite sobrellevar su frustración existencial: “Considero muy valiosa la amistad que nos une. Yo prefiero la amistad al amor. El amor, maravilloso al principio, da mucho trabajo. Al cabo de un tiempo no puedo con él y termina resultando fatigoso. De la amistad, en cambio, nunca me harto. La amistad me transmite calma. Yo mando a Patachula a tomar por saco, él me manda a mí a la mierda y nuestra amistad no sufre el menor rasguño. No tenemos que pedirnos cuentas de nada, ni estar en comunicación continua, ni decirnos lo mucho que nos apreciamos”. 

También encuentra placer en una muñeca sexual que guarda en el armario y que es su ideal femenino, porque está completamente sometida a él: “Tina no envejece, no juzga, no me amarga la vida con reproches, no experimenta cambios repentinos de humor, no tiene la regla, no finge orgasmos, no pide recompensas materiales o de cualquier otro tipo a cambio de las satisfacciones que me procura.”

Los vencejos, como su anterior novela, Patria, está escrita con sencillez y haciendo gala de un sentido del humor que llega a la burla, por ejemplo, al describir a los Perfectos, o sea, a la familia de Raúl, la cual tiene todo programado para ser feliz: “Se dijera que para ellos la felicidad constituía una especie de obligación existencial; una tarea de panaderos de la vida que amasan su pan feliz juntando un día y otro los mismos ingredientes: orden, normas y sensatez. Todo lo hacían bien; en consecuencia, todo les salía bien, a menos que interviniera de mala fe una mano ajena”. O también, al evocar a Amalia, cuando esta se enfada y se le enciende en el rostro la fuerza natural de su atractivo: “De pronto se traslucía una suerte de resolución fiera en sus labios. El inferior, más grueso, más sensual y cariñoso que su compañero, parecía decidido a perseverar en la comunicación verbal, aunque sólo fuera en el grado de réplica; pero el de arriba, irascible y severo, se lo impedía apoyándose sobre él hasta inmovilizarlo. El acto del habla quedaba así suspendido y, dentro de la boca, las palabras no dichas acababan primero comprimidas, después trituradas entre los dientes que se adivinaban fuertemente apretados”.

Fernando Aramburu juega eficazmente con el tiempo, alternando secuencias del presente y del pasado: de las visitas de Toni a la residencia para ver a su madre afectada por Alzheimer, al atentado del 11- M, en el que perdió la pierna su mejor amigo; de la elaboración mental de la lista de personas que, después del suicidio llorarán por él, que se reduce a ninguna, a un viaje de placer y sexo con su exmujer, Amalia, a Lisboa; de la amante rumana de Patachula, a quien éste socorría a cambio de sexo, al día en que Toni discutió con el fracasado de su padre; de la muerte súbita de su compañera de instituto, Marta, a los paseos hasta la orilla del Guadarrama, acompañado de su perra, para avistar a los vencejos; de su campaña de suelta de libros y otros objetos personales por la ciudad, a la discusión con Amalia en la azotea cuando esta se echó una amante; etc.

Este juego temporal le lleva a veces a dejar en suspenso una historia para incentivar el interés de los lectores, como cuando sugiere un posible retraso mental de Nikita o cuando deja en el aire la posible agresión de éste a su madre, o cuando interrumpe la visita de Olga, amante de su mujer, para hablarnos del odio que ha experimentado hacia diferentes personas.

Los vencejos, que dan título a la novela, simbolizan lo positivo, la única esperanza, en la desgraciada vida de Toni: “Hoy ha sido todo un poco distinto de otros comienzos de curso. He mirado a los alumnos con la simpatía, por no decir con la ternura que se me pone en los ojos cuando, de camino al instituto, observo los vencejos en el aire de la mañana. Adoro los vencejos que vuelan sin descanso, libres y laboriosos”, porque estos pájaros pasan su vida en el aire, y ven el mundo desde arriba, sin hablar con nadie ni plantearse preguntas existenciales: “Conforme me desprendo de mis propiedades crece en mí una sensación de ligereza, de ascenso en el aire hacia mi soñada conversión en vencejo”.

Periódicamente, recibe, en su buzón, notas anónimas, como una especie de voz de la conciencia, que le incomodan y alteran su estado de ánimo, porque en ellas se ponen de manifiesto sus debilidades y complejos, sobre todo a raíz del divorcio de Amalia: “¿Te suena? Te esperan años de soledad, hombre perdedor. Disfruta, canta, no te amargues. Siempre te quedará el recurso de la masturbación”. O se critica su trabajo como profesor: “Se rumorea que no pones interés en tus clases, que no las preparas y son aburridas (…) Si no estás en condiciones de desempeñar adecuadamente tu trabajo, deja el puesto a una persona capaz”.

A medida que nos aproximamos al final, Toni no acaba de encontrar respuesta a su pregunta de por qué suicidarse, aunque cree que ha disfrutado lo suficiente en la vida y que lo que le queda por vivir hasta la vejez no deja de ser un valor añadido. Eso sin contar las penalidades que surgen cuando uno es viejo: dependencia de los fármacos, cansancio por cualquier esfuerzo, pérdida de la memoria, mal olor corporal, etc. En cambio, su amigo Patachula, que ha tomado la misma decisión que él, no ha dejado ni un momento de sentirse humillado por la amputación de una de sus piernas en el atentado terrorista del 11 M: “De vez en cuando la prótesis le causa molestias. Cuando menos se lo espera le vuelven los dolores. Sufre pesadillas por las noches, le salen llagas, le sobrevienen rachas de languidez. Resiste a duras penas con ayuda de antidepresivos”.

Leyendo Los vencejos, nos encontramos agudas reflexiones sobre la vida: las relaciones en la familia y  en la sociedad, la felicidad y los deseos frustrados, los sentimientos de amor y odio, el mundo de las apariencias y la realidad, las diferencias entre el hombre y la mujer, la espontaneidad y la resignación, el pensar hoy una cosa y mañana otra distinta, el sistema educativo, el mundo de la política, etc. Además, la novela no sólo mantiene el interés hasta el final, con la incertidumbre sobre el suicidio del protagonista, sino que tenemos la oportunidad de ir conociendo la vida interior de una persona, incluyendo aquellos aspectos oscuros que normalmente no se cuentan.

Historia de una amistad

La puerta de [Magda Szabó]

Se trata de una novela escrita en forma autobiográfica, publicada en Hungría, dos años antes de la caída del régimen comunista y donde se cuenta la historia de amistad entre la propia autora y su criada Emerenc, una mujer extraña que no dejaba a nadie traspasar la puerta de su casa, de ahí el título de la misma. 

Comienza por lo que parece el final: “La presente obra no se ha escrito para Dios, conocedor de mis entrañas, ni para las sombras, testigos de tantas horas de vigilia y de sueño; dedico este libro a los hombres. He vivido con valentía hasta ahora y espero morir así, con coraje, sin mentiras, y para ello es necesario que declare de una vez por todas que yo maté a Emerenc. Yo quería salvarla, no destruirla, pero eso no cambia nada”. Esta declaración nos hace preguntarnos, como lectores, por la responsabilidad de la escritora en la muerte de su criada, una mujer excepcional que había tenido desde su infancia una vida terrible; pero que se había entregado a los demás de forma desinteresada y absoluta.

A media que avanza la novela, se nos desvelan aspectos ocultos de la personalidad de Emerenc o se suscitan dudas sobre un posible comportamiento irregular o deshonesto en su pasado, durante la ocupación nazi de Hungría. Además, tiene un carácter imprevisible, pues en unas ocasiones se muestra afectiva y en otras ofensiva e incluso grosera. Su extravagancia le lleva a dejar de trabajar, porque la escritora y su marido no aceptan exhibir en su casa unos objetos usados que ella ha recogido de la calle.

Para Emerenc el trabajo intelectual de sus amos es una simple holgazanería, frente al trabajo manual que desempeña ella. Lo considera algo de escaso valor: “el escritor es como un niño que, jugando, se entrega a su pequeña realidad inventada como si fuera algo muy serio, se esfuerza, se emplea a fondo y, por eso, independientemente de que el resultado de su actividad sea útil o no, se cansa igual que un adulto”.

En el desarrollo de la historia, contada con sencillez y sobriedad por Magda Szabó se deslizan, de vez en cuando, críticas a la dictadura comunista: “a mí personalmente ese poder pretendía quitarme de en medio censurando mi obra literaria y obligándome a aislarme en un gueto privado, junto con mi marido, ya bastante humillado hasta el punto de ver secada su vena creativa”. O cuando se refiere a la “nueva capa social de plutócratas comunistas” que vivían a costa de los trabajadores. 

Emerenc, aunque carece de estudios reglados, nos sorprende también con sus agudas y amargas reflexiones, fruto de su propia experiencia vital: “no debe entregarse nunca -le dice a la escritora- a una pasión con toda su alma, porque eso lleva, antes o después, pero infaliblemente, a la perdición. Los que lo hacen terminan mal siempre. Para evitarlo es mejor no querer a nadie; porque si eres capaz de amar, siempre habrá un ser querido que será sacrificado por tu culpa y, si no, serás tú quién se arrojará a un vagón”.

No cesa de provocar con su ironía mordaz, aunque no sin razón en el fondo: “Tome, está bien dura, pruébela, a ver cómo se le da eso de barrer. Como va a la iglesia a recordar y a llorar, tampoco le vendría mal que supiera un poco lo que es el sufrimiento. Pues mire, esta es una buena oportunidad: coja sin miedo la escoba, pesa una barbaridad y está hecha de buena madera; es el instrumento ideal para probar por una vez de qué son capaces esos finos deditos que tiene, veamos cómo soporta la faena”. Así le reta a la escritora demostrando un concepto de la religión más justo, igualitario y pragmático que el de esta, que se reduce al cumplimento formal de los preceptos religiosos. 

A pesar de todo, y de forma progresiva, surge entre ambas mujeres una profunda relación de afecto, aunque es la criada la que lleva el control de esta relación, la que regula “la temperatura afectiva, mediante su termostato con gran economía, consumo mínimo”, que depende en último extremo de la ayuda que puede proporcionarles a la escritora y a su marido, cuando estos tienen algún problema físico o alguna crisis anímica. En este sentido, recuerda esta novela a la película El sirviente de  Joseph Losey, donde Hugo Barret logra poco a poco el control sobre su jefe Tony. 

La decadencia física de Emerenc corre paralela al reconocimiento oficial de la escritora por el régimen comunista y a su éxito literario: “El mundo había dado un vuelco a mi alrededor. Me encontraba de pronto en el primer plano de los medios de comunicación: no paraban de llamarme periodistas, me invitaban a eventos…”. Pero la tensión en torno a Emerenc, que se ha encerrado en su casa y se resiste a abandonarla para que la vea el doctor, se masca, porque además coincide con una entrevista, que le hacen en la televisión a la escritora por la concesión de un premio importante. El sufrimiento de esta, que se siente culpable por lo que le sucede a su criada, es creciente y sus fuerzas están a punto de agotarse. 

También se mantiene hasta el último capítulo el enigma alrededor de la casa de Emerenc y, con respecto al sentimiento de culpa de la escritora, a su posible responsabilidad en la muerte de la criada, la respuesta la encontramos en forma de preguntas que quedan en el aire: ¿qué es más importante cumplir con los preceptos religiosos o procurar el bien de los demás sin esperar nada a cambio? ¿Se ha de ayudar a quien lo necesita por encima de cualquier otra obligación? ¿Se debe respetar la voluntad de dejarse morir? ¿Hay que decir siempre la verdad o por el contrario la mentira está justificada en algunas situaciones? Y en cualquier caso, parece que la escritora se libra de este sentimiento de culpa escribiendo la novela sobre Emerenc, es decir, abriendo su propia puerta que también permanecía cerrada.

Estamos pues ante una novela que se lee con interés hasta el final y que no sólo narra la historia de una relación de amistad difícil y compleja, cercana a la relación amorosa, entre dos mujeres radicalmente opuestas, sino que además plantea muchas interrogantes, que nos hacen pensar sobre nuestra propia vida, sobre nuestras propias relaciones, lo cual es un plus añadido. 

Solidaridad con los que sufren

“Cada mañana desde hace seis meses, voluntariamente, he pasado unas horas delante del ordenador para escribir sobre lo que más miedo me da en este mundo: la muerte de un hijo para sus padres, la de una mujer joven para sus hijas y su marido. La vida me ha hecho ser testigo de estas dos desgracias, una tras otra, y me ha encomendado, o al menos así lo he comprendido, dejar testimonio de ellas”. Estas palabras las escribe Emmanuel Carrère cuando está a punto de acabar De vidas ajenas, un libro autobiográfico, en el que expresa su solidaridad con las personas que sufren.

Desde el principio del mismo, apreciamos la sobriedad y la sencillez con la que escribe, porque la primera historia que cuenta es terrible y no necesita de ningún aderezo formal. Philippe, que lleva tiempo viviendo en Medaketiya, Sri Lanka, donde ha encontrado la felicidad, ha perdido a su nieta Juliette en un tsunami. A pesar de todo, quiere seguir viviendo allí y ayudar a sus habitantes pescadores, que son sus amigos, a reconstruir sus vidas, quizá como una estrategia de supervivencia.

Carrère, que reflexiona sobre lo que cuenta, se siente diferente a Philippe: “Yo, tan alejado de esa sabiduría, yo, que vivo en la insatisfacción, la tensión perpetua, que persigo sueños de gloria y destrozo mis amores porque siempre me imagino que en otra parte. algún día, más tarde, encontraré algo mejor”. 

Después de la experiencia del tsunami, escribe sobre Juliette, la hermana pequeña de su mujer, que acabó muriendo a causa del cáncer. De nuevo una desgracia en el centro del relato y nuevamente también las comparaciones con los otros, con los personajes de sus historias, de las que siempre sale mal parado por carecer de cosas que estos tienen, como por ejemplo la capacidad de amar. Así, cruzando la imagen de los demás con la suya propia, va hablándonos de sí mismo.

Después de la muerte de Juliette, un amigo de esta, Étienne Rigal, también minusválido y con el que había trabajado en el Tribunal de Vienne, le cuenta su relación con ella y su propia vida: la defensa de los más débiles al impartir la justicia; el miedo fundamental que roe a las personas por dentro, que no pueden afrontar, y con el que se puede doblegar su voluntad; la convicción de que la desgracia es una marca de nacimiento y ningún esfuerzo nos librará de ella; la aceptación de la minusvalía como una necesidad inexcusable para vivir; la administración de la justicia favoreciendo al débil; los trucos en los contratos de las entidades crediticias para engañar a los clientes; etc. 

Y Patrice, el marido de Juliette, le cuenta los últimos días de esta en el hospital, hasta que la sedaron para que no sufriera: “Está de nuevo tendido cerca de ella, pero más cómodamente, casi como si estuvieran en la cama conyugal. Ella respiraba sin tropiezos, parecía no sufrir. Navegaba en un estado crepuscular que en un momento dado iba a convertirse en la muerte, y él la acompañó hasta aquel momento. Se puso a hablarle al oído, muy bajo, y mientras hablaba le tocaba suavemente la mano, la cara, el pecho, a intervalos la besaba con un roce de los labios”. Resulta enternecedor cómo Patrice, aunque sabe que el cerebro de su mujer no está en condiciones de analizar las vibraciones de su voz ni el contacto de su piel, tiene la esperanza de que perciba esos gestos de cariño en los últimos momentos. Es una expresión del amor que siente hacia ella, una forma de decirle que este sentimiento se sobrepone a la muerte.

Se podría decir que Emmanuel Carrère, premio Princesa de Asturias de las Letras 2021, escribe, como el Truman Capote de A sangre fría, con la credibilidad del que se ha documentado con testimonios de primera mano; pero, a diferencia de éste, que narra con objetividad, él se inmiscuye en el relato para opinar, para ofrecernos reflexiones personales sobre estas vidas ajenas de las que habla, porque, según declaraciones suyas, esto le parece más honesto que ausentarse del mismo. Incluso llega al extremo de que, una vez concluido el libro, se lo da a leer a las personas que lo protagonizan con el fin de conocer su opinión. 

Una mujer adelantada a su tiempo

En el siglo XIX, época en la que vivió Concepción Arenal, los reclusos recibían diferente trato, según sus recursos económicos: los ricos, a diferencia de los pobres, podían entrar y salir de la cárcel y disfrutaban de una vida mejor en su interior, donde existía confinamiento, insalubridad y tratos vejatorios, de tal forma que su permanencia en ella, en lugar de reformar la vida de los reclusos, la arruinaba. Por eso, la mayor preocupación de esta pensadora y la temática de sus libros y artículos es la reforma de las cárceles y asilos, así como la concienciación de la sociedad española sobre la necesidad de disponer de una administración moderna donde no exista la corrupción de los funcionarios.

El problema con el que se enfrentó Arenal es que, en su época, esta ambición de pensamiento y acción para cambiar el mundo estaba reservada a los hombres, lo cual la hizo ser prudente en su vida privada, cuidando de su casa y sus dos hijos, y a la larga le impidió asistir a los numerosos congresos en el extranjero, donde era reconocida como una autoridad mundial en todo lo que se refiere a la represión y prevención del delito.

Escribe Anna Caballé en la introducción a su magnífica biografía: “En Pontevedra -se refiere al hallazgo en cuatro cajas de manuscritos de Concepción Arenal- comprendí que junto a la severa pensadora y reformista latía otra mujer, rebelde, enamorada, desafiante y orgullosa, sobre la cual la primera se había impuesto con los años en un esfuerzo enorme por ser coherente con su pensamiento y con las obras por las que sería conocida”. Es decir, a causa de su obsesión por hacerse respetar como intelectual, llegó a negarse a sí misma como mujer, adoptando al escribir la voz masculina y vistiendo como un hombre.

Concepción Arenal recurre a escribir poesía, para expresar  sus sentimientos, sobre todo en los momentos de angustia, pues ella se siente absolutamente alejada de las demás jóvenes, por sus inquietudes intelectuales y por su espíritu rebelde e independiente, y no sabe cómo enfrentarse a su propia identidad.

Fue una pionera de las “sin sombrero”, por su forma de vestir masculinizada, pues no llevaba nunca sombrilla, guantes, mantilla o abanico. Se casó con Fernando García Carrasco, con el que tuvo tres hijos, y con el que compartía el talante liberal, así como la defensa del progreso y la ciencia. Por desgracia, el marido, de salud quebradiza, muere de tuberculosis nueve años después de la boda, cuando Concepción tiene 37 años, produciendo en esta una honda impresión.

En su primer ensayo (1858), Dios y libertad, opone la vida convencional a su amor a la ciencia; la mujer de casa a la mujer del porvenir; la filosofía del creyente frente a la del no creyente; la España católica a la España liberal; la fe a la razón… Ella busca una síntesis de contrarios, que sólo pueden armonizarse con un espíritu abierto y que se encuentra en la inteligencia y el sentimiento humanitario. Su conclusión es que la religión, que es necesaria para la moral, no puede existir sin libertad, “porque al prohibir que el hombre piense, se le prohíbe que pueda creer, pues carece de la libertad para que sus creencias sean una elección responsable y comprometida… El catolicismo, que se mantiene a la defensiva, debe abrirse sin miedo a la libre discusión de las ideas, huyendo de un neo catolicismo asfixiante y dañino”.

Después de este ensayo, adopta una actitud reflexiva, que reconocemos en su memoria sobre la beneficencia, Manual del visitador del pobre, concebido para ser útil a las visitadoras de San Vicente de Paúl, una guía práctica de cómo y con qué actitud acercarse a los pobres, que está por encima del antagonismo de clases, pues, según la autora, bastaría un cambio de actitud de unos y otros para solventarlo. También se reconoce esta actitud reflexiva en Memoria sobre la igualdad, ensayo, donde aborda por primera vez la cuestión de la mujer, postergada intelectualmente a lo largo de la historia, puesto que a nadie le interesó su educación y siempre dependía económicamente del varón.

A partir de la primavera de 1864, acepta el cargo de visitadora de prisiones, donde constata el mal trato a las presas; la pésima calidad de la comida, pues se desvía dinero destinado a la alimentación; y las malas condiciones de vida en general. En esa época trabajaba a diario en las conferencias de San Vicente de Paúl, con su gran amiga, la condesa de Mina, que tenía las mismas inclinaciones sociales que ella. Arenal ve en la ignorancia, pues la mayoría no saben leer ni escribir, y en el embrutecimiento en que viven los presos, el obstáculo principal para su regeneración. Para paliar esta ignorancia y con la finalidad de que los presos reflexionen sobre su pasado y tomen conciencia sobre qué les ha llevado a infringir la ley, elabora una serie de cartas dirigidas a ellos, donde además explica con palabras sencillas y con ejemplos el Código Penal español. Todas las cartas las reunió en un libro, El visitador del pobre, que se publicó en 1865, con el objetivo de que pudiera ser leído en las cárceles.

Paradójicamente, la publicación de este libro, que tanto esfuerzo le había costado escribir, fue seguida de su cese fulminante como visitadora, sin ningún tipo de agradecimiento a su labor. Probablemente Arenal, que denunció las malas prácticas y la corrupción imperantes en las prisiones, no encajaba en los planes del gobierno el cual no tenía ninguna intención de reformar estas, como lo prueba la desaparición del cargo de visitadora, que había desempeñado.

El impacto en su salud fue inmediato, tanto física como psíquicamente, pues cae en un estado de abatimiento y melancolía: “Arenal (…) vuelve a ser una mujer hundida, todavía más, si cabe, que a la muerte de su marido (…) pues la herida esta vez se ha infringido a su orgullo (…) No puede entender que no se la trate como se merece”. Ella tiene un alto concepto de sí misma y considera que su dolor es más grande que ningún otro. 

El siguiente libro (1867) es contra las ejecuciones públicas, que, en su opinión no sirven para nada, porque muchos crímenes se cometen bajo un impulso incontrolable y la vista pública de las mismas es un factor embrutecedor, pues a veces son presenciadas por niños que reciben un honda impresión.

En 1868, guiada siempre por su preocupación social, escribirá un folleto titulado La voz que clama en el desierto, donde plantea la necesidad de reformar el campo castellano, para que “España no deje morir de hambre a uno solo de sus hijos”. En concreto propone: evaluar los daños de las cosechas, apoyar la obra pública para luchar contra el desempleo, conceder créditos sin interés a los más perjudicados, dar plena libertad al asociacionismo, informar de lo que pasa por parte de la prensa sin concesiones al poder, facilitar la llegada de suministros a las poblaciones más necesitadas…

Ese mismo año, en septiembre, se produce la insurrección militar contra Isabel II, ajena a todas las desdichas de su país, que se ve obligada a emigrar. Se impone el sexenio democrático, con un espíritu renovador, pero de imposible realización política. Arenal se sitúa en una posición equidistante entre los extremos: vencedores y vencidos, monárquicos y republicanos, católicos y krausistas…

Es nombrada inspectora de casas de corrección de mujeres, cargo del que la habían cesado, y pone toda su ilusión en el proceso revolucionario, reclamando una reforma de las prisiones en la línea de acabar con el hacinamiento, la corrupción de los funcionarios, la falta de actividad de los presos y su nula instrucción.Para ello, propone: la restricción de la prisión preventiva, la profesionalización del personal, el fomento de la actividad entre los presos con el fin de reinsertarse en la sociedad, cuando queden libres, etc. 

El nuevo orden de cosas requiere nuevas formas de pensar y actuar, y a esto responde La mujer del porvenir, un ensayo donde denuncia que la mujer no tenga los mismos derechos ante la ley, por ejemplo, que no pueda acceder al sacerdocio ni se le permita una simple transacción financiera o acudir a la universidad, pero sí, en cambio, las mismas obligaciones, pues la ley criminal la equipara al varón y le aplica iguales penas cuando comete un delito.

Pero todos sus proyectos de reglamentación, todos sus planes de mejoras  cayeron en saco roto, tanto bajo el régimen de Amadeo de Saboya como en la República. Tampoco los derechos de la mujer que reivindica se equiparan a los del varón. Por eso, se hunde en la melancolía y la desesperación, al ver que su voz clama en el desierto.

Su forma de superar esta decepción es fundar La voz de la Caridad, una revista dedicada a la beneficencia y a los establecimientos penales, donde se da la voz a “los pobres, los tristes y los encarcelados” y desde donde se llevan a cabo iniciativas, como campañas de socorro para lo heridos de guerra contra el carlismo, las inundaciones en el Levante, la mejora de los asilos, la ayuda a los huérfanos, el estado de las cárceles, etc. Su idea al crearla es llegar a donde no llegan las instituciones públicas o el estado, lo cual supone para Arenal ejercer un papel comprometido, educador y socialmente activo ante la desgracia.

En 1873, con la proclamación de la República, desaparece su cargo de inspectora de la cárcel de mujeres de Madrid, porque el proyecto de reforma de las prisiones de Arenal no gusta a las autoridades que acaban aprobando en las Cortes otro distinto. Pero sigue su trabajo incansable en la revista y colabora activamente con la Cruz Roja, institución inspirada en valores aconfesionales y apolíticos, recién creada en España, y que prestó un servicio importante durante la guerra carlista, socorriendo a los heridos de uno y otro bando. Por esta época escribe una colección de veinticuatro relatos que muestran las consecuencias del conflicto: el dolor de los soldados, el sufrimiento de las madres, las escenas de desolación, la presencia de la muerte…

Con la vuelta de la monarquía en 1875, se elimina la libertad de cátedra y son detenidos y encarcelados los profesores más significativos del liberalismo, como Gumersindo de Azcárate, Nicolás Salmerón y Francisco Giner de los Ríos, lo cual provoca la indignación de Arenal. En la cárcel surge la idea de crear una universidad libre, la Institución Libre de Enseñanza, que comienza en 1876.

La obra que le daría a Concepción Arenal una proyección internacional es Estudios penitenciarios, donde reúne sus aportaciones diseminadas en artículos y folletos, sobre la necesaria reforma de las cárceles. Le sigue Ensayo sobre un derecho de gentes, donde plantea la necesidad de legislar un derecho internacional con la finalidad de evitar las guerras y que sea respetado por todos los países; y defiende propuestas que hoy son de uso común, como el sentirse ciudadano del mundo. En La mujer de su casa considera un anacronismo este ideal tradicional, pues así considerada, como ama de casa, la mujer vive por debajo de sus derechos y de sus obligaciones como ser social: “Nada de lo que ocurra fuera de él -se refiere al hogar- le interesa (…) porque nada conoce; en nada piensa, más allá del bienestar que transcurre entre las cuatro paredes y en nada serio está implicada… Al hombre la mujer que sólo es ama de casa le conviene porque, al sentirla inferior a él en muchos aspectos, puede dominarla y verse en superior tamaño del que posee en realidad… A la mujer no se la ve, ni ella se ve, como un fin en sí misma, sino un medio del varón…” 

Su salud está cada vez más deteriorada, a causa de una bronquitis crónica, y en sus últimos años de vida, tiende a aislarse, consciente quizá de que “era la voz que clama en el desierto de una sociedad indiferente a su discurso, a su utopía reformista”. Es la misma conciencia de fracaso que experimentaron, al final de sus días, las mujeres románticas de aquella época, que habían tenido juventudes inquietas y rebeldes: la condesa de Mina, Carolina Coronado, Cecilia Böhl de Faber, Gertrudis Gómez de Avellaneda, etc. No obstante, Concepción Arenal sigue combatiendo hasta el final por sus ideales de justicia. Como prueba, su último libro, El visitador del preso, donde defiende de nuevo la necesidad de que la sociedad civil, aparte de la iglesia, asuma la formación moral de los más débiles o que tienen un comportamiento extraviado, porque ella cree firmemente en la reinserción social de estos. Además, plantea que cuanto menos tiempo esté en la cárcel, mejor, y si su pena es escasa, no debería ingresar, como sucede ahora con las inferiores a dos años.  Es decir, que Arenal se adelantó a su época con estos planteamientos tan novedosos, que fueron cristalizando con el tiempo.

Falleció de una neumonía, en aquella época incurable, el 4 de febrero de 1893. Se podría decir, siguiendo el razonamiento de Anna Caballé, que Concepción Arenal es la pensadora más interesante del siglo XIX, en España, incluyendo el género masculino. Además su pensamiento, siempre ligado a lo social, abarca muchos ámbitos: desde la deficiente situación de las prisiones, necesitadas de una urgente reforma, o el atraso del campo castellano, que exige una transformación para que no mueran de hambre los que trabajan en él, pasando por el dogmatismo de la religión, que debe abrirse a la libre discusión de las ideas, o la discriminación de la mujer que ha de tener los mismos derechos que el varón, hasta el sin sentido de la guerra, que causa dolor y sufrimiento no sólo a los que participan directamente en ella sino también a sus familias, o, en fin, la pobreza que impide a las personas vivir con dignidad. Muchas de estas propuestas, en particular las relacionadas con la reforma de los centros penitenciarios, que en su época no fueron aceptadas, hoy día son de uso común.

Por esta biografía, Anna Caballé, recibió el Premio Nacional de Historia 2019. El jurado argumentó su elección “por reunir todos los requisitos de excelencia en una obra de historia: novedad historiográfica y metodológica, pluralidad de fuentes y un planteamiento científico y riguroso del estudio biográfico sobre un personaje todavía no suficientemente conocido pero importante en la historia de España”.

Un lugar donde volver

Al Landero fabulador de historias, protagonizadas por personajes que sueñan, se le suma el de El huerto de Emerson o El balcón en invierno, obras donde se encuentra el origen real de estos seres de ficción. Son dos libros que en sus propias palabras nos sugieren a los lectores un lugar donde volver: nuestro propio pasado. En el primero de ellos, a partir de vivencias personales, reflexiona sobre diferentes aspectos de la condición humana: el arte de escribir, el paso inexorable del tiempo, la profesión docente, la naturaleza cambiante, la infancia prolongada, el amor platónico, los diferentes roles de la mujer y el hombre, las crisis de creación, etc.

Al hilo de estas reflexiones, aparecen escritores y obras que le marcaron como lector: Emerson, que da título al libro; Faulkner, Joyce, Proust, García Márquez, Kafka, etc. También personas normales que se cruzaron en su vida y que le dejaron huella, como Manuel Pache o el señor Bordas, que trabajaba como oficinista en la Tabacalera y era un auténtico maestro del lenguaje. Y episodios desperdigados, que no se le borran de la memoria y que son Iluminaciones para él, como el día en que vio a una mujer orinar en cuclillas: “Debí de sentir algo parecido al deseo y a la repulsión -ansia. avidez, animadversión, rabia…-, ganas de huir y ganas de quedarme y de seguir mirando y de no cansarme ya nunca de mirar, aterrado y maravillado ante el prodigio, como los pastorcillos ante la aparición celestial”. 

El huerto de Emerson está compuesto por quince evocaciones, casi todas de su infancia, algunas de carácter literario, otras reflexivas, o una mezcla de ambas. En la primera, Tiempo de vendimia, reflexiona sobre el arte de escribir, que plantea como “la cosa más natural del mundo”, si uno quiere hacerlo con voluntad y libertad. Encontrar la primera frase es la clave, pues a partir de ella irán apareciendo muchas más, y en ese momento hay que poner orden, tachando lo que haya que tachar, añadiendo lo que haya que añadir, sufriendo cuando te atascas y no se te ocurre nada, y guiándose siempre por el asombro del niño “para el que todo el mundo está por descubrir y por decir”. No obstante, a veces, pasa por períodos de esterilidad creativa y esos días eleva La plegaria al señor de la invención y de la gramática: “Oh, señor!, a ti me encomiendo, socórreme en estos momentos de aflicción en que al tomar la pluma no sé si empuño el látigo o el cetro, lléname la cabeza de fantasías y concédeme la gracia de encontrar el nombre exacto de las cosas, de hacer poderosas las palabras humildes, interesante lo vulgar, nuevo lo viejo, de modo que pueda imaginar lo que nadie ha imaginado antes, y decirlo como nadie lo ha dicho nunca”.

En el El viento en la vela, paseando por el cementerio de la Almudena, piensa en el paso inexorable del tiempo y se da ánimos, ante la crisis vital y de creatividad por la que estaba pasando: “Confía en ti, me dije. No codicies los frutos ajenos. Acuérdate de Emerson y labora en tu huerto sin angustia ni prisas. Sobre todo sin prisas. Estás enfermo de impaciencia, ya te lo decían en la infancia. No te disperses, concéntrate, embrida el pensamiento, no saltes de una cosa a otra, dejando todo a medio pensar.” 

En el siguiente, Un hombre sin oficio, se refiere a todos los miembros de su familia por parte de padre, como hombres sin oficio y en los que se inspira para crear sus personajes literarios: “alumbramos un afán, nos entregamos a él con el mayor empeño, como si en eso nos fuera la vida, y al poco tiempo lo dejamos, desencantados o aburridos. Sigue una época de hastío y angustia existencial, hasta que no tardamos en encontrar una nueva pasión”. Así, el propio Landero se considera, más que de saber académico, un profesor de detalles, de vislumbres y caprichos, que han ido dejando las lecturas en su memoria.

El niño y el sabio evoca el primer día de clase con sus alumnos, donde les decía que todos somos únicos, como nuestras huellas dactilares o nuestras caras, y que en cada uno de nosotros está la semilla de la originalidad, pero hay que ganársela trabajando en lo concreto, buscando en nuestra memoria, en nuestro huerto, y sin olvidar nunca la infancia y nuestra capacidad de asombro ante las cosas, de donde nace el conocimiento, por ejemplo, “el olor de una manzana, el sabor de la magdalena, el tacto de una hoja de higuera, la expresión de miedo de un condenado a muerte, el sonido lejano de un trueno…”

El noviazgo entre Cipriana y Florentino es un pretexto para evocar el atardecer en su pueblo, Alburquerque, evocación donde Landero demuestra su destreza como escritor: “Lejos se oía acaso el paso tardío y apresurado de una caballería. Con la última luz, alta y escueta en el mirador de la palmera o de un tejado, la urraca venía con su estribillo a increpar y a burlarse del día antes de irse a dormir”.

La nostalgia de la niñez le acompaña siempre y sólo encuentra acomodo para este viaje en la escritura: “Personalmente, a veces pienso que no he superado el drama de dejar de ser niño, y que todo lo que hago lleva la marca de una infancia prolongada en secreto. Lo demás, la literatura, la guitarra, la enseñanza, el obligado amor son cosas que he ido encontrando en el camino, tributos y servidumbres impuestos por la madurez”. 

Los diferentes roles de los hombres y las mujeres le dan pie para reflexionar de nuevo sobre el tiempo, sobre la lentitud de los primeros al actuar y la rapidez con la que hacen las cosas las segundas: “Las mujeres de mi familia solían ir deprisa, en tanto que los hombres parecía que, más que ir de viaje, se habían sentado a esperar al borde del camino y no tenían prisas en proseguir la marcha. Vivían, y el tiempo iba haciendo su oficio. Antes de llegar a viejos, ya los hombres habían renunciado a seguir adelante. Las mujeres en cambio no paraban de andar hasta el último aliento”.

El viejo marino trata sobre la esperanza y la emoción de la vuelta, que siempre es más gustosa que el regreso, del mismo modo que lo imaginado o deseado es más placentero que su cumplimiento. Es decir, trata sobre lo que son en realidad los personajes de sus novelas: soñadores, a los que no satisface nada, porque en el ensueño precisamente está la clave de sus vidas.

Y esto enlaza con su afición por viajar a través de los libros y novelas de aventuras de Stevenson, Homero, Cervantes o Julio Verne, acompañando a los héroes de papel en sus maravillosas andanzas. También viajar a ciudades, donde lo que más le gusta al visitarlas por primera vez es sentarse en la terraza de un café para observar a la gente ir y venir y escuchar la música callejera. Para regresar a casa y reinventar lo vivido, soñando el viaje, porque necesita “un poquito de realidad para escribir”.

Disfrutar con la escritura es lo que se propone Luis Landero en El huerto de Emerson, este pequeño libro sobre su vida: “Qué gusto da escribir, qué alegría, notar el llenor de las palabras, los viejos sones de la música, el gozo casi físico que uno siente cuando consigue convocar en unas líneas a los cinco sentidos, o cuando alcanza el sencillo y extremado arte de la precisión, de un solo tiro abatir limpiamente la pieza. La lascivia de la exactitud”. Y este mismo disfrute es el que experimentamos los lectores al adentrarnos en sus recuerdos, escritos con brillantez y autenticidad, que nos hacen evocar nuestra propia vida.

Una novela oscura

El inicio de Un amor (2020) no sólo nos sitúa en un lugar aislado, La Escapa, sino que genera expectativas en el lector sobre la soledad e indefensión en la que se encuentra la protagonista, Nat: “Al hacerse de noche es cuando cae el peso sobre ella, tan grande que tiene que sentarse para coger aliento”. Además, su adaptación al medio rural no va a ser fácil. Se anuncia en esta pincelada impresionista del casero, un personaje inquietante y perturbador al que Nat le consiente demasiado, sin saber muy bien por qué: “Es difícil calcular su edad. Su deterioro no tiene que ver con los años, sino con la expresión hastiada, con la manera de balancear los brazos y doblar las rodillas mientras avanza. Se detiene ante ella, coloca las manos en las caderas y mira alrededor”.

Como la propia autora ha declarado “aunque escrita en tercera persona, la novela está contada desde la perspectiva de la protagonista”, que trabaja de traductora y cuyo estado de ánimo se refleja en la casa destartalada, sucia y con goteras, que ha alquilado y que no le ofrece protección, y en lo abrupto del paisaje donde está ubicada. El Glauco, monte que rompe la monotonía de los campos, le parece siniestro por su color pálido y macilento: “Casualmente la palabra glauco había aparecido en el libro que intenta traducir, atribuida al personaje principal, el padre temible que en un momento dado suelta una imprecación muy dolorosa para uno de sus hijos, algo que, según el texto, hace clavándole su mirada glauca. Al principio, Nat pensó en una afección de los ojos, pero luego comprendió que una mirada glauca es, simplemente, una mirada vacía, inexpresiva, el tipo de mirada en la que la pupila permanece muerta, casi opaca”. 

La tarea de traducir se vuelve ardua, como su propia vida en La Escapa: “Al desgranar el lenguaje con ese nivel de conciencia, lo despoja de sentido. Cada palabra se convierte en enemiga y traducir es lo más parecido a batirse en duelo con una versión previa, y mejor, de su texto. Avanza con tanta lentitud que se desespera. ¿Es el calor, la soledad, la falta de confianza, el miedo? ¿O es, simplemente –y debería admitirlo–, su ineptitud, su torpeza?”

Contrasta el estilo sencillo y claro en qué está escrita la novela con la historia compleja que se cuenta, porque los personajes, bajo su aparente sencillez, ocultan aspectos turbios, como Andreas, conocido como el alemán, cuando le propone a Nat un trueque, un intercambio primigenio, en verdad, desconcertante, que va a marcar la vida de la protagonista.

A partir de este momento, se inicia una extraña relación entre ambos, que “extrae de ella algo completamente nuevo, algo inagotable y adictivo”; una relación casi fraternal, semiclandestina, donde no hay imposiciones ni ultrajes, pero tampoco timidez, ambos unidos por una especie de saber secreto e inaccesible, como si fueran miembros de una secta. Pero, cuando acaban, actúan como si no se conocieran: “Nat lo observa a escondidas, fascinada por ese cuerpo que ha sido suyo y que ahora, de pronto, es otra vez ajeno”, como su propio cuerpo, que se vuelve de otra forma. Esta indiferencia, este desconocimiento de lo que piensa cada uno del otro, le afecta más a ella: “En cuanto a él, habla poco, y cuando lo hace, es solo para referirse a cosas externas, temas sin trascendencia, lejanos a ellos dos”. 

En cualquier caso, se trata de una relación que resulta atractiva para el lector precisamente por lo extraño de la misma, desde su inicio, porque es desigual en cuanto a la entrega y a la expresión de los sentimientos, porque existe una cierta desconfianza por parte de Nat, porque poco a poco va conociendo aspectos del pasado de él que contrastan con el hombre primitivo y sin experiencia que se había imaginado que era: “Le atrajo la imagen que ella se había construido de él o quizá la que él mismo quiso dar: un hombre de campo, sin posibilidad de cambio, que hacía mucho tiempo -¡él mismo lo dijo!- que no había estado con una mujer. Un hombre que había perdido la capacidad de seducir -si es que alguna vez la tuvo-, que se veía obligado a proponer un trueque de bienes como si viviera en un poblado primitivo, desconociendo las reglas elementales de la cortesía…”. 

Pero lo más interesante es que, en la evolución de la relación, se van invirtiendo los papeles, pues “ella se vuelve cada vez más pequeña, y él más fuerte. Ella más dependiente, y él más libre”. El poder de seducción que Nat había creído tener sobre Andreas y que le producía placer, lo ve ahora como una amenaza, porque siempre puede haber otra mujer más joven. De hecho acaba preguntándose algo que parecía tener claro: “¿Por qué está Andreas con ella? ¿Porque no ha conseguido nada mejor? ¿Porque es quien tenía más a mano?”.

Surgen los celos y la relación comienza a deteriorarse. “El tiempo es el castigo”, piensa Nat, quien, a pesar de todo, sigue como hipnotizada por Andreas. Por eso, su sufrimiento es mayor, cuando la separación es inevitable. Al final se produce un curioso paralelismo entre ella y su perro, Sieso, ambos acorralados, en un medio rural donde rigen otras reglas.

Dos son pues los temas principales que se plantean en esta novela especialmente oscura, como la ha calificado la propia autora: la adaptación al medio rural, las normas no escritas que condicionan hasta la asfixia la vida de Nat, y la complejidad de su relación con Andreas, cómo evoluciona, desde el acto primitivo del trueque, donde él depende exclusivamente de ella, hasta la progresiva inversión de papeles, y el consiguiente deterioro de la relación. El ritmo de la narración es fluido y constante, a base de frases cortas, un léxico sencillo y diálogos precisos: “Se pone el chaquetón y sale. El sol ya está alto, pero no calienta. Más tramoya, se dice. Un Sol pintado, de pacotilla. El cielo se tensa sobre el contorno de El Glauco, el camino se extiende ante ella, marcando la dirección que ha de seguir”. Así, con esta sequedad nos muestra, a través del paisaje de la mañana, el estado de ánimo de la protagonista, cuando el pueblo ya ha dictado sentencia contra ella.

Sentimos desasosiego por lo que le sucede a esta mujer, y también solidaridad, porque la vemos como víctima de un medio hostil, donde rigen, como se ha dicho, unas normas no escritas que penalizan los comportamientos considerados inadecuados, como el de los hermanos incestuosos de la casa en ruinas o como el de la propia Nat, que ha tomado la decisión de vivir sola y de mantener una relación con un hombre mal visto en el pueblo. Al final, no obstante, nos queda la sensación de que, a pesar de haber consentido demasiado, consigue de algún modo liberarse, al aceptar el trueque de Andreas, superando así sus dudas e inseguridades como mujer: “Piensa que un solo instante -por ejemplo, ese instante- basta para justificar una vida completa: hay quien no tuvo ni siquiera eso. Pero otros recuerdos han perdido ya su validez. Los descarta uno a uno, hasta quedarse solo con ese primer día”.  

Vigencia de Montaigne

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Este es otro de los libros que permanecían cerrados en algún estante de mi biblioteca; pero, nada más iniciar su lectura, he tenido la sensación de algo leído, tales son las verdades y reflexiones atinadas que encierran estos ensayos escogidos de Montaigne (1533-1592), como el dedicado al miedo que afecta de distinta forma a las personas, según su nivel económico: “Los que viven en continuo sobresalto por temor de perder sus bienes y ser desterrados o subyugados, viven siempre en constante angustia, sin comer y beber en reposo; mientras que los pobres, los desterrados  y los siervos suelen vivir con mucha mayor alegría”. También cuando alude a la coincidencia de las escuelas filosóficas en que hemos venido al mundo para disfrutar y no para sufrir, a pesar de la certeza de  la muerte, que nos sorprende y causa temor: “Tengámosla viva en nuestra imaginación y veámosla en todas las fisonomías. Al ver tropezar un caballo, cuando se desprende una teja de lo alto, ante el más insignificante pinchazo de un alfiler, insistamos en pensar: ¿será este mi último momento?, procurando endurecernos y esforzarnos”. 

Considera fundamental la educación de los hijos, diferenciando entre la inclinación natural y las normas que les obligamos a seguir, poniendo el énfasis en el entendimiento y las costumbres, por encima de la enseñanza de conocimientos, y defendiendo el diálogo en la línea de Sócrates; “Querría yo que el maestro se valiera de otra táctica y que, desde luego, según el alcance espiritual del discípulo, comenzara a valorar a sus ojos el exterior de las cosas, haciéndoselas gustar, escoger y discernir por sí mismo, bien preparándose el camino, bien dejándole abrirlo por sí mismo. Tampoco quiero que el maestro fabulice y hable solo; es necesario que oiga a su discípulo hablar a su vez (…) Conviene que lo que acaba de aprender el niño lo explique éste de diversas maneras y que lo acomode a otros tantos casos, para comprobar si recibió bien la enseñanza hasta asimilarla”. Este planteamiento coincide con las tendencias pedagógicas más avanzadas de la actualidad, por ejemplo, con la competencia de aprender a aprender, que figura en los currículos de Primaria, ESO y Bachillerato, y que consiste en que los estudiantes aprendan a construir su propio conocimiento. Del mismo modo hay que considerar su decidida defensa de viajar a otros países desde muy jóvenes para aprender lenguas diferentes a la nuestra,  “para disfrutar el espíritu de los países que se visitan y sus costumbres y para pulir nuestra inteligencia con el contacto de los demás”.

Añade un consejo sobre la actitud del maestro con el alumno, que nos hubiera venido muy bien a los docentes, cuando empezamos a impartir la Enseñanza Secundaria Obligatoria, hace algunos años: “Bueno es que se muestre a su vista con el fin de que juzgue sus bríos y ver hasta dónde se debe rebajar para ceñirse a sus fuerzas. Si no se tiene esto en cuenta, poco se conseguirá; saber escoger y conducir con acierto y mesura es una de las labores previas más difíciles que conozco”.

Llama la atención la humildad de Montagne al escribir estos ensayos, quitándose todo el mérito, que atribuye fundamentalmente a dos escritores clásicos: Séneca y Plutarco, a los que, en efecto, cita continuamente: “Comparadas mis razones con las de aquellos maestros, me siento débil y mediocre, tan pesado y poco brillante, que no solo me doy pena sino que llego a menospreciarme;  alegrándome en cambio que muchas veces mis opiniones coincidan con las de los antiguos”.

A la humildad, hay que añadir el relativismo y antidogmatismo con los que afronta su análisis de la realidad, principios de razonamiento muy modernos: “Esto que queda escrito son mis opiniones e ideas; yo las expongo según las veo y las creo discretas, no como cosa indiscutible que ha de creerse por completo. No tengo otro propósito que el de trasladar al papel lo que siento. Es posible que mañana resulte diferente si nuevas enseñanzas transforman mi manera de ser”. Y esto mismo lo aplica al pensamiento de los clásicos, que no se puede considerar como algo incontrovertible, como dijo Dante en la Divina Comedia: “Tanto como saber me agrada dudar”.

Sólo tienen una rémora los ensayos, que una mente tan lúcida y racional como la de Montaigne no puede soslayar: la discriminación de la mujer, a la que considera inferior al hombre, como, por ejemplo, cuando se refiere a su incapacidad para cultivar el sentimiento de amistad, que atribuye a una supuesta falta de solidez de su alma: “Pero no hay ejemplo de que el sexo femenino haya dado pruebas de semejante afecto, por lo que las antiguas escuelas filosóficas declaran a la mujer incapaz de de profesarla”. O cuando dice de la esposa: “El más útil y honroso saber, y la ocupación más digna de una esposa es la ciencia del hogar”. Probablemente esta discriminación se explica por la época en que le tocó vivir, donde el papel de la mujer estaba completamente supeditado al hombre y su función exclusiva era llevar las riendas del hogar. 

Considera a la amistad como el último extremo de perfección en las relaciones que ligan a los humanos, superior a la existente entre padre e hijo o entre marido y mujer, porque la amistad se basa en la comunicación, es libremente elegida e imperecedera:

“¡Oh hermano mío; qué desgracia haberte perdido!

Tu muerte acabó con todas las alegrías 

que tu dulce amistad nutría mi vida.

Al morir, quebraste toda mi dicha, hermano.

Contigo, toda mi alma está enterrada…”

(Catulo)

Para corroborar o avalar sus tesis, como en este caso, suele apoyarse en citas de escritores antiguos, que son los únicos que lee, porque le parecen más sólidos y sustanciosos que los nuevos. Muestra su admiración por los ya citados Séneca y Plutarco, porque sus obras nos enseñan deleitando; entre los poetas prefiere a Virgilio, Lucrecio, Catulo y Horacio; de los autores de teatro destaca a Plauto y Terencio; en los historiadores, que son su pasión, encuentra la pintura del hombre, y entre ellos, además de Plutarco, señala a César, que es capaz de hablar sinceramente de sus enemigos, escribe con objetividad y sin refinamiento, y sabe seleccionar lo más relevante.

Su elogio de la conversación es incondicional: “El más fructuoso y natural ejercicio de nuestro espíritu es, desde mi punto de vista, la conversación”. Además -añade-, que cuando alguien le contraría, despierta su atención, no su cólera, porque celebra la verdad cualquiera que sea la mano en la que encuentra. A los que ponen demasiado ardor en la defensa de sus opiniones, los considera estúpidos, porque con ello lo único que demuestran es debilidad.

Sorprende la vigencia de estas reflexiones de un pensador del siglo XVI, muchas de las cuales son perfectamente aplicables en la actualidad, pues no trata de transmitirnos información, sino normas de comportamiento ético, que cualquiera podría asumir, por su sensatez y equilibrio. Montaigne, guiándose siempre por la razón y la duda, reflexiona sobre sí mismo, sobre su propia vida, trata de aclararse: “yo mismo soy el contenido de mi libro”, escribe en el prólogo. Este tono confesional, acompañado de un estilo sencillo, sin artificios, pero al mismo tiempo profundo, impregna estos ensayos de cercanía y credibilidad. Además, se apoya continuamente en textos clásicos, con lo que no sólo le leemos a él sino también a todos los autores que él ha admirado.

Una historia de la vida cotidiana

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El detonante para que la protagonista de esta novela, Maggie, recuerde su vida matrimonial es un programa de radio, Baltimore AM, que va escuchando en el renovado Dodge de color gris, camino del entierro del marido de Serena, una amiga de la infancia. “¿Qué hace ideal a un matrimonio?” es la pregunta del día, que en un principio no le interesa nada, porque ella es una mujer responsable de sí misma, que lleva veintiocho años casada con Ira. Pero, durante el viaje, al que éste la acompaña, afloran antiguas diferencias: “Si hay algo en ti que de verdad no puedo soportar -dijo ella- es tu forma de actuar, tan soberbia. No podemos tener una simple discusión con sus pros y sus contras. Ah, no. Tú has de hacer hincapié en lo ilógica que soy, en lo irracional que soy y en lo razonable y perfecto que eres tú”. 

Ya en el entierro, Maggie se encuentra con antiguos  compañeros de clase, entre los que está Durwood Clegg, al que rechazó por demasiado dócil y sentimental cuando éste le propuso salir, porque en ningún caso quería desempeñar el papel de dura en la relación de pareja. Mirándolos, piensa en el paso inexorable del tiempo, que sus antiguos compañeros no parecen captar: “Se preguntó cómo era posible que no hubieran reparado en que los demás habrían envejecido, como ella, a lo largo de aquellos años; que, más o menos, todos habrían pasado por las mismas fases: criar a los hijos y decirles adiós, maravillarse ante las arrugas descubiertas en el espejo, contemplar a los propios padres volviéndose frágiles y titubeante”.

Le vuelven los recuerdos de aquella época, cuando decidió ser asistente en la residencia de ancianos, en lugar de ir a la universidad, aunque había sido la primera de la clase en el instituto, porque “¿De qué le servía a ella una información parcial, insustancial y rimbombante como la aprendida en el instituto: La ontogenia resume la filogenia y la sinécdoque es el uso de la parte por el todo?”. También evoca la boda de Serena con Max y la desilusión que se llevó con la respuesta de esta, cuando le preguntó si estaba segura de haber escogido al hombre adecuado: “Es la hora de casarse. Es todo -le dijo-. ¡Estoy harta de citas! ¡Estoy harta de tener que andar siempre guardando las apariencias! Quiero sentarme en el sofá, con un marido normal y corriente, y mirar la tele durante una eternidad. Será como quitarme una faja. Así es como lo imagino, exactamente”.

Por su parte, Ira no materializó su deseo de estudiar medicina, porque tuvo que hacerse cargo del negocio de su padre y cuidar de éste y sus dos hermanas; pero se casó con Maggie de la que sigue enamorado, aunque no soporta que no se tome en serio la vida, pues se lanza siempre con ímpetu y torpeza hacia ningún sitio en particular, como cuando pensó, llena de preocupación, que su hija Daisy fumaba marihuana, porque encontró en su escritorio papel de fumar, que al final resultó que utilizaba para limpiar su flauta; o cuando salió en persecución de un ladrón que le había robado el bolso, sin pensar si iba o no armado; o ahora que está decidida a que su hijo Jesse, separado de Fiona, se reconcilie con ella, a pesar de que ya han firmado los papeles del divorcio. Así la define su marido: “Cree que tiene derecho a cambiar la vida de los demás. Cree que las personas que ella quiere son mejores de lo que en realidad son, y por ello luego empieza a cambiar las cosas, para que esas personas se adapten a la idea que se ha forjado de ellas”. 

Maggie, en cambio, cuando actúa así, está convencida de que no se entromete en la vida de los demás, simplemente le parece que el mundo está algo desenfocado, que los colores no acaban de estar en su contorno correspondiente y que, sólo con que ella efectúe un pequeñísimo ajuste, todo acabará encajando a la perfección. Cree que sus planes son perfectos y que se acabarán realizando, aunque nunca lo consigue. 

Estas desavenencias provocan discusiones entre ellos, que se vuelven a veces embarazosos silencios. Maggie percibe el mundo mejor, pues carece de egoísmo y se acerca a personas abandonadas, como el viejo Otis, mientras que Ira se siente frustrado desde el día en que tuvo que renunciar a su sueño de estudiar medicina. En la educación de sus hijos, particularmente de Jese, que abandonó los estudios en el instituto, él fue demasiado duro y ella demasiado blanda, o al menos eso se echaban en cara: “Ahora le parecía que, debido a Jesse, había estado peleando desde el día en que  nació y adoptando siempre las mismas posturas. Ira lo criticaba, Maggie lo disculpaba. Ira afirmaba que Jesse era incapaz de ser cortés, que se negaba a borrar de su rostro aquella expresión obstinada y que, cuando le echaba una mano en la tienda, era un inepto total. Sólo necesitaba sentirse seguro de sí mismo, decía Maggie”.

A medida que avanzamos en la novela, que consiguió el Premio Pulitzer 1989 y que dura sólo el día del funeral, los flashback o saltos atrás se introducen de forma muy natural, por ejemplo, para recordar la boda de Serena; o la forma accidental en la que se conocieron Maggie e Ira; o la difícil convivencia del hijo de ambos, Jesse, con su mujer, Fiona, después del nacimiento de Leroy; etc.. Así, a través de este juego de presente y pasado, vamos conociendo la vida de la protagonista y su familia.

La historia de Maggie e Ira representa a muchos matrimonios, cuyos componentes conocen las cualidades y defectos del otro; que discuten, sin que llegue la sangre al río; pero se quieren. La ingenuidad y fantasía de ella contrastan con la sensatez y el pragmatismo de él; y el choque entre los dos caracteres da lugar a situaciones tensas, pero que no acaban nunca en tragedia, como cuando Maggie se apea del coche, después de una discusión con Ira, aparentemente con la firme determinación de abandonarlo, pues incluso llega a imaginar la vida con otro hombre; pero finalmente acaba subiendo de nuevo al mismo, como si nada hubiera sucedido. Su relación es lo contrario de la felicidad absoluta, porque está llena de pequeñas alegrías y frustraciones, de situaciones de la vida cotidiana, de sentimientos básicos, nada grandilocuentes, como la de cualquier pareja. En consonancia con esta cotidianeidad y realismo, Anne Tyler nos cuenta la historia mediante un lenguaje sencillo, preciso y ágil, y utilizando además un sentido del humor, que da lugar a momentos verdaderamente divertidos, con lo cual la lectura se hace siempre placentera.