Absolución o la búsqueda de la felicidad

Lino, como lo define el señor Lewin, es un fugitivo, un prófugo, que va de paso y aprisa por la vida, como si esta “fuese un viaje hacia una meta y hubiera que apresurarse a cada instante, sin detenerse nunca”; como los pastores nómadas que conducen sus rebaños a donde la hierba está tierna y fresca; pero que, al poco tiempo, tienen que emigrar a otro lugar, siempre con la inquietud de que no sea el adecuado y con la certeza de que tampoco allí permanecerán.

Lino es el protagonista de la nueva novela de Luis Landero, pero a quien tenemos la impresión de haber visto antes, en las fantasías de Dacio Gil, que convierte al humilde empleado Gregorío Olías en el rutilante poeta Augusto Faroni, en Juegos de la edad tardía, o en la vida de ensueño que imagina Dámaso, primero, para su hijo, y, después, para Bernardo, en Hoy, Júpiter. Y tenemos esa impresión, porque se trata de personajes insatisfechos con la vida que les ha tocado en suerte y sueñan con otra mejor, bien para proyectarla en los demás, como hacen Dacio Gil y Dámaso, o bien para ellos mismos, como es el caso de Lino, o del propio señor Lewin, que espera ilusionado el regreso de su amada, once años después de su partida: “aún conserva la esperanza de que Paula llegue a tiempo para vivir juntos algún pequeño suceso -un chaparrón, ese mendigo con sombrero de paja, el niño que se acerca de puntillas y sin respirar a una paloma-, cualquier cosa digna de ser contada durante horas en la limpia candidez del hogar, picando cosas ricas, dando sorbitos de licor o de menta, y creando de nuevo un paraíso de caricias, de besos, de palabras.”

Posee Luis Landero, las dos cualidades más importantes del buen novelista: el dominio del lenguaje, siempre brillante y preciso, y la capacidad para inventar una historia y mantener la atención del lector en torno a ella. En Absolución reconocemos ambas cualidades, pues está escrita impecablemente, “cuidando el léxico y el oleaje de la frase”, como dice Guzmán, otro de los personajes, y el autor extremeño sabe generar la intriga alrededor de las dudas del protagonista y su búsqueda infructuosa de la felicidad.

La acción se sitúa cuatro días antes de la boda con Clara, que supuestamente va a traer la felicidad a Lino; pero algo imprevisto acabará torciéndolo todo. A partir de ese momento, un narrador omnisciente nos cuenta la historia, siguiendo el discurrir caprichoso de la mente del protagonista, jugando con el tiempo, en un ir y venir continuo, de su infancia y el proyecto quimérico de irse a Australia, al periodo universitario y su amor con Inés, truncado absurdamente, y de éste al momento presente, y vuelta a empezar, en una escritura fluida y brillante, que se recrea en los detalles, envolviéndonos, enredándonos en la madeja de sus pensamientos, como cuando surge en él de repente el afán insaciable de estudiar y saber, o cuando describe el asombro que le produce la elegancia con que la burguesía sabe aburrirse, o cuando evoca su primer encuentro íntimo con Clara: “De pronto comprendió que ella le correspondía con el mismo amor desesperado y solitario, y que una gran parte del idilio entre ellos se había desarrollado sin palabras y hasta sin la presencia real de los protagonistas. Un elipsis sentimental que explicaba, ahora que se veían a solas por primera vez, lo mucho que sin saberlo se habían adentrado en su secreta relación amorosa.”

Así, avanza la historia, en sus dos primeras partes, hasta la fusión de un pasado infeliz con un presente, donde se adivinan la armonía y la dicha; pero la fatalidad, como les sucede a los héroes clásicos, tan citados a lo largo de la novela, se cierne sobre Lino y le obliga a huir, para iniciar una nueva vida.

El remedio, aparentemente, lo encuentra en la acción, en vivir el momento presente, en contacto con la naturaleza, porque “como el río de Heráclito, él necesitaba cambiar continuamente, ser él mismo pero a la vez ser otro a cada instante. Y con el esfuerzo y la austeridad del camino, iría pagando sin darse cuenta sus culpas, sus errores, sus remordimientos.”.

Si embargo, el tedio de vivir, que lo perseguía desde siempre, vuelve a apoderarse de él, y con el tedio nuevamente el sentimiento de culpa por causas ya olvidadas. Llega a la conclusión de que su vida carece de autenticidad, porque nunca ha elegido su propio destino, siempre se ha dejado arrastrar por las circunstancias o por la voluntad de los demás. Por eso, necesita contar su historia a alguien, confesar sus culpas, para aligerar la carga, como Orestes, cuando llega a Atenas tras su penosa travesía de expiación y declara ante la asamblea para que lo juzgue. De esta manera, como el héroe clásico, encuentra la absolución.

Se ríen de nosotros

Últimamente, vienen apareciendo en la prensa caras sonrientes que me producen un especial rechazo. Hoy, sin ir más lejos, en el diario El País, encontramos, en primer lugar, la imagen del expresidente de Guatemala, Efraín Ríos Montt, esbozando una sonrisa hipócrita, durante el juicio en el que se le acusa de genocidio, mientras los supervivientes narran los horrores vividos bajo su mandato, entre 1982 y 1983: violaciones de mujeres, matanzas de ancianos y niños, asesinatos masivos de campesinos, etc.

La segunda fotografía corresponde a Francisco Camps, expresidente de la Comunidad Valenciana, sonriendo a sus familiares y amigos, en señal de triunfo, tras conocer el fallo del jurado popular que le absolvió en el juicio por el regalo de los trajes, que ahora ha reabierto el Tribunal Supremo, porque no se habían tenido en cuenta testimonios directos que le incriminan.

En la tercera imagen, aparece Javier Guerrero, exdirector general de Trabajo de la Junta de Andalucía, que lideró el desvío de dinero procedente del fondo de los ERE (Expedientes de Regulación de Empleo), gracias al cual consiguió ilegalmente 249.000 euros. Este político también esboza una sonrisa, mientras camina esposado, después que la juez ordenara su reingreso en prisión.

¿De qué se ríen? Hace unos meses escribí una entrada en el blog titulada “La cara del que sabe”, donde aludía a los que se sienten por encima del bien y del mal, y están muy seguros de sí mismos y de su sabiduría. Quizá estos tres personajes se ríen por lo que saben, porque están convencidos de que nunca se conocerá la verdad sobre sus casos, o a lo mejor les hace gracia la ingenuidad del tribunal que los juzga, aunque, si lo pensamos bien, de quienes se están riendo es de todos nosotros, de las personas que respetamos las leyes y vivimos honradamente de nuestro trabajo.

Por eso, me produce una especial repugnancia observarlos en estas fotografías, indiferentes a los delitos que han cometidos, en un ejercicio de hipocresía, que supera con creces la actuación del mejor actor.

Saber escuchar

Aprendí los valores democráticos en la Universidad. Estábamos en los últimos años de la dictadura franquista y las asambleas de alumnos para reivindicar las libertades o para defender la transformación del Colegio Universitario de Cáceres en Universidad, eran continuas. Las intervenciones se sucedían aceptando escrupulosamente el orden establecido por el moderador y el silencio con el que se escuchaba a quien tenía el uso de la palabra era reverencial.

En aquellas asambleas, en las que participábamos centenares de estudiantes, aprendí a debatir en público, respetando el turno de palabra, guardando silencio, mientras intervenía un compañero, y sobre todo escuchando.

Han pasado bastantes años desde entonces y los que nos dedicamos a la enseñanza intentamos cada día inculcar estos valores a nuestros alumnos, aunque el resultado no siempre sea satisfactorio. Lo pude comprobar el pasado jueves, en el debate sobre los padres, que celebrábamos en 3º de Diversificación. La moderadora se desgañitaba para que sus compañeros la escucharan, respetaran el turno de palabra o simplemente se mantuvieran en silencio, mientras hablaba otra persona.

“¡Así no puede ser!” concluyó y tenía razón, porque un debate, una asamblea o una clase no pueden desarrollarse con normalidad, si no se respetan unas mínimas normas, de las cuales la principal es escuchar al que está hablando.

Hay un poema de Blas de Otero, publicado en 1955, en el que el poeta pide la palabra, en nombre de la “inmensa mayoría”:

Escribo


en defensa del reino


del hombre y su justicia. Pido

la paz


y la palabra. He dicho «silencio»,


«sombra»,


«vacío»


etcétera.


Digo
«del hombre y su justicia»,

«océano pacífico»,


lo que me dejan.


Pido


la paz y la palabra.

Conviene no olvidar que la palabra es reflejo de pensamiento y de vida, y nos define como personas. Ahora que podemos usarla libremente, porque poetas como Blas de Otero la reclamaron, como herramienta de paz y de justicia, durante la dictadura franquista, prestemos más atención a los que hablan.

Deportistas

Siempre he pensado que los deportistas deben ser un ejemplo a seguir por los jóvenes; y no me refiero tanto en la práctica de su actividad deportiva como en su comportamiento en la vida. Así se puede reconocer en el tenista Rafa Nadal, que nunca ha negado un autógrafo a las personas, sobre todo niños, que se acercan a él, antes o después de un partido, y que siempre ha considerado sus triunfos en el tenis como resultado del esfuerzo y la planificación.

A este modelo responden también el baloncestista Pau Gasol, o los jugadores de la Selección Española de Fútbol, que tantos éxitos deportivos han logrado recientemente. Algunos de estos, como Iker Casillas y Xavi Hernández, gracias a sus relaciones de amistad, han hecho de mediadores en conflictos surgidos en los enfrentamientos entre sus dos equipos: Real Madrid y Fútbol Club Barcelona. Por eso, entre otros méritos, recibieron el Premio Príncipe de Asturias de los Deportes 2012.

Sin embargo, recientemente, nos han llegado noticias de varios jugadores del Real Madrid, que han sido sancionados por infracciones de tráfico: Karim Benzema fue sorprendido a 216 kilómetros por hora, en la M-30, que tiene limitada la velocidad a 100 km/h.; Marcelo fue localizado por la Guardia Civil conduciendo sin puntos en el carné; y el último ha sido Mesut Özil, sancionado por hacer un giro prohibido, en una calle madrileña.

Se trata de deportistas de primer nivel, que ganan millones de euros al año y que no están dando, precisamente, un ejemplo de buena conducta. Quizá debieran recibir, como hacen en la NBA con los jugadores novatos, un curso o seminario, en el que se les den consejos para evitar problemas económicos, deportivos y personales, y para saber comportarse en un mundo donde representan un modelo para los jóvenes.

Manos

El martes pasado, en la reunión del Club de Lectura, que dedicamos a la obra Pedro y el capitán de Mario Benedetti, leímos un pasaje en el que el primero de estos dos personajes, ya moribundo, después de haber sufrido varias sesiones de tortura, habla solo ante el segundo y recuerda a su mujer: Mira, Aurora, estoy jodido (…) Aguanto todo, todo, menos una cosa: no tener tu mano. Es lo que más extraño: tu mano suave, larga. Tus dedos finos y sensibles. Creo que es lo único que me vincula a la vida. Si antes de irme del todo, me concedieran una sola merced, pediría eso: tener tu mano durante tres, cinco, ocho minutos. Paradójicamente, el recuerdo de su mujer es el que le ayuda a soportar las terribles agresiones físicas de las que está siendo objeto.

Este pasaje me ha recordado un poema de Antonio Gamoneda dedicado a su madre, en el que expresa su deseo de volver a la infancia para revivir los momentos en que ella le acariciaba:

Cuando no sabía

aún que yo vivía en unas manos,

ellas pasaban sobre mi rostro y mi corazón.

Yo sentía que la noche era dulce

como una leche silenciosa. Y grande.

Mucho más grande que mi vida.

Madre:

era tus manos y la noche juntas.

Por eso aquella oscuridad me amaba.

No lo recuerdo pero está conmigo.

Donde yo existo más, en lo olvidado,

están las manos y la noche.

A veces,

cuando mi cabeza cuelga sobre la tierra

y ya no puedo más y está vacío

el mundo, alguna vez, sube el olvido

aún al corazón.

Y me arrodillo

a respirar sobre tus manos.

Bajo

y tú escondes mi rostro; y soy pequeño;

y tus manos son grandes; y la noche

viene otra vez, viene otra vez.

Descanso

de ser hombre, descanso de ser hombre.

Los dos textos transmiten una sensación de protección y seguridad, concentrada en las manos: el primero de una mujer a su marido y el segundo de una madre a su hijo. Es la misma sensación a la que se aludió en el debate del pasado jueves, en 3º de Diversificación, cuando los alumnos coincidieron en el vacío existencial que deja la ausencia de un padre o una madre: un sentimiento de nostalgia concentrado en las caricias de unas manos protectoras que pasaban sobre nuestro rostro y nuestro corazón, y que nunca olvidaremos.