Todo en la vida es negociable


Desde el principio, nos encontramos a un personaje, Huguito, que vive en la ensoñación de ser único y de que el destino le tiene reservado algo bueno y especial, tal y como sucede en otras novelas de Luis Landero, como Juegos de la edad tardía y Hoy Júpiter. Esto le genera unas expectativas que se ven incrementadas por el conocimiento de dos secretos -el que le cuenta su madre, que aparentemente tiene que ver con la salud mental de esta, y el que le revela su padre sobre la particular forma de llevar sus negocios-, los cuales cambian su papel en la vida, porque de débil pasa a ser fuerte, de dominado a dominador:

“Comimos los tres en silencio, no un silencio único para todos sino cada cual metido en el suyo propio, y era curioso, porque mi madre, quizá alarmada por el temor de que hubiese podido contarle el secreto a mi padre durante nuestras correrías laborales, no se atrevía a mirarlo, y en cuanto a mi padre, cohibido por mi presencia y avergonzado de sus fechorías, no se atrevía tampoco a mirarnos ni a mi madre ni a mí, y solo yo podía encararlos sin miedo, con la seguridad de que ellos no se arriesgarían a enfrentar mi mirada”.

También contribuyen a generarle confianza en sí mismo algunas frases que encuentra en uno de los libros de su padre: “No hay nada que no puedas ser, no hay nada que no puedas hacer (…); Más vale poner nuestra meta alta y quedarse corto que ponerla baja y conseguirla; (…) Cree, sueña, atrévete”.

Así, pues Landero dota al personaje de las armas necesarias para vivir sus ensoñaciones, como Cervantes a don Quijote; pero estas no acaban materializándose. La vida de Huguito se desarrolla del sueño a la decepción y de la decepción al sueño, en una sucesión ininterrumpida e interminable, contra la que no puede hacer nada: campesino, sabio, comerciante… Es el pesado fardo de los deseos imposibles, o mejor dicho, que sólo lo son en la imaginación de personajes como él, y que le llevan a choques continuos contra la realidad, aunque siempre se libra del descalabro, gracias a un destino fatal, el de peluquero, que le persigue y al que siempre acaba adaptándose.

Y del mismo modo que don Quijote necesitaba a su escudero Sancho Panza, que representa la racionalidad y el sentido común, para acompañarle en sus aventuras, él necesita a Leo, su mujer, para ayudarle a realizar sus maravillosos proyectos de trabajo.

La historia está escrita en primera persona, frente al narrador omnisciente que predomina en la mayoría de sus novelas anteriores, con la inmediatez y autenticidad que ello implica, pues el protagonista imagina que cuenta su vida a un auditorio fiel de pelucandos, a partir de un presente incierto.

Luis Landero confirma con esta novela su extraordinaria capacidad de narrador, engarzando hábilmente unos acontecimientos con otros, unas fantasías de Huguito con otras; y su estilo brilla, como siempre, en las descripciones sutiles y penetrantes, como esta del silencio: “Y ahora entra en escena otra vez el silencio, su majestad el silencio, el que a veces te obliga a decir lo que no quieres y a callarte lo que anhelas decir, el urdidor de equívocos, de esperanzas, de angustias, de culpas, de las más fantásticas sugerencias e hipótesis, (…) el histrión desvergonzado al que no le importa hacer público lo inconfesable sin miedo ni rubor, el mago que convierte lo claro en turbio y lo inescrutable en evidente, el que con más secreta elocuencia nos define, porque tanto o más que nuestras palabras los demás nos conocen e intuyen por nuestros silencios”.

Es el estilo que le permite penetrar en el interior del protagonista, para descubrirnos su miseria moral, su capacidad de odio y venganza, cuando su proyecto de regeneración fracasa; pero también su aversión al tedio, que da lugar a nuevos proyectos de vida: “Era el tedio, el monstruo del tedio, que venía con su cara de ceniza y su lento desfilar al ritmo del tambor, y su lúgubre cortejo de fantasmas, a clausurar oficialmente mi vida con el sello mortal de la monotonía. No hay trabajo más agotador e insufrible que la rutina frustrante de las horas, los días, los meses, todos iguales a sí mismos, el mismo trayecto diario, las mismas calles, la misma plaza…”

Y siempre haciendo gala de un sentido del humor inteligente e irónico, como cuando el brigada Ferrer le habla de la autoridad de los peluqueros sobre los pelucandos, que “es comparable acaso a la del médico con sus pacientes o a la del sacerdote con sus feligreses. Al peluquero le cuentan lo que a nadie se atreverían a contar, secretos sobre su trabajo, sobre su matrimonio… Y es que, de algún modo el cabello es la extensión del pensamiento y hasta de la conciencia”. O cuando su amante, la coronela, le da a entender a Huguito, el mecanismo para saber si su marido, el coronel, está en el cuartel: “Y ella desde el sueño dijo algo de un banderín y una corneta, y señaló a una ventana, y yo comprendí enseguida, porque desde la ventana se veía un banderín que, en efecto, permanecía arriado cuando el coronel estaba fuera del campamento, y al llegar se izaba, al tiempo que se daba un toque de corneta…”.

Merece la pena soñar con un futuro mejor, con un trabajo que colme nuestros deseos y nos asegure una vida digna, tal como hace el protagonista de esta novela, frente a la resignación de otros personajes, como el viejo peluquero Baltasar; pero siendo consciente de nuestras limitaciones, porque en la vida, como sugiere el título, todo es negociable, empezando por uno mismo.

El sermón del bufón


El pasado jueves vimos, en el Teatro Talia de Valencia, «El sermón del bufón», obra escrita, dirigida e interpretada por Albert Boadella, en la que, con sentido del humor y originalidad, desdobla su personalidad entre El Niño Albert y el viejo Boadella.

Durante la misma, hace un repaso de su vida como comediante, especialmente su experiencia con el grupo Els Joglars, entremezclándolo con reflexiones personales y controvertidas sobre la transgresión, la política, la modernidad, el nacionalismo, etc.

En la hora y cuarenta y cinco minutos que duró la representación, disfrutamos con su ácido sentido del humor; con sus dotes de actor -muy conseguidas las parodias de Jordi Pujol y el rey Juan Carlos-; y con la proyección de fragmentos importantes de sus obras -«Teledeum», «La Torna», «Ubu President», «La increíble historia del Dr. Floid & Mr. pla», Daalí, etc.-, que nos hicieron recordar un pasado ya lejano.

Pero, al mismo tiempo, nos sorprendieron sus opiniones radicales y despectivas sobre el arte moderno -particularmente desafortunada su descalificación del Museo Reina Sofía y el Guernica de Picasso-; sobre movimientos, como el feminismo y el ecologismo, que están contribuyendo a un mundo más igualitario y respetuoso con el medio ambiente; sobre las óperas de Wagner, un personaje polémico, pero un músico sin duda brillante; etc.

Son impresiones contrapuestas, lecturas quizá contradictorias, que se pueden hacer de un montaje original, ágil y divertido, como el propio Albert Boadellla.

Las madres presas


Si el teatro está hecho para ser representado ante un auditorio, por actores que fingen unos diálogos, lo que vimos ayer domingo, 26 de marzo, en la Sala Ultramar de Valencia, no es teatro sino un fragmento de vida, tal fue la convicción y autenticidad de Pilar Martínez, única actriz, al contar, desde la memoria de una de las hijas, la historia de dos madres represaliadas por el franquismo.

La palabra y el gesto le valieron para introducirnos en esta historia real, donde se mezclan la ternura y el miedo; la risa y el hambre; la ingenuidad infantil y la dureza de la dictadura.

Pilar Martínez iba y venía del presente al pasado y viceversa, con extraordinaria naturalidad. Le bastaba un simple gesto o un cambio en el tono de la voz, para salir de un personaje y entrar en otro.

Durante los cincuenta minutos que duró la representación, nos tuvo inmovilizados en nuestros asientos; atrapados en una historia terrible de sufrimiento, pero también con momentos divertidos, como cuando Aurora, una de las madres presas, hace creer a sus hijos y a los de su amiga Josefa, que estan saciados de comida, aunque en realidad se encuentran muertos de hambre.

La sobria escenografía (una mesa con una silla, a la izquierda del escenario; una maleta abierta, con ropa saliéndose de su interior, en el centro; y un sillón infantil, a la derecha) contribuyó a que nuestras miradas se concentraran en la interpretación, realzada, además, por unos acertados cambios de luces. Y las proyecciones de la fotografía en blanco y negro de la familia de las mujeres, y del texto del romance de la guardia civil de García Lorca, unidas a las canciones populares, alguna de ellas interpretada por la propia Pilar Martínez, fue suficiente para situarnos en la época de la dictadura.

Es digno de admirar que salas alternativas, como Ultramar, con un aforo para ochenta personas, ofrezcan espectáculos de esta calidad.

Nuestra más sincera felicitación.

Ficha Técnica:

Dirección, dramaturgia e interpretación: Pilar Martínez.
Texto original: Mauela Ortega.
Escenografía y attrezzo: Paca Mayordomo.
Diseño audiovisual: Abel Martínez.
Video: Luis Maiques.
Luces: Florín Baldilici.

Actualidad de «Utopía»

 

Utopía surge, en parte, por el descubrimiento de América, con los relatos de una cultura y una forma de organizarse social y políticamente diferente a lo que existía en la Europa Medieval. Es probable que este hecho estimulara a Tomás Moro a imaginar un mundo ideal, caracterizado por la justicia, la libertad y la solidaridad, en consonancia con el nuevo espíritu renacentista, y donde primara el interés común por encima del individuo.

A mí, personalmente, la lectura de este libro, publicado por primera vez en 1516, me ha suscitado un doble sentimiento de admiración y asombro.

Por un lado, me admira la solidaridad de Tomás Moro hacia los más necesitados, impensable en una época, donde los reyes estaban obsesionados con ampliar su poder, manteniendo ejércitos permanentes que arruinaban al pueblo, y los nobles explotaban miserablemente a los campesinos, con el fin de obtener el máximo beneficio de sus tierras.

Como ejemplo de esta solidaridad, su crítica a la pena de muerte para el ladrón, acompañada de un certero análisis de las causas del delito: “Es desproporcionadamente cruel como castigo de los robos e ineficaz como remedio. Un robo no es un crimen merecedor de la pena capital. Ni hay castigo tan horrible que prive de robar a quien tiene que comer y vestirse y no halla otro remedio de conseguir su sustento. No parece sino que en esto, tanto Inglaterra como otros países, imitáis a los malos pedagogos: prefieren azotar a educar. Se promulgan penas terribles y horrendos suplicios contra los ladrones, cuando en realidad lo que habría que hacer es arbitrar medios de vida. ¿No sería mejor que nadie se viera en la necesidad de robar para no tener que sufrir después por ello la pena capital?”

Y por otro lado, me asombra su capacidad para anticiparse al futuro, pues este tipo de sociedad ideal se intentaría llevar a la práctica, cuatro siglos después, en los llamados regímenes comunistas. Desgraciadamente, los resultados no fueron los que habría deseado el pensador inglés, ya que la burocracia centralizada y sobre todo la falta de libertad frustraron estas experiencias, que acabaron derivando en regímenes totalitarios. Por eso, aparecen en la literatura obras críticas con éstos, como Rebelión en la granja de Orwell, una fábula mordaz, donde un grupo de animales expulsa a los humanos de su granja, la cual acaba convirtiéndose en una tiranía brutal.

Utopía está dividido en dos partes: una primera, donde diferentes personajes -entre los que destaca el propio Tomás Moro y, en especial, Rafael Hitlodeo, supuesto compañero de Américo Vespucio, en los dos viajes que realizó éste para explorar el nuevo mundo- dialogan críticamente sobre las sociedades europeas de la época; y una segunda en la que éste personaje, Rafael Hitlodeo, expone a los demás contertulios las características de la isla de Utopía, una lugar ideal para vivir.

Es muy interesante la reflexión sobre el papel de los intelectuales en la política. Hay dos posturas: la de Rafael Hitlodeo, partidario de la libertad e independencia de éstos, con respecto al poder político, para poder llevar una vida más tranquila; y la de Tomás Moro, que defiende la función del intelectual como consejero de los príncipes y reyes, con el fin de ser más útil a la sociedad.

En la isla de Utopía lo más importante es la felicidad de los ciudadanos, que consiste en vivir según la ley natural, ajustándose a la razón, ayudándose los unos a los otros y disfrutando de los placeres, pero con mesura. Como el bien colectivo está por encima de los intereses particulares, todas las cosas son comunes, lo cual es incompatible con la existencia de la propiedad privada.

Llama la atención, por su actualidad, la tolerancia y el respeto a las personas, incluida la mujer, como lo demuestra: la aceptación del divorcio, en determinadas circunstancias; la defensa de la libertad religiosa; la aprobación del suicidio y la eutanasia, cuando la enfermedad es incurable; etc. También, la eficacia y sencillez del sistema judicial, con pocas leyes y con penas proporcionales a los delitos cometidos, que además, pueden ser redimidas. E igualmente, la jornada laboral de 6 horas, suficientes para obtener las cosas necesarias para la vida, aunque hay que tender a su reducción para cultivar las facultades superiores.

Hoy día se tiene la certeza, como consecuencia del desarrollo tecnológico, de que en un futuro próximo no va a haber trabajo para todos y de que habrá que redefinir nuestro tiempo libre. Por eso, resulta muy ilustrativa y reconfortante la lectura de Utopía, un libro, que describe el tipo de sociedad que se avecina, donde se trabaje lo indispensable; estén garantizadas la sanidad y la educación, como servicios públicos; y se fije una renta básica para cada persona, que le permita afrontar las necesidades de cada día y vivir con dignidad: “que se prescriba una cantidad fija de dinero por ciudadano”, escribe Tomás Moro.

Hablaremos de Utopía, en el club de lectura del IES Gran Capitán, el próximo 5 de abril, miércoles, a las 17:30, en la Biblioteca.

Patria

La voz de la conciencia de Bittori que le habla, que le reprocha su comportamiento: ”¿Qué? Estás cayendo en el rencor y ya te he dicho muchas veces que…” Y esta la interrumpe mandándola callar: “Vale, déjame en paz”. Así se desarrolla esta magnífica novela de Fernando Aramburu, en la que la mujer de un asesinado por ETA sólo encuentra humanidad en los objetos, no en los vecinos del pueblo, que para acentuar su dolor se vuelven contra ella.

Bittori habla sola, como también lo hace la que fue su amiga, Miren, madre de Joxe Mari, un etarra condenado en la prisión del Puerto de Santa María: “Hasta allí abajo nos hacen ir. Cabrones.”

Vamos conociendo sus vidas y la de sus familias respectivas, a través de hábiles saltos atrás, que se producen de forma casi imperceptible, a partir, por ejemplo, del color de la sangre que le extrae Xabier a su madre: “Rojo. Xabier, tienes que ir a tu casa, a tu padre le ha pasado algo malo. Y esas palabras, le ha pasado algo, se quedaron resonando dentro de él… No le dieron más detalles ni él se atrevió a preguntar; pero ya se daba cuenta por la cara de la compañera que le comunicó la noticia…”

Y volvemos al presente también de modo casi imperceptible, para retornar, de nuevo al pasado, a las pocas páginas, y conocer así la reacción de su hermana Nerea, que justifica así su ausencia en el entierro de su padre: “No quiero ver al aita muerto. No lo resistiría. No quiero que me saquen en los periódicos. No quiero aguantar las miradas de la gente del pueblo. Ya sabes cómo nos odian…”

Siguiendo este juego temporal, del presente al pasado y viceversa, conocemos la historia completa de la víctima: desde las cartas de ETA pidiendo el impuesto revolucionario al Txato, pasando por las primeras pintadas amenazándolo, hasta el aislamiento absoluto de él y su familia, porque en el pueblo -un microcosmos, donde afloran los instintos más primarios de pertenencia y se siguen masivamente las consignas, para no levantar sospechas- les niegan el saludo. Da igual que sea tan vasco, como el que más, porque ha sido señalado por ETA y algo habrá hecho: “Y mucho cuidadito con juntarte con él –le dice Miren a su marido, Joxian-. Lo mejor es que se marchen. Con todo el dinero que tienen, ¿qué les cuesta comprar una casa por ahí abajo? ¡Son ganas de provocar!”.

Y también, así, se nos va revelando la vida de Joxe Mari, primero, cuando salía a quemar autobuses urbanos para luchar por una Euskal Herria libre, o participaba en homenajes a presos de ETA, salidos de la cárcel, o lanzaba cócteles molotov contra un cipayo; después, ya como miembro de la organización terrorista, cuando disparaba a bocajarro a un guardia civil, como quien practica un deporte; y finalmente cuando es detenido, sometido a torturas y condenado a muchos años de prisión.

En estos momentos, cuando le asalta la pena, susurra “El pájaro es pájaro” de Mikel Laboa, para tranquilizarse, porque la última imagen del mundo libre para Joxe Mari fue precisamente el CD, que contenía esta canción:

“Si le hubiera cortado las alas
habría sido mío,
no habría escapado.
Si le hubiera cortado las alas
habría sido mío,
no habría escapado.

Pero así,
habría dejado de ser pájaro.
Per así,
habría dejado de ser pájaro.
Y yo…
Yo amaba al pájaro.
Y yo…
Yo amaba al pájaro.”

Además, todo se cuenta desde la perspectiva de cada uno de los miembros de ambas familias, de tal modo que, cuando conocemos el asesinato del Txato, por ejemplo, a través de su hijo Xabier, ya sabemos el punto de vista de su hermana Nerea y el de su madre, Bittori, sobre este mismo hecho, con lo cual nuestra percepción de la realidad es más completa y objetiva.

Resulta admirable este intento de abarcar globalmente lo que sucedió  en el País Vasco, durante los años de ETA, unido a la autenticidad de los personajes, que quedan lejos del maniqueísmo, porque cada uno de ellos, tanto víctimas como verdugos, se nos presentan con sus valores humanos, pero también con sus defectos y contradicciones.

Fernando Aramburu pone al descubierto el problema de la identidad de un pueblo, cuando esta es una sola y excluyente, sobre todo en espacios pequeños, donde la presión social está por encima de las personas y se refleja incluso en la vida íntima de estas:

“-Y la gente del pueblo, ¿qué dirá? Hostia bendita, antes que oírles, prefiero estar aquí.

Joxe Mari despotricaba, los puños dispuestos, las palabras mordidas, contra su hermano que:

-Desde pequeño ha sido rarito de cojones. Ahora nos convierte a ti en la madre del maricón, y a mí en el hermano del maricón, y tira nuestros apellidos por los suelos.”

Una novela, Patria, que, como se afirma en el prólogo, “nos habla de la imposibilidad de olvidar y de la necesidad de perdón en una comunidad rota por el fanatismo político”, y que va a interesar no sólo a los que deseen conocer los “años de plomo” en el País Vasco, sino sobre todo a los aficionados a la buena literatura, porque es de los libros que te atrapan desde el principio y no se pueden dejar de leer.