Reivindicando a Orwell

A diferencia de Un mundo feliz de Aldous Huxley o Fahrenheit 451 del propio George Orwell, 1984 es un novela de ciencia-ficción cuya lectura me ha interesado desde el principio. Quizá sea, porque cuenta una historia en la que puedes introducirte, identificándote con el protagonista en su rebeldía contra el Gran Hermano, que vigila a todas las personas; o quizá por esa capacidad de adelantarse al futuro que demostró Orwell, describiendo el sometimiento del individuo a quien detenta el poder, llámese Partido, como en la novela, o Trilateral, como hace algunos años, o Banco Central Europeo, como sucede en la actualidad.

Mi interés, además, ha ido creciendo a medida que avanzaba en la lectura. Me ha gustado especialmente cómo cuenta la relación entre Winston, el protagonista, y Julia: desde que él sospecha equivocadamente que ella es una agente de la Policía del Pensamiento, pasando por la primera cita, en medio de extraordinarias medidas de seguridad, hasta que los detienen, los torturan  y les lavan el cerebro, de tal manera que acaban ignorándose mutuamente. Esta relación marca un antes y después en la novela, pues con la aparición de los sentimientos, la historia se aproxima a la vida real y participamos de las inquietudes de los personajes, de su miedo a ser descubiertos, de su amor.

Los “proles”, que hasta entonces habían aparecido como un colectivo anónimo, al margen del Partido, cobran vida en la figura de la mujer gorda que tiende la ropa y a la que, en un momento determinado, Winston reconoce como un ser humano con su propia historia personal y como una esperanza para el futuro: “La mujer de abajo no se preocupaba de sutilezas mentales; tenía fuertes brazos, un corazón cálido un vientre fértil. Se preguntó Winston cuántos hijos habría tenido. Seguramente unos quince. (…) Su vida se había reducido a lavar, fregar, remendar, guisar, barrer, sacar brillo, primero para sus hijos y luego para sus nietos durante una continuidad de treinta años. (…) En todas partes, centenares o millares de millones de personas como aquella, personas que ignoraban mutuamente sus existencias, separadas por muros de odio y mentiras, y sin embargo exactamente iguales; gentes que nunca habían aprendido a pensar, pero que almacenaban en sus corazones, en sus vientres y en sus músculos la energía que en el futuro había de cambiar el mundo”.

Sin embargo, el final de 1984 no puede ser más desalentador y, al mismo tiempo, brillante desde el punto de vista literario: el último hombre de Europa –título que quiso ponerle Orwell a su novela- renuncia, después de terribles torturas, a sus emociones más profundas; borra de su mente el último ápice de rebeldía; y acaba amando al Gran Hermano. No podía ser de otra manera, porque la solución no es individual; sólo la unión entre todos los miserables del mundo, entre todos los explotados –en palabras de Carlos Marx- puede conseguir el cambio. Y esto vale también para la actualidad.

La preocupación por la opinión ajena

Al explicar en clase La Regenta, novela del siglo XIX, nos planteamos los factores que influyen  en el comportamiento humano. Según los escritores naturalistas, éste es producto de la herencia genética y del ambiente en el que viven las personas. Así, se considera a esta obra de Clarín como naturalista, porque la sociedad conservadora de Vetusta ejerce una presión extraordinaria sobre todos los personajes, fundamentalmente sobre Ana Ozores, que es marginada, cuando se conoce en la ciudad su relación adultera con Álvaro Mesía y éste mata en duelo al marido agraviado:

“Sí, sí, el escándalo era lo peor; aquel duelo funesto también era una complicación. Mesía había huido y vivía en Madrid… Ya se hablaba de sus amores reanudados con la Ministra de Palomares… Vetusta había perdido dos de sus personajes más importantes… por culpa de Ana y su torpeza.
Y se la castigó rompiendo con ella toda clase de relaciones. No fue a verla nadie. Ni siquiera el Marquesito, a quien se le había pasado por las mientes recoger aquella herencia de Mesía. La fórmula de aquel rompimiento, de aquel cordón sanitario, fue esta:
-¡Es necesario aislarla!… ¡Nada, nada de trato con la hija de la bailarina italiana!”

En la historia de la literatura española, hay casos más desgraciados que el de esta mujer. Por ejemplo, en El médico de su honra, obra compuesta  por Calderón de la Barca, en el siglo XVII, doña Mencía es asesinada por su propio marido, don Gutierre, porque éste sospecha, aunque carece de pruebas, que le es infiel; es decir, que lo primero para él es mantener su reputación pública a salvo de cualquier publicidad.

También en La casa de Bernarda Alba, drama escrito por Federico García Lorca, en el pasado siglo, toda la acción está condicionada por la opinión ajena y por el temor a la murmuración, lo cual provoca las quejas amargas de las hijas de Bernarda, que esperan infructuosamente la llegada de un varón:

“AMELIA.- De todo tiene la culpa esta crítica que no nos deja vivir (…)

MAGDALENA.- Hoy (…) nos pudrimos por el qué dirán.”

Incluso, después del suicido de Adela, Bernarda quiere ocultar la realidad -que esta ha mantenido relaciones con Pepe el Romano- aparentando que nada extraño ha ocurrido:

“¡Mi hija ha muerto virgen! Llevadla a su cuarto y vestidla como si fuera una doncella! ¡Nadie dirá nada! ¡Ella ha muerto virgen!”

Los ejemplos se suceden, a lo largo de nuestra historia de la literatura, porque la preocupación por las apariencias, por el qué dirán, es una constante en la sociedad española, sobre todo en los pueblos y en las pequeñas ciudades. Cabe preguntarse, pues, ¿hasta qué punto influye hoy día esta preocupación en la conducta de las personas?