La herejía de ejercer la libertad

La novela está compuesta por tres historias principales que se desarrollan en tres tiempos históricos distintos, pero entre los que se establecen paralelismos:

En La Habana de 1939, durante la dictadura de Fulgencio Batista, se cuenta la historia del niño Daniel Kaminsky y su tío Joseph que observan aterrados cómo al trasatlántico Saint Louis, donde viajan los padres y la hermana del primero, se le deniega la entrada y tiene que regresar a la Alemania nazi. 

En la Ámsterdam del siglo XVII, entre 1643 y 1648, se narra la historia de Elías Ambrosius, perseguido por su propia comunidad judía, a causa de la herejía de pintar

En La Habana del siglo XXI, entre el año 2007 y 2009, se cuenta la historia de Elías Kaminsky, hijo de Daniel, que se pone en contacto con Mario Conde para averiguar la propiedad de un cuadro de Rembrandt que está a punto de ser subastado en Londres.

Lo que da unidad a las tres historias es un cuadro de Rembrandt, que perteneció a la familia Kaminsky y que pudo haber salvado a algunos de sus miembros, durante la época de la Alemania nazi.

Leonardo Padura sabe cómo generar la intriga principal en torno al cuadro y las intrigas secundarias, pues suele terminar los capítulos dejando una interrogación o una duda, lo que incita a seguir leyendo. Por ejemplo, el capítulo 1 acaba con la llegada de la familia de Daniel en el Saint louis, con la incertidumbre de si lograrán desembarcar o no;  el capítulo 2, con la sospecha de Elías de que su padre, Daniel, “le cortó el cuello a un hombre”; el capítulo 3, con Daniel renegando del judaísmo, después de que el Saint Louis se viera obligado a regresar a Europa; etc.

Otro de los atractivos de la novela es cómo vamos conociendo progresivamente a personajes, como Daniel, que nos sorprende por su inteligencia, su espíritu de superación, su pragmatismo y su sentido de la amistad: “El vacío que dejaba la muerte de aquel hombre bueno había caído sobre el estado de desorientación y la pesada tristeza que ya lo acompañaban, y le reveló la medida exacta de todas las pérdidas que acumulaba en aquel instante…”. O Elías Ambrosius, que defiende su libertad de pintar por encima de todo, incluso a costa de ser excluido de su comunidad judía. O Judy Torres que quería cambiar su vida, porque la consideraba un asco, y busca la alternativa de ser emo, para liberar su mente del cuerpo finito, que te pueden controlar.

Los tres personajes son herejes, como reza el título de la novela, porque ejercen su libertad frente a los preceptos religiosos que es necesario cumplir o frente a poderes políticos que establecen una presunta homogeneidad: “ser libre es una guerra donde se debe pelear todos los días,contra todo los poderes, contra todos los miedos”.

Las conversaciones sobre diversos temas, llenas de dudas y matizaciones, pero también de grandes verdades, reclaman nuestra atención y en ocasiones nos incitan a participar en ellas, como cuando Davide da Mantova, dirigiéndose a Elías, le dice: “Los hombres no van a perdonarte. Porque la historia nos enseña que los hombres disfrutan más castigando que aceptando, hiriendo que aliviando los dolores de los otros, acusando que comprendiendo…, y más si tienen algún poder”. O cuando el Maestro Rembrand lamenta el proceso a que han sometido a Elías por ejercer la libertad de pintar: “Lo que más me entristece es comprobar que deben ocurrir historias como la tuya (…) para que los hombres por fin aprendamos cómo la fe en un Dios, en un príncipe, en un país, la obediencia a mandatos supuestamente creados para nuestro bien, pueden convertirse en una cárcel para la sustancia que nos distingue: nuestra voluntad y nuestra inteligencia de seres humanos. Es un revés de la libertad”. O, en fin, cuando el rabino Samuel, después de contemplar el cuadro del Maestro, le dice a Elías Ambrosius: “El arte es poder; pero no para dominar países y cambiar sociedades, para provocar revoluciones u oprimir a otros. Es poder para tocar el alma de los hombres y, de paso, colocar allí las semillas de su mejoramiento y felicidad…”

El estilo claro y preciso de Leonardo Padura brilla especialmente en las descripciones, como esta de La Habana, una ciudad donde predomina la algarabía: “Muy pronto había descubierto que allí todo se trataba y se resolvía a gritos, todo rechinaba por el óxido y la humedad, los autos avanzaban entre explosiones y ronquidos de motores o largos bramidos de claxon, los perros ladraban sin motivo y los gallos cantaban incluso a media noche, mientras cada vendedor se anunciaba con un pito, una campana, una trompeta, un silbido, una matraca, un caramillo, una copla bien timbrada o un simple alarido “. 

Al final, quizá de un modo un tanto forzado, confluyen los caminos de Daniel Kandinsky con los de Judith Torres, dos personajes diferentes y distantes en el tiempo; pero unidos por un sentimiento de inconformidad consigo mismos y el mundo en el que vivían: “Lo que más lo alarmaba era la  concurrencia de motivaciones reveladas por el conocimiento que ahora poseía de las existencias y anhelos de Daniel Kaminsky y Judith Torres, aquellos dos seres empeñados, cada uno a su modo y con sus posibilidades, en encontrar un territorio propio, escogido con soberanía, un refugio en el cual sentirse dueños de sí mismos, sin presiones externas. Y las consecuencias a veces tan dolorosas que tales ansias de libertad podían provocar”.

Después de leer esta novela policial, muy próxima al género negro, porque saca a la luz la parte más oscura de la sociedad, nos queda el mensaje de que las personas, si queremos convivir en libertad y armonía, no podemos estar condenándonos unas a otras solo por pensar de forma diferente.

La capacidad de sugerencia de Alice Munro

Danza de las sombras : Munro, Alice: Amazon.es: Libros

En este primer libro de relatos de Alice Munro, que se publicó por primera vez en español en el 2022, predomina la narración en primera persona, tras la probablemente se encuentra la propia autora, lo cual siempre da una credibilidad mayor a lo que se cuenta: “Después de cenar, mi padre me dice…”; “Ahora que Mary McQuade había venido, hice como si no me acordara de ella…”; Mi primo George y yo estábamos en el Café de Pop…; “La solución a mi vida se me ocurrió una noche mientras planchaba una camisa…”; etc. Esto además explica que los temas que se abordan tengan que ver con la problemática de la mujer: lo que se espera de ella, las normas sociales estrictas que rigen su comportamiento, la igualdad con los hombres, el sentimiento de frustración, etc.

Son en total 15 relatos que se desarrollan en un ámbito rural, en la localidad de Jubilee, y en la mayoría de ellos sucede algo inesperado o se desvela algo oculto que rompe la monotonía de las historias. Pero el mayor acierto es la forma sutil de contarlas, como la vida secreta del padre que se sugiere en “El vaquero de Walkers Brothers”; o el plan para desalojar a la señora Fullerton en “Las casas flamantes”; o cómo cambian los sentimientos de Helen hacia Clare en “Postal”; o, en fin, la emoción inesperada que transmite una de las alumnas de la escuela Greenhill en su interpretación al piano de “Danza de las sombras“.

Veamos algunos de estos relatos:

“El vaquero de Walkers Brothers”

Se desarrolla en los años treinta del siglo pasado, la época del crack que llevó a la quiebra a muchas familias norteamericanas, como el negocio de pieles de zorro de Ben Jordan, el padre de la protagonista, que ahora trabaja de vendedor ambulante. Al final, se sugiere una vida oculta: “De modo que mi padre conduce y mi hermano mira la carretera en busca de conejos, y yo siento que la vida de mi padre se escapa de nuestro coche mientras cae la tarde, oscura y extraña,…“

“Las casas flamantes”

La desaparición voluntaria del señor Fullerton para no volver nunca tiene el poder de evocar en nosotros hechos similares, como el corolario que pone su mujer, la señora Fullerton, al recordarlo: “Nunca sabrás qué le ronda a un hombre en la cabeza, ni aunque duerma en tu cama”. Frente a su casa decrépita, lóbrega y con las paredes sin pintar, están las casas nuevas que formaban parte de una nueva urbanización y que se miraban unas a otras hasta el final de la calle. A sus jóvenes propietarios les incomoda la casa vieja de su vecina y tienen un plan.

“El despacho”

Necesita un despacho para escribir, porque la palabra despacho suena a dignidad y a paz, a determinación e importancia y porque lo necesita para aislarse de su marido y sus hijos; pero, una vez que consigue alquilar uno, el dueño del mismo va a amargarle la vida, porque no acaba de entender que una mujer tenga la necesidad de un espacio privado.

“Mejor el remedio”

Trata sobre el amor adolescente y en concreto sobre la relación que tuvo la protagonista con Martin y el dolor que le produjo el abandono por parte de éste, que conoció a otra chica. Pero al final del relato se produce una sorprendente inversión de papeles, que se sugiere sutilmente mediante la mirada: “Y vi que me miraba con lo más parecido a una sonrisa de nostalgia que la ocasión permitía”.

“Chicos y chicas”

La familia está compuesta por el padre, la madre, el hijo y la hija, la cual ayuda en la granja de zorros, pero en la sociedad donde viven, este papel está reservado a los varones: “A mí me parecía que el trabajo dentro de casa era interminable, aburrido y curiosamente desalentador; el trabajo al aire libre, ayudando a mi padre, era importante como un ritual”. Por eso, se espera cualquier muestra de debilidad para echarle en cara su condición de mujer.

“Postal”

Helen y Clare mantienen una relación sin estar casados. Él está enamorado, pero ella sólo trata de superar una frustración amorosa anterior. Por eso, rechazó su propuesta de matrimonio. Sin embargo, Clare hará algo sorprendente e inesperado, que cambiará los sentimientos de Helen hacia él.

“El vestido rojo”

“Cuando me hacían una pregunta en clase, cualquier pregunta insignificante, me salía una voz de pito, o bien ronca y temblorosa…”. Así, con esta precisión y crudeza, describe su timidez enfermiza delante de los demás en el colegio, el cual no estaba hecho para personas débiles y sospechosas como ella, o como la profesora de Lengua, que deben comportarse con el rol que la sociedad les atribuye.

“Domingo por la tarde”

Alva es una chica de campo, de diecisiete años, que trabaja de sirvienta en la casa de la familia Gannet, rica y muy preocupada por las apariencias, por que todo esté impecable. Es verano y su cuarto, que está encima del garaje, es muy caluroso. En este contexto, le sucede algo imprevisto con un primo de la familia que paradójicamente le da confianza y le abre unas expectativas nuevas.

“La Paz de Utrecht”

Cuando los silencios incomodan, algo no funciona en la relación de las dos hermanas, Helen y Maddy, porque hay un pasado, relacionado con su madre, que las condiciona: “Quise preguntarle: ¿es posible que por criarnos como nos criamos perdiéramos la capacidad de creer, de sentirnos cómodas, en cualquier realidad corriente y pacífica? Pero no se lo pregunto; nunca hablamos de eso”.

“Danza de las sombras”

La ya anciana señorita Marsalles, profesora de piano, va a dar la fiesta de todos los años a la que cada vez va menos gente. Hace mucho calor y las moscas revolotean por encima de las bandejas de sándwiches hechos hace horas. Asisten también a la fiesta sus alumnas disminuidas de la escuela Greenhill. Una de ellas, que toca la “Danza de las sombras felices”, logra transmitir a los asistentes una emoción que no esperaban. 

Aunque no todos los relatos alcanzan el mismo nivel de excelencia, el conjunto anuncia el mundo rural en el que se desarrollan las historias de Alice Munro, sus finales imprevisibles y la forma sutil de contarlas, mediante un estilo sencillo pero, al mismo tiempo, complejo, por la capacidad de sugerencia, pues da a entender más de lo que aparentemente dice: “Debía de estar demasiado oscuro para leer o tejer, suponiendo que la mujer hubiera querido hacer cualquiera de esas cosas, así que se limitaba a esperar, respirando con un sonido similar al ventilador, lleno de antiguas quejas indefinibles”. Es Mary McQuade, a quien la protagonista del relato “Imágenes” considera culpable de todo.

Un relato cuya acción está a punto de explotar

Así se define un cuadro que tenía colgado en su habitación uno de los personajes, tal era su intensidad, su concentración de alto voltaje. Y así podríamos definir esta novela, porque J. C. Oates es capaz de involucrarnos en la historia de los Mulvaney, desde el principio hasta el final. Desconocemos la causa de su caída en desgracia, pero la intriga se genera cuando Judd, el hijo menor, que actúa como narrador testigo, anuncia en las primeras líneas que va a contar, aunque pueda doler, la verdad de su familia:

“Durante mucho tiempo nos envidiaron, nos compadecieron. 

Durante mucho tiempo nos admiraron; luego, pensaron: «Dios mío, se lo merecen». —Demasiado directo, Judd —diría mi madre, retorciéndose las manos con inquietud. 

Pero yo creo en la verdad, aunque duela. Especialmente, si duele”.

De forma sutil y progresiva va dando a entender la causa de esta caída en desgracia:

“Creo que por eso nos envidiaba mucha gente. Antes de los sucesos de 1976, cuando todo se derrumbó y nunca pudo reconstruirse del mismo modo”.

“Nadie sería capaz de mencionar lo que había sucedido”

“Patrick ni siquiera había pensado en preguntarle a Marianne por qué necesitaba que la fueran a recoger en coche para regresar a casa”

Durante este viaje de regreso a su casa, ella se encuentra tensa, rígida, con las manos cruzadas con fuerza sobre el regazo, rezando.

Pero Oates no sólo sabe generar la intriga sobre la historia principal, sino sobre cualquier acontecimiento, como el accidente que tuvieron Corinne y su madre, cuando ella era pequeña, a causa del viento y de la nieve. O sobre lo que sucedió el día del discurso de graduación que debió pronunciar Patrick, como mejor alumno de su promoción.

También de forma gradual vamos conociendo a unos personajes complejos y llenos de matices, especialmente después de lo que le sucedió a  Marianne, que tiene unas consecuencias terribles para la familia: las relaciones entre sus miembros se deterioran; los amigos y conocidos reaccionan de forma insolidaria ante la desgracia; Marianne inopinadamente se ve obligada a abandonar la casa, a pesar de su condición de víctima; Corinne, la madre, busca consuelo en la religión; el negocio de la familia pierde clientela y poco a poco se viene abajo; el padre y el hermano mayor eluden su responsabilidad de hacer justicia, el primero entrando en una espiral de autodestrucción que le lleva al maltrato, y el segundo ingresando en el ejército como marine; Patrick, otro de los hermanos, abandona la casa, aunque, contra su instinto de hombre racional,  acaba asumiendo el papel de justiciero; etc.

Sin embargo, como le dice a Judd, años después, su forma de hacer justicia fue diferente: “Creo que la venganza ha de ser buena. Los griegos lo sabían… que la sangre llama a la sangre. Creo que debe ser innato, debe de estar en nuestro genes, el instinto de justicia. La necesidad de restaurar el equilibrio. Habría podido desgarrarle el cuello con los dientes, o casi. Pero, bueno…”

Joyce Carol Oates tiene una especial habilidad para ofrecernos fragmentada la historia, alternando la vida de cada personaje; para jugar con el tiempo, dejando siempre cabos sueltos aquí y allá que estimulan nuestra imaginación, como cuando deja en suspenso las consecuencias del incidente de Michael padre quien, impotente y preso de ira, derrama un vaso de cerveza sobre el rostro del juez Gerald Kikland, en la cafetería del Club de Campo, o al narrarnos fragmentariamente la particular venganza de Patrick, desde que llama a la casa con el fin de que Judd le ayude hasta que finalmente la materializa.

Después de tantos infortunios, después de una bajada al mismísimo infierno, sorprende el final de la novela con una reunión en la nueva casa de Corinne, donde parece que la familia ha recuperado la felicidad perdida: “Para la posteridad -dijo Whit, el marido de Mariannne, después de hacer una foto del grupo- y para demostrar que los Mulvaney habéis existido en la misma época.

Hablaremos de esta novela, Qué fue de los Mulvaney, de Joyce Carol Oates, en la sesión del Club de Lectura de esta tarde, que celebraremos, a las 18 horas, en el Albergue Juvenil.

Un cómico serio

El pretexto que tiene el protagonista, Marcial, para contar su vida es que un misterioso doctor Gómez se lo propuso y él, que carece de estudios universitarios, pero tiene su propia filosofía de la vida y del mundo, aceptó el reto. Es autodidacta, seguro de sí mismo, habilidoso para contar anécdotas y chascarrillos, aunque algo extravagante: “A riesgo de que algún lector sofisticado se burle de mí, he de decir que a veces hago disertaciones sobre un tema cualquiera, solo por el gusto de oírme disertar, o me hago entrevistas a mí mismo, como si fuese famoso, un filósofo, un científico, un explorador, incluso un deportista o un asesino a sueldo, y sé responder con prontitud y hondura a todas mis preguntas, por enrevesadas o maliciosas que sean”. De hecho, Marcial quiere que su relato sea una historia de su vida, a la vez que un ensayo sobre sí mismo. Considera que las ofensas no se deben olvidar, porque son arranques espontáneos y, en consecuencia, siempre tienen algo de revelación de lo oculto, a diferencia de las disculpas que se pueden fingir, porque se hacen en frío. Por eso, reconoce que ha odiado mucho y ha aprendido a despreciar. Al final entenderemos por qué.

El narrador en primera persona que utiliza Luis Landero le da credibilidad a la historia y hace que nos sintamos confidentes de Marcial, que apela continuamente a los lectores, para demandarnos atención (“Y ahora escuchen bien lo que voy a decirles “), para plantearse preguntas que nos formularíamos nosotros (“Alguien dirá: ¿Y cómo alternar entonces con dignidad, sin ponerse a su altura, con gente soez?”); para considerarnos una amenaza (“Sin ir más lejos, ustedes mismos, quienes lean estas letras, son para mí unos extraños y, por tanto, una amenaza en ciernes”; o para proclamar que se siente vigilado por nosotros: “Sí, me siento vigilado por el lector, y oigo sus comentarios…”

Recuerda este punto de vista, su tono conversacional, al cuento El corazón delator de Allan Poe, donde el narrador, que se dirige continuamente al lector diciendo que es una persona normal, un día decide matar a un viejo, con la excusa de que no soporta el único ojo de éste, “el ojo de buitre” que lo llama él: “Escuchen y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia”.

Las disquisiciones le llevan a Marcial en ocasiones a contradecirse, pues, por ejemplo, pasa de considerarse autosuficiente y perfecto a dudar de sí mismo. Cualquier detalle o anécdota le suscita una especulación, por ejemplo, el hecho de no comerse el aperitivo que le pone una mesonera con la cerveza le hace pensar en una supuesta rivalidad en la que él a veces lo mordisquea, mientras ella, puesta en tensión, contempla inmóvil el gesto; o el cruce de miradas con Ibáñez, el presidente de la comunidad de vecinos, que generó, ya en la primera reunión, una naciente hostilidad entre ambos. Porque, como él mismo dice, “le gusta nadar en aguas profundas”, frente a la mayoría de las personas que “retozan en la superficie, despreocupados y felices”, apurando el presente.

Cuenta todas estas anécdotas sobre su vida con tal seriedad que acaba resultando gracioso. Además, el humor, una de las señas de identidad de Luis Landero, aparece en la novela cuando menos te lo esperas, como en la descripción mordaz de Vicky, una de las asistentes a la fiesta final: “Caminaba con todo el cuerpo, con las caderas, los hombros, los codos, el culo, los senos…, y daba la impresión de caminar de frente y a lo ancho, a ritmo de carga militar, tan poderoso era su avance, y entre  eso y que andaba a trancos y con una ciega determinación, y que las puntas de sus zapatos de tacón eran picudas, sus movimientos resultaban un peligro para los demás, y todo corría el riesgo de ser arrollado a su paso por aquel tremedal de mujer”.

Las disquisiciones “filosóficas” las alterna con el amor que sintió súbitamente hacia Pepita, que le cambió por completo su forma de ser: “el amor loco, el sublime, el bárbaro, el doliente, el absoluto, el súbito, el despótico, y todos los vocablos de ese corte que se le quieran añadir, el que es a la vez cielo e infierno, premio y castigo, el que te aniña y a la vez te consume”. Cuenta su primer encuentro y cómo él dedujo, a partir de los gestos de ella, que había surgido algo entre ambos, aunque después le asaltaron las dudas sobre si se había comportado bien o había hecho el ridículo. En los siguientes encuentros, se cuestiona si en verdad está a su altura, siendo ella Licenciada en Bellas Artes y con un grupo selecto de amistades. No obstante, como todos los personajes de Landero, Marcial sueña que sí la merece, aunque tenga que fingir ser mejor de lo que es, porque “En el amor, todas las trampas para conquistar a la amada son válidas, y también la impostura. Al fin y al cabo todos fingimos ser mejores y más atractivos de lo que en verdad somos”.

Sin embargo, cuando llega el momento decisivo de enfrentarse a la realidad, en una fiesta en casa de su amada, de nuevo le asaltan las dudas, porque en realidad carece de la cultura necesaria para alternar con aquellas personas cultas y de alta posición que forman el círculo de Pepita. Por eso, especula a partir de detalles aparentemente intrascendentes, como la importancia de la primera impresión: “Una torpeza, un tropiezo, una frase a destiempo, un malentendido, un gesto inadecuado, pueden decidir el destino de un gran proyecto, e incluso de una vida, por más cuidado y prevención que hayamos puesto en nuestro plan”. 

El final trágico que nos tiene reservado Luis Landero lo vemos venir, a medida que Marcial avanza en su brillante e irónico discurso “Asalto a la casa de la mujer amada”, que pronuncia como desagravio ante todos los invitados a la fiesta, donde cree haber sido objeto de burla. Tras este personaje peculiar, cuyo nombre es una ironía y que protagoniza Una historia ridícula, podríamos estar cualquiera de nosotros, porque todos experimentamos los sentimientos que él experimenta, como el odio y la envidia, aunque los ocultamos, y porque la vida humana es una mezcla de tragedia y comedia. Como ha comentado el propio autor, Marcial, resentido desde la infancia, porque se reían de él, es un cómico serio como Buster Keaton o un bufón de la Corte que dice la verdad y nos hace reír.

Escribir dio sentido a su vida

Como en sus novelas, no escribe de cosas banales, Rafael Chirbes, en estos diarios, que abarcan desde 1984 a 2005, pues desde el principio nos abre el corazón para mostrar sus contradicciones, para hablarnos de su insomnio, de su sensación de vértigo, de sus frustraciones amorosas, de sus dolores físicos: “Solo en casa, no paro ni un instante, me quejo, me arrodillo, me cojo la cabeza con las manos y la aprieto fuerte para ver si un dolor distrae al otro. Todo resulta inútil”.

Alude a los homosexuales que pululan por el Retiro de Madrid, formando un mundo aparte, a pocos metros de donde pasean los abuelos con sus nietos: “En el laberinto vegetal, debe proseguir el ajetreo del submundo. Es El jardín de las delicias del  Bosco: aquí, en la tabla de la izquierda, los elegidos, con sus vestidos de domingo, sus gestos pausados, y envueltos por el dulce sonido de la música; y, unos metros más allá, a la derecha, el ajetreo de los cuerpos desnudos y gimientes de los condenados que en el Retiro se esconden tras los setos”. 

También se refiere a los encuentros íntimos con François en París -que recuerdan a su última novela, París-Austerlitz-, mientras reflexiona sobre su falta de confianza como escritor: “De uvas a peras, me siento ante un papel en blanco, y busco dentro de la cabeza, pero ahí dentro no hay nada, camino por el interior de la cabeza y oigo ese eco que producen los pasos en las habitaciones grandes y vacías”. 

El pudor, como consecuencia de la educación judeo cristiana recibida, aparece de vez en cuando, incluso a la hora de escribir el diario: “¿Por qué tener pudor también aquí en la intimidad de un cuaderno escrito para nadie? ¿Es que no se puede escribir para uno mismo?”. El pudor y la atracción por lo prohibido, como los cristianos que les besaban los pies llagados a los leprosos, y que recuerda a las salidas nocturnas de alcohol y sexo de Jaime Gil de Biezma.

Habla de las ciudades que le apasionan y que visita con frecuencia, como París: “Como cada ocasión en que la visito, recorro durante horas la ciudad, camino de acá para allá de un modo compulsivo. Todo me maravilla más que la primera vez que puse en ella los pies (…) Voy al cine. Acudo a exposiciones: una de Bacon, otra El siglo de Picasso, que vuelve a llevarme a mi admirado Juan Gris”. 

Comenta libros que está leyendo, expresando sus opiniones, tanto críticas como favorables, con total sinceridad. Entre las primeras: “Sefarad es, con El jinete polaco, el libro más ambicioso de Muñoz Molina, pero tiene algo resbaladizo, además de ese afán suyo por exhibir un cosmopolitismo de pie forzado. Sus mujeres son más de papel (del papel de los carteles de cine de los años cincuenta) que de carne y hueso”. Y entre las segundas: “Me comprometo a escribir algo sobre Si te dicen que caí, una novela que he vuelto a leer recientemente y me ha impresionado aún más que la primera vez (…) ”Es un libro que casi te hace aullar mientras lo lees, un libro que lo llena todo, y del que han salido las distintas tendencias de la mejor novela realista contemporánea en castellano”.

Su primera novela, Mimoun, aunque recibe una severa crítica en El País, tiene un relativo éxito y es finalista del Premio Herralde; pero Rafael Chirbes sigue planteándose dudas sobre la creación literaria, particularmente de novelas, que es su máxima aspiración: “Tengo voces, personajes, pero me faltan los cinco puntos esenciales que hacen que un texto sea una novela: ¿quién cuenta?, ¿qué cuenta?, ¿por qué lo cuenta?, ¿a quién se lo cuenta?, ¿para que se lo cuenta?”. Más adelante escribe: “Una nueva novela sólo sale de una nueva forma de mirar. Esto nos lo ha enseñado Proust. Por eso, incluso la mayoría de los mejores libros de hoy nos parecen ejercicios más o menos brillantes, pero estériles”.

Le asalta la depresión: “un pesar oscuro que tiene que ver con la falta de perspectiva”, tanto en la creación literaria como en las relaciones sentimentales: “No hilvano, no ordeno, no construyo. La sensación de haber avanzado por un pasillo en el que poco a poco se han ido apagando las luces. Camino por él a tientas y a cada paso lo noto más estrecho; en algún lugar oigo ruidos, algo así como el réquiem de Penderecki, una música desazonante que se me clava en los oídos y me impide escuchar cualquier otra”.

Como consecuencia de la muerte de su madre, reflexiona sobre la incapacidad que genera el dolor: “Que algo vuelva a hacerte daño es el principio de otra novela, o puede serlo; pero el exceso de dolor paraliza. Te devuelve al estadio animal, un exceso de dolor no es humano, no deja sitio para el pensamiento, ni para el sentimiento”.

Se imagina la felicidad de escribir en valenciano, su lengua materna que solo hablaban los trabajadores en su pueblo de Tavernes: “Me paro a pensar, sobre todo, en la felicidad que debe producir escribir en la lengua marginada en la que uno pronunció sus primeras palabras (…) el placer psicoanalítico de nadar en el líquido amniótico de la lengua materna”

Habla del reencuentro, cuarenta años después, con sus compañeros de colegio. Escribe sobre uno de ellos, huérfano de ferroviario, como él: “Siempre ha tenido muy buen humor. Verlo es volver a vivir precipitadamente todo aquello. Me conmueve, no resisto el gesto, lo abrazo, juntamos las mejillas. éramos los pobres de los pobres, me dice. Seiscientos niños sin padre a cientos de kilómetros de su familia, sometidos a una disciplina con frecuencia más cruel que rigurosa. Ahora nos miramos, nos tocamos como no pudimos hacerlo entonces, nos abrazamos”.

Finaliza este primer tomo de los diarios recordándose a sí mismo la necesidad de escribir un novela, pues, a medida que pase el tiempo, no podrá hacerlo, porque le “falla más la memoria, la capacidad para ordenar los materiales, la voluntad”, y porque, además tiene la conciencia de que escribirla dará un sentido a su vida, será como una brújula que lo guía.

Después de haber disfrutado leyendo varias de las novelas de Rafael Chirbes, de haber valorado su calidad literaria, unida a una dimensión social y un compromiso, ausente en otros autores, me ha conmovido la lectura de estos diarios donde literalmente se desnuda para mostrar a la persona vulnerable y llena de dudas que fue; y me han causado admiración la libertad y perspicacia para analizar los libros ajenos, lo cual no le impide la autocrítica relacionada frecuentemente con sus inseguridades como novelista. Como escribe en uno de los dos prólogos Marta Sanz, leerlos para mí ha sido “como quien contempla, a través de una ventana, una escena doméstica. Puro Hopper”.

La liberación de Zuleijá

Esta novela de la que hablamos el pasado 26 de enero en el club de lectura del instituto tiene un inicio muy duro por la completa sumisión de Zuleijá, una mujer tártara, a su marido y a su suegra por quienes es humillada y maltratada. Es un ejemplo de sociedad patriarcal; pero la protagonista es discriminada también por un supuesto linaje inferior: “Murtazá y yo os enterraremos a todos, que nosotros salimos de una cepa recia, de una buena raíz (…) En cambio tú no tienes más que agua en las venas. Saliste enana y feucha. Sólo das a luz niñas. Y encima, se te mueren todas”.

El contexto histórico en el que se desarrolla la historia, después de la revolución de 1917, no es favorable a esta familia de campesinos tártaros, pues el estado comunista se apropia de sus cosechas de cereales con las colectivizaciones forzosas. Precisamente, este hecho marcará el futuro de la protagonista, que es deportada a la Siberia Oriental: “Zuleijá se da la vuelta. Desde lo alto de la colina, la llanura que se abre ante ella parece un inmenso mantel de color blanco en el que la mano del Altísimo hubiera desparramado los árboles como perlas y trazado los caminos como cintas. La caravana de los deportados enfila como un finísimo hilo de seda hacia el horizonte, donde cuelga un sol de color púrpura”. Así con esta sensibilidad y belleza se describe su marcha. 

Zuleijá sufrirá durante el viaje: “Está cansada, cansada de sufrir. De sufrir por el hambre, por intentar convencer a sus entrañas insaciables de que no puede hacer más. Su estómago padece por la comida perniciosa que les dan. Sufre por levantarse con los huesos doloridos todas las mañanas. Y la hacen sufrir los piojos y las frecuentes náuseas. Y el dolor y la muerte que la rodean. Sufre por el miedo de que todo no hará sino empeorar. Y, lo peor, sufre por la vergüenza permanente que le embarga”.

El estilo en el que está escrita la novela es sencillo y austero, en ocasiones, lapidario y cinematográfico, como en este pasaje, después del asesinato del niño de doce años que trató de huir en la estación de ferrocarril: 

“Su madre sólo es capaz de abrir la boca, sin emitir un sonido. Deja caer los brazos que ahora cuelgan como cuerdas. Los bebés que llevaba cargados han estado a punto de caer. Zuleijá agarra uno; el campesino, al otro. Los demás niños se aprietan contra las piernas de su padre.

-¡Andando, andando! ¡No se me paren aquí!

Las bayonetas señalan el camino como dedos de acero…”

Al final los campesinos e intelectuales supervivientes, apenas una treintena, bajo las órdenes de Ignatov, el comandante de la Ejército Rojo que guía la expedición, quedan solos en una de las orillas del río Angará, en medio de la taiga, en Siberia, donde forman una colonia de trabajo.

Zuleijá está embarazada y la descripción del parto, asistida por Leibe, es admirable sobre todo porque la autora alterna la locura que le afecta al profesor, que conocemos por sus pensamientos, con su instrucción en medicina que demuestra al extraer el cuerpo del bebé del vientre de la madre: 

“Se siente ahogado, tiene la vista nublada, se encienden y enseguida se apagan lucecitas en su mente. Ya está, piensa Leibe apretando entre sus manos el escurridizo cuerpecito del bebé. Lo he conseguido. En el preciso instante en que los bordes del huevo comienzan a cerrarse deprisa e inexorablemente, el recién nacido abre la boca y deja escapar su primer grito. Grita tan alto que hasta el profesor debilitado y medio absorbido por el abrazo del huevo, lo oye con claridad”.

Paradójicamente, a pesar de las penalidades, Zuleijá se siente más libre en el campo de trabajo que con su marido y acaba tomando las riendas de su vida. Incluso se permite, en contra de la tradición religiosa en la que ha sido educada, pensamientos eróticos hacia Ignatov. Este es otro de los puntos de interés de la novela y que nos hace seguir leyéndola, la atracción entre ambos, primero anunciada sutilmente y, después, más explícita:  “Ignatov siempre permanecía en silencio mirándola. Ella tenía la impresión de que él aspiraba su olor. Y le parecía también que allí reinaba un insoportable olor a miel. Las vendas y hasta el aguardiente, lo mismo. Y el cuerpo de Ignatov. Y su cabello. Todo olía allí a miel”.

Las dos dimensiones en las que se desarrolla la novela, la individual  y la social, coexisten y se enriquecen mutuamente; pero poco a poco la primera, que supone la liberación de la protagonista como persona y como mujer, se va imponiendo a la segunda, tal y como sugiere el título; y a ello contribuye la gran perspicacia de Guzel Yájina para penetrar en el interior de los personajes, en especial de los que protagonizan la novela: Zuleijá, Ignatov y Leibe, que van cambiando a lo largo de la misma y son capaces de sorprendernos hasta el final.

Ser diferente en el Oeste americano

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Phil era alto, tenía una mente inquieta, aguda y curiosa, aunque también se mostraba cruel con los demás. En cambio, “George era un hombre bajo y fornido, carecía de sentido del humor, era decente” y lento para aprender, aunque con buena memoria. Así, se presenta a los hermanos Burbank, que simbolizan dos modelos opuestos, casi personificaciones del mal y el bien, y que protagonizan esta historia que se desarrolla, en 1924, en un rancho de Montana, en Estados Unidos. 

Los dos hermanos, a pesar de sus diferencias, se llevaban bien; pero el matrimonio de George con Rose, una mujer viuda, altera la convivencia y saca a relucir lo peor de Phil, que aprovecha cualquier ocasión para ofenderla: sus fallos tocando el piano; que fuera viuda de un borracho y madre de un mariquita; etc. Como en el pasado había hecho con sus padres a los que consideraba diletantes porque “pasaban el tiempo deseando y soñando”; organizando fiestas pretenciosas a las que invitaban a los demás ganaderos de la zona. 

Phil oculta algo que iremos averiguando a partir de una serie de señales: siempre se encarga de la castración de los terneros en el rancho; sus padres se preguntan si podría tener algún trastorno; siente compasión por un viejo trabajador que había perdido a su hija, “puesto que él también sabía lo que era llorar a alguien”; recuerda permanentemente a Bronco Henry, un amigo que le enseñó lo que sabe de la vida;  y no puede soportar el meneo femenino de Peter, el hijo de Rose, al caminar, aunque experimenta una sensación especial cuando éste le toca el brazo con su mano: “Ah, Dios, Phil casi había olvidado lo que el roce de una mano podía hacer y su corazón contó los segundos en los que la mano de Peter estaba sobre él y se regocijó por la calidad de esa presión. Le decía lo que su corazón necesitaba saber”. 

También, el joven Peter esconde algo y aparecen pistas que así lo indican, como cuando le dice a su madre que no se preocupe por beber a escondidas: “Me encargaré de que no tengas que hacerlo”; y más adelante cuando halla el cadáver de una vaca: “Peter encontró exactamente el animal muerto que estaba buscando y le pareció apropiado que fuera Phil, en cierta manera, quien lo había guiado hasta él”.

Hay sutiles flashback para descubrirnos aspectos desconocidos de la historia, como, por ejemplo, el momento en que George encontró llorando a Rose, que señala el inicio de su relación con ella, o cuando va a visitarla días después: “No sabía más de amor, se dijo para sus adentros, que de lágrimas, pero le gustaba estar allí sentado. Y le gustaba la conversación, que parecía que estaba a punto de adoptar un tono todavía más alegre. En otras palabras, sabía todo lo que había que saber del amor, que consiste en el deleite de estar en presencia del ser amado“.

Todo lo relativo a esta relación amorosa está contado de forma extraordinariamente delicada. Por ejemplo, para Peter un simple gesto refleja la felicidad de su madre el día de la boda: “Casi no respiró durante todo el oficio matrimonial y apenas se mojó los labios cuando George cogió la mano de su madre y le deslizó el anillo de bodas, pero su corazón dio un salto cuando su madre se giró, sonrió y arregló y fijó el pliegue de su traje sastre, con el gesto más natural y elegante que él había visto jamás, tan hermoso que te rompía el corazón”.

El paisaje forma parte de la historia, pues las reacciones de algunos personajes ante el mismo nos descubren aspectos desconocidos: “A Phil le gustaba el hecho de que siempre, tras los talones del sol desaparecido, se producía un silencio asombroso, se creaba una pausa sobrenatural, y también le gustaba la manera en que luego invadían ese silencio unos sonidos mínimos que se arrastraban sigilosamente, como lo hacen las criaturas nocturnas en la oscuridad, los susurros de las hojas y las ramas de los sauces besándose, tocándose, del agua acariciando y tocando las lisas piedras del arroyo”. 

El título enigmático de la novela se menciona en algunos pasajes, como, por ejemplo, cuando se describe el perro que ve Phil en la colina de Artemisa: “Las ágiles patas traseras impulsaban hacia delante los poderosos hombros; el hocico caliente apuntaba hacia abajo, persiguiendo alguna cosa asustada —alguna idea— que huía a través de los barrancos y riscos y sombras de las colinas del norte”. Pero su significado no se aclara hasta el final, cuando Peter lee en el libro de los salmos: 

“Libra mi alma de la espada,

del poder del perro mi vida”.

En medio de la historia, se producen reflexiones sobre lo que les espera a los viejos ganaderos en los inviernos fríos y largos, entregados al consumo de alcohol, refunfuñando en casa, “seguros de que sus hijos e hijas deseaban que se murieran antes de que ellos mismos giraran la última esquina”; sobre el clasismo: “Phil no era ningún esnob, pero no te puedes casar con alguien que no pertenece a tu clase”; sobre el peligro que representan los sindicatos para los ganaderos; sobre el traslado obligado de los indios a las reservas, que eran terrenos áridos del sur donde apenas crecían árboles; etc. Y ante estos problemas, los personajes se definen adoptando posturas que responden al carácter de cada uno de ellos, a su forma diferente de entender la vida.

Al final, lo que le tiene reservado el destino a Phil, nos obliga a releer pasajes anteriores relacionados con Peter; aunque va a ser en las últimas líneas de la novela cuando se desvele lo que en realidad ha estado tramando éste.

La singularidad de El poder del perro, publicada en España en 2021, reside en que Thomas Savage aborda el tema de ser diferente en una sociedad hostil, pues pocas  cosas puede haber más alejadas del Oeste americano, bronco y machista, como la homosexualidad. Pero la historia avanza de la mano de unos personajes en los que sabe penetrar psicológicamente mostrándoles con todas sus aristas. La tensión la genera sobre todo Phil con su animadversión hacia Rose, aunque se incrementa con la llegada al rancho del hijo de ésta, Peter. Pero también hay tensión en el interior de cada de estos personajes: el amable y flemático George tiene complejo de inferioridad con respeto a su hermano y se ha sentido solo hasta que encontró a Rose; a esta le produce angustia, hasta la anulación personal, el maltrato psicológico por parte de Phil, cuya homosexualidad reprimida le lleva a cultivar una apariencia ruda  y le vuelve especialmente cruel y agresivo con los débiles; y Peter padece las risas y los comentarios homófobos a causa de su amaneramiento, aunque trama con frialdad una venganza insospechada.

La mentira por delante

El escritor es un farsante, porque inventa una realidad, incluso partiendo de la realidad misma, con el fin de sorprenderse a sí mismo y sorprendernos a los lectores. Éste es el Francisco Umbral que nos descubre Lorenzo Montatore en su cómic La mentira por delante, un conjunto de episodios sobre el escritor madrileño, que abarcan desde un resumen de su vida, pasando por la anécdota de “Yo he venido aquí a hablar de mi libro” y sus relaciones con otros intelectuales que se cruzaron en su camino, hasta el Umbral más íntimo.

Montatore demuestra una especial destreza para representar, con trazo sencillo y preciso, al propio Francisco Umbral, siempre con gesto serio, y a estos otros escritores y artistas, como Lola Flores, Cela, Delibes, Valle-Inclán, Gómez de la Serna, Larra, Berlanga o Sánchez Dragó. Prueba de esta habilidad es que al primer golpe de vista identificamos a los personajes, sin necesidad de saber sus nombres.

Tras la imagen de dandi, cultivada por el escritor madrileño, está el inventor de ideas, porque “la verdadera percha de los trajes son las ideas”. De hecho escribió: “La elegancia de Larra es una respuesta indignada y sobria a la sociedad española de la época”.

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La mentira por delante es de los libros que no se puede ver online, sino que hay que comprarlo físicamente en su edición impresa (Astiberri) para apreciar mejor los extraordinarios dibujos y para disfrutar del humor sarcástico y a veces extravagante de Umbral, que, por ejemplo, primero te presenta al político como un producto que se puede adquirir en las rebajas y, después, le atribuye la grandeza épica de los héroes clásicos, pues es el único que puede decidir sobre los destinos de millones de personas.

Son especialmente hermosas las páginas del escritor, ataviado con su clásico abrigo y bufanda, paseando por un jardín, hasta que se encuentra con su futura mujer, María España, a la que le dice “El jardín eres tú”. Después, el hijo de ambos y la alegría de verlo crecer: “Creí amar a un solo niño y he amado a muchos, a uno distinto cada día”; pero también el dolor de su muerte prematura, que para el escritor “fue un apagarse de luz en la luz”.

Así, hasta su declaración final , llena de pragmatismo:  “Había nacido poeta lírico y lo puse todo en prosa para vivir”.

Una novela por la que no pasan los años

Me ha resultado especialmente placentero volver a leer Nada de Carmen Laforet, dejándome llevar por esta joven de dieciocho años, Andrea, que viaja a Barcelona, recién terminada la guerra civil, para estudiar en la universidad. Su anhelo de ser libre e independiente, de vivir con plenitud, choca con el ambiente sórdido del piso donde se aloja, en el que unos familiares suyos se pelean continuamente entre sí.

Pero, más allá de este viaje iniciático hacia una vida adulta, me ha interesado el punto de vista de la narradora protagonista que no se limita a contar lo que ve, sino que al mismo tiempo lo juzga y nos expresa sus sentimientos de hastío y tristeza. Así, la vamos conociendo poco a poco:  “¡Cuántos días inútiles! Días llenos de historias, demasiadas historias turbias. Historias completas, apenas iniciadas e hinchadas ya como una vieja madera a la intemperie. Historias demasiado oscuras para mí. Su olor, que era el podrido olor de mi casa, me causaba cierta náusea. Y sin embargo, había llegado a constituir el único interés de mi vida. Poco a poco me había ido quedando ante mis ojos en un segundo plano de la realidad, abiertos mis sentidos sólo para la vida que bullía en el piso de la calle de Aribau”.  

La frustración de Andrea se refleja también en las descripciones impresionistas: “Me quedé sin saber qué hacer con la larga calle Muntaner bajando en declive delante de mí. Arriba, el cielo, casi negro de azul, se estaba volviendo pesado, amenazador aún, sin una nube. Había algo aterrador en la magnificencia clásica de aquel cielo aplastado sobre la calle silenciosa. Algo que me hacía sentirme pequeña y apretada entre fuerzas cósmicas como el héroe de una tragedia griega”. Así, los objetos y los espacios aparecen distorsionados y se convierten en símbolos de lo que siente la protagonista.

Incluso el tiempo, el calor asfixiante del verano en Barcelona contribuye a exaltar aún más los ánimos de los personajes, especialmente de su tío Juan, que incrementa los malos tratos a su mujer, a la que golpea por cualquier motivo: “Yo me estaba vistiendo para salir a la calle cuando oí un gran escándalo en la cocina. Juan tiraba, poseído de cólera, todas las cacerolas de los guisos que hacía un momento habían excitado mi gula y pateaba en el suelo a Gloria, que se retorcía”.

La convivencia se vuelve cada vez más difícil en el piso de la calle de Aribau y parece que no hay salida para la delicada situación de Andrea, que acaba provocando nuestra inquietud como lectores, cuando recibe una carta que puede cambiar su futuro.

La aparición de Nada, con la que Carmen Laforet ganó el Premio Nadal de 1944, supuso, precisamente por su fuerte componente existencial, una ventana abierta en el panorama literario español de la época, dominado por un tipo de narrativa apologética que exaltaba la victoria militar en la guerra civil. Para mí volverla a leer ha supuesto el reencuentro con una novela que en su momento me impresionó y que, a pesar de los setenta y seis años transcurridos desde su publicación, ha mantenido mi interés, por su tono confesional e intimista al que me he referido, por su estilo entre realista y poético, y porque he descubierto a una Andrea más fuerte y transgresora de lo que me pareció la primera vez que la leí: falta a las clases en la universidad, pasea sola por la ciudad, se atreve a entrar en el barrio chino, se relaciona con artistas y personas inconformistas en un plano de igualdad, etc.

La búsqueda de la oralidad a través del pensamiento de una niña

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En esta primera novela de Andrea Abreu se cuenta la historia de Shit e Isora que representa la cara oculta del turismo de sol y playa; una Canarias del extrarradio, que sólo conocen los que viven allí. Es la historia del descubrimiento de la amistad por parte de estas dos niñas de once años, que están a punto de iniciarse en la adolescencia. Este es quizá uno de los principales valores de la novela: el haber sabido contar esas pequeñas cosas que dan sentido a las vidas de Isora y Shit y que les permiten ir descubriendo, por ejemplo, la sexualidad. A través de sus vivencias, además, vamos conociendo el barrio: sus familiares, las casas, el paisaje, las comidas… Y a esto hay que añadir el contraste entre la pobreza en que viven las dos niñas y sus familias, siempre bajo un techo de nubes (la Panza de burro a la que alude el título), y la vida ociosa, entregada al placer, de los turistas.

La narradora protagonista es Shit, como la llama su amiga, y lo que nos cuenta se entremezcla con lo que dicen los personajes, hasta el punto de que se prescinde del verbo introductor del diálogo, de los guiones y de los signos de interrogación al principio de las preguntas, con lo cual todo queda impregnado de oralidad: “Y en ese momento, doña Carmen la agarró por la barbilla y le miró los ojos, aquellos ojos verdes como uvas verdes. Escarbaba en sus ojos lacrimosos como quien saca agua de una galería. La vieja se quedó asustada: miniña, tú sabes si alguien te tiene envidia? Isora permaneció inmóvil. Por qué doña Carmen? Qué pasó? Miniña. tú tienes mal de ojo. Vete por Dios a cas Eufracia a que te santigüe. Díselo a tu abuela, que ella sabe desas cosas y que te lleve a echarte un rezado”.

Un lenguaje oral propio de las islas canarias, en particular del barrio donde se crio la autora, y que fluye como un volcán, salpicado de localismos (fisquito, abobitos, fortasé, escuartizando, chernes, etc), vulgarismos (istriñe, mal diojo, Eufracia se presinó), incorrecciones (hicistes), rasgos del dialecto canario como el seseo (dosientos gramos de queso amarillo), préstamos del inglés (“foquin”, “bitch”, “shit’), repeticiones de palabras y estructuras sintácticas, etc.

Así, consigue Andrea Abreu un ritmo fluido, sin pausas, como se aprecia en la visita que realizan las dos niñas a la casa de Eufracia, para que esta cure a Isora: “y empezó a decirle que en cruz padeció y en cruz murió y en cruz Cristo te santiguo yo, e Isora la miraba con los ojos abiertos como chernes, y la mujer movía la boca y se estregaba los dedos arrugados como troncos de viña seca, retorcidos, cuarteados de los años de lejía y tierra. Y señor Jesucristo, por el mundo anduvistes, muchos milagros hicistes, mucho a los pobres sanastes, a María Magdalena perdonastes, al santo árbol de la cruz, y los ojos de la mujer se iban poniendo más blancos que una carta, se estregaba las manos más rápido, más fuerte y yo miraba a Isora, yo la miraba y su cara era tranquila pero atenta, con la cadenita de la virgen de la Candelaría dentro de la boca, de alegría de estar siendo curada”. 

Por momentos, esta cara oculta oculta del turismo de sol y playa que nos muestra Panza de burro y el lenguaje a veces soez utilizado por sus personajes recuerdan al realismo sucio de Charles Bukowski, quien describe en su novelas el ambiente de los bajos fondos de Estados Unidos, frente al denominado “gran sueño americano”. Por ejemplo, cuando dice Shit de su amiga:

“Yo quería comerme a Isora y cagarla para que fuera mía guardar la mierda en una caja para que fuera mía pintar las paredes de mi cuarto con la mierda pa verla en todas partes y convertirme en ella”.

Es una delicia leer en alto Panza de burro y disfrutar de su ritmo y musicalidad. Qué recreación tan extraordinaria del habla del barrio de los Piquetes por parte de esta joven autora; qué homenaje a sus raíces canarias, frente a esa tendencia general a la uniformidad, tan en boga hoy día; y qué reivindicación del ámbito rural y de su “cultura maga”. Además, Andrea Abreu sabe mantener la intriga sobre la historia de las dos amigas, cuya relación no conocemos totalmente, pues se producen omisiones, que estimulan nuestra imaginación, aunque intuimos, bajo esa panza de burro opresiva que sobrevuela el ambiente, que algo trágico puede suceder.

Hablaremos de esta novela en el Club de Lectura del IES Gran Capitán, el próximo día, 9 de noviembre, a las 18 horas , en el Albergue Juvenil de Córdoba.