¿DÍAS DE GLORIA?

Hay personas que, además de haber nacido en un país pobre donde el trabajo escasea y las condiciones de vida son miserables, están condenadas a sufrir la intolerancia y el racismo de los demás. Es el caso de los cuatro argelinos que se presentaron voluntarios al ejército francés, durante la segunda guerra mundial, para salvar al país galo de los nazis y que nunca vieron reconocidos su entrega y su valor; al contrario, fueron tratados como personas de segunda categoría que, a diferencia de los nacidos en Francia, no disfrutaban de permisos ni tenían derecho a ascender en el escalafón militar. “Los moros no  pueden mandar” le dice el sargento Martínez al cabo argelino, cuando éste protesta por el agravio. Esta es la denuncia que hace Rachid Bouchareb en su película “Días de gloria” y, aunque los espectadores, o al menos este fue mi caso,  siempre mantengamos la esperanza de que finalmente estos hombres sean recompensados, la espera es en vano. En este sentido, la escena final, antes del epílogo innecesario, en la que el general francés -que había prometido un adecuado reconocimiento a los soldados argelinos, si mantenían la posición ante los ataques del ejército alemán-  pasa de largo, ante la mirada de incredulidad y frustración del cabo, resulta conmovedora.

Es una película en la que los rostros hablan más que las palabras, como debe ser en el lenguaje cinematográfico. Son difícilmente olvidables las miradas de los cuatro voluntarios argelinos: una mezcla de esperanza y tristeza, en la despedida de sus familiares; de ingenuidad y orgullo, en el periodo de instrucción; de miedo y terror, durante los bombardeos alemanes; y de sorpresa e indignación, ante el racismo y la intolerancia de sus superiores.

Pero, si nos trasladamos a la actualidad, en Francia, y analizamos la situación de los inmigrantes, o más concretamente la de los hijos de los inmigrantes, que hace aproximadamente un año, se manifestaron  para protestar por la discriminación que sufrían, por ejemplo, al buscar trabajo, las cosas no parecen haber cambiado demasiado, con el agravante de que estos jóvenes, a diferencia de sus padres, han nacido en Francia, son ciudadanos de este país y, en teoría, sólo en teoría, disfrutan de todos los derechos. Por eso, nos parece muy bien que el presidente de Francia, Jacques Chirac, después de ver la película, cambiara la ley para compensar a los africanos que lucharon contra los nazis, después de que vieran congeladas sus pensiones en 1959, con el proceso de descolonización; pero mejor sería que tomara las medidas necesarias para que los nietos de aquellos soldados se sintieran de verdad ciudadanos franceses y no sufrieran la discriminación que sufren, porque mucho me temo que, más que por días de gloria, están pasando por días de tristeza, y no me refiero a las festividades que se avecinan..  

TESMOFORIAS PARA SIEMPRE

Si las Tesmoforias eran fiestas griegas del siglo V a. c. en las que las mujeres se sentían libres tomando las riendas de sus propias vidas, habría que proclamar: Tesmoforias para siempre; porque la libertad, que no es un don sino una conquista, que ha durado muchos años, ya la ejercen las mujeres, al menos en países democráticos, como el nuestro. 

Ayer tuvimos la oportunidad de ver representada en nuestro centro esta obra de Aristófanes, en un montaje ágil e ingenioso, donde destacaron las escenas corales, a veces, iniciadas fuera del escenario. Arrebatadora la danza encabezada por el criado de Agatón, llena de ritmo y plasticidad, y con movimientos insinuantes, ejecutados con gracia y precisión por los actores. No menos graciosos los comentarios gestuales de éstos  al diálogo entre Mnesíloco y Eurípides –por cierto, una agradable sorpresa la interpretación convincente de nuestro amigo José Antonio Mora, muy metido siempre en su papel-. Conmovedor el coro de mujeres, cuando actuaba como tal coro, con las actrices diciendo los textos al unísono y desplazándose por el escenario, como si fueran una sola.  Desigual, en cambio, el nivel de interpretación, pues junto a personajes muy logrados, como el Mnesíloco de Juan Carlos Villanueva o el Eco de Toni Aguilar, encontramos a otros, particularmente entre las Tesmoforias, más artificiosos, menos creíbles, quizá por la dificultad de construir un personaje con tan solo dos o tres frases. 

Otro acierto fue la escenografía –aunque algo lento el cambio de decoración entre los actos- y el diseño de vestuario, muy en consonancia con el enfoque alegre y dinámico del montaje de Daniel Sergio Pardo. 

Felicitamos al grupo “Entrecajas” por habernos ofrecido una representación, que en ningún momento nos aburrió y nos quedó el mensaje tan actual de la valentía de unas mujeres que no se resignaron a desempeñar un papel secundario en la sociedad ni a permanecer indiferentes ante las injurias por razones de sexo. Lo dicho: Termoforias para siempre.

No estoy muy seguro de que “perdonar” sea el término adecuado, porque lo relaciono con la religión y en mi comentario no me refiero sólo a los creyentes sino a cualquier persona que haya sido objeto de un engaño, particularmente en el terreno amoroso. Todo viene a cuento de que la semana pasada vi la película “El velo pintado”, dirigida por John Curran, en la que una mujer engaña a su marido. A partir de ese momento, la relación entre los dos se torna fría e indiferente; pero, como la vida en común continúa y el amor entre los dos permanece, de la frialdad se pasa al reconocimiento mutuo de los valores del otro, y de este reconocimiento a un afecto más profundo y más auténtico del que existía en un principio.  Cuando acabó la película, me quedé pensativo y me planteé si yo sería capaz de perdonar el engaño amoroso. Quizá a los hombres de mi generación no nos han educado en eso y no sé muy bien si las cosas han cambiado. Sin embargo, tradicionalmente la mujer ha sido educada para perdonarlo, pues su función era procrear, especialmente hijos varones, de tal manera que existía una cierta comprensión e incluso justificación hacia posibles infidelidades del marido. Pero el engaño amoroso que plantea la película –y esta es una de las razones por las que me ha interesado- viene de la mujer y quien acaba perdonando el hombre.  No sé qué pensáis de esto; sin duda la situación actualmente ha cambiado, como consecuencia fundamentalmente de que la mujer se ha incorporado masivamente al mercado de trabajo y sus derechos, al menos legalmente, se han equiparado a los del hombre. Pero, cuando se habla del engaño no se debe olvidar que entramos en un terreno muy personal, donde de poco valen las estadísticas, a menudo poco fiables, y las generalizaciones. Además, el engaño no sólo se da entre un hombre una mujer, ni únicamente en el terreno amoroso. Por eso, dejo en el aire algunas preguntas: ¿Cómo reaccionamos cuando nos engañan? ¿Somos capaces de perdonar? ¿La reconciliación, después de un engaño, nos hace crecer como personas? ¿Fortalece nuestras relaciones?      

Mariano José de Larra plantea en otro artículo, “El castellano viejo”, el tema de la urbanidad, en concreto critica con fina ironía la mala educación y la excesiva espontaneidad de Braulio. Este personaje desconoce “esa delicadeza de trato que establece entre los hombres una preciosa armonía”. Para él las normas de urbanidad no son más que hipocresía y la educación se reduce “a decir Dios guarde a ustedes al entrar en una sala, y añadir con permiso de usted cada vez que se mueve; a preguntar a cada uno por toda su familia, y a despedirse de todo el mundo”.

Braulio representa a un ciudadano español de clase media, poco instruido. Quizá la crítica de Larra pueda aplicarse a la España de hoy día, pues con frecuencia se oye decir a las personas mayores, con independencia de su ideología, que los jóvenes carecen de educación, de lo cual suelen culpar al sistema educativo. Este chico es de “La generación Logse” dicen para justificar que no sabe comportarse o comete faltas de ortografía o desconoce la lista de los reyes godos o la de los ríos de España.

Entre el profesorado, también es común escuchar opiniones críticas, especialmente sobre el alumnado de ESO, por su escaso interés hacia los estudios y por su comportamiento inadecuado en el aula, de lo cual se suele responsabilizar a los padres.

¿En qué medida estas críticas de unos y otros sectores se pueden generalizar a la mayoría de los jóvenes? ¿Se respetan menos las normas de urbanidad que antes, o quizás es que nuestros jóvenes son menos hipócritas que los de antes? Si se respetan menos ¿a qué se debe? ¿Quizá a un exceso de libertad y consentimiento en la familia y en los propios centros de enseñanza? ¿A que los jóvenes han entendido perfectamente cuáles son sus derechos, pero no tanto sus obligaciones?