Tentación sin satisfacción

En pocas novelas, el tiempo tiene el protagonismo, que adquiere poco a poco en esta de Dino Buzzati, El desierto de los tártaros, publicada por primera vez en 1940 y traducida después a múltiples lenguas.

El teniente Giovanni Drogo es destinado a la Fortaleza Bastiani, situada en la frontera con los tártaros, cuya llegada es una esperanza para los que se encuentran en su interior, aunque nunca se perciba como algo probable: “su fortuna, la aventura, la hora milagrosa que al menos una vez toca a cada uno. Por esa posibilidad vaga, que parecía volverse cada vez más incierta con el tiempo, hombres hechos y derechos consumían allá arriba la mejor parte de su vida. (…) Unos al lado de otros vivían con idéntica esperanza, sin decir nunca una palabra de ella, porque no se daban cuenta o simplemente porque eran soldados, con el celoso pudor de la propia alma”.

Pronto será también la esperanza de Giovanni, especialmente ligada al tiempo, que de niño parece infinito; durante la juventud transcurre también con una cierta lentitud, sin que notemos su marcha; pero llega un día en el que “el sol ya no parece inmóvil sino que se desplaza rápidamente, ¡ay!, casi no da tiempo a mirarlo y ya se precipita hacia el limite del horizonte”, justo por donde se espera la llegada de los tártaros que de sentido a sus vidas.

Pero el tiempo es cíclico y la historia de Giovanni Drogo se repite: del mismo modo que él se encontró al capitán Ortiz, la primera vez que vino destinado a la fortaleza, con la ilusión de quedarse sólo unos meses, el joven teniente Moro se encuentra ahora, en el mismo punto del valle y con sus mismas ganas de hablar, al propio Giovanni Drogo, ascendido a capitán. Como los centinelas repiten siempre los mismos pasos desde un punto a otro punto del camino de ronda; o como el caldo de la tropa es un día idéntico a otro día.

A medida que se avanza en la lectura de esta novela, el tiempo se va comprimiendo, pues los meses y los años que pasa el protagonista en la Fortaleza Bastiani se desarrollan cada vez en menos capítulos. El interés para el lector crece, aunque al mismo también produce un cierto rechazo la existencia de personas para quienes la gran suerte en la vida sea participar en una guerra.

Giovanni tiene la angustia de que los tártaros jamás se moverán y con ello la posibilidad de gloria se desvanece. Como en el mito de Sísifo, condenado a empujar cuesta arriba por una montaña una piedra que, antes de llegar a la cima, vuelve a rodar hacia abajo, repitiéndose una y otra vez el doloroso proceso. El mito del trabajo inútil; pero del que podrá escapar, si tiene lugar el milagro, que dé sentido a su trabajo de militar y a su propia vida.

Así, hasta que se produce la fatal coincidencia: la enfermedad de Giovanni y la llegada de los tártaros; su decadencia física y el fin de sus sueños de gloria. El único clavo al que agarrarse es aceptar la muerte como un soldado; cruzar con pie firme el límite de la sombra, sonriendo incluso si lo consigue, porque esta sería la batalla definitiva que podía compensar toda una vida.

Novela existencial, El desierto de los tártaros, que nos pone frente a los deseos que dan sentido a la existencia del hombre; pero también frente al dolor que ocasiona su incumplimiento, y cómo a veces dejamos escapar los años, a la espera de algo que supuestamente nos debería cambiar la vida. Tentación sin satisfacción, como en el mito de Tántalo, o como en el poema de Kafafis, «Esperando a los bárbaros», que sin duda leyó Dino Buzzati, y que concluye con estos versos, después de que los romanos esperaran en vano su llegada:

«¿Y qué va a a ser de nosotros ahora sin bárbaros?

Esta gente, al fin y al cabo, era una solución.»

La España vacía

La España vacía está formada por las dos Castillas, Extremadura, Aragón y la Rioja y tiene una extensión de 268.083 kilómetros cuadrados, sin costa, el 53 % del territorio; pero en ella vive tan solo el 15’8 % de la población. Esto supone un desequilibrio, que no ha sido corregido ni por el progreso ni por la riqueza, y que convierte a nuestro país en una “rara avis” dentro de Europa.

De esta certeza se parte en un ensayo, en el que Sergio del Molino, nos propone “un viaje a través del tiempo y del espacio de un país insólito que está dentro de otro país”. Un viaje, donde no sólo expresa su visión personal y directa de estas tierras sino también la que nos han dejado sobre ella otros autores en la literatura, el arte y el cine.

España ha sido un país fundamentalmente rural hasta bien entrado el siglo XX. La urbanización del mismo, con ciudades que duplicaron y triplicaron su población y su tamaño, se produjo en apenas veinte años, entre 1950 y 1970, cuando tuvo lugar un éxodo masivo de personas, huyendo de la miserable vida en los pueblos, que terminó por vaciar estos. Es lo que el autor denomina el Gran Trauma y que refleja críticamente la película “Surcos”, estrenada en 1951, en plena dictadura franquista.

Pero los emigrantes se llevaron el recuerdo de la España vacía a las ciudades; porque “existir en la memoria es una de las formas más poderosas de existencia que conocen los humanos”. Y algunos de sus hijos, convertidos en artistas, han vuelto a los orígenes familiares, en busca de una inspiración que rompa con el mundo homogéneo y plano de las ciudades. Son los “viejóvenes”, entre los que se incluye el propio Sergio del Molino, quien, por una parte, manifiesta su asombro ante el hecho de que esta parte de España siga vaciándose, con la desaparición en pocas décadas de sus miles de pueblos; y por otro lado tiene la certeza de que su recuerdo permanecerá: “Mirar en los rincones de la España vacía de los que procedemos es mirar dentro de nosotros mismos. Nuestros paseos, como los de Machado, son ensimismados. Es mediante el solipsismo como recreamos el mundo perdido de nuestros abuelos y bisabuelos. Tras un proceso que está a medio camino entre la meditación y el espiritismo, creemos recuperar un pasado que nos pertenece y que está contenido en las palabras viejas”.

Para corroborarlo, cita dos novelas, de las que hemos hablado en el club de lectura del IES Gran Capitán: “La lluvia amarilla” de Julio Llamazares, que cuenta los últimos años de vida del último vecino del pueblo de Ainielle, que representa a todos los pueblos de la España vacía; e “Itemperie” de Jesús Carrasco, donde encontramos a un niño que huye de casa y se enfrenta a la soledad del mundo perdido de esta parte de nuestro país. El autor, además, narra la historia mediante un lenguaje vernáculo, que evoca con eficacia este mundo: “Reparó en una construcción en la que no se había fijado antes: un chamizo piramidal levantado con ramas cortadas a los árboles del fondo. De sus paredes colgaban cinchas, cuerdas, cadenas, una lechera de hierro y una sartén ennegrecida (…) Entre la casucha y la chopera había un cercado de albardín trenzado, sostenido por cuatro palos en el suelo.” En estas palabras, que los “viejóvenes” escucharon a sus abuelos, está presente la España vacía. Así que la literatura ha acabado impregnando la educación y la sensibilidad de varias generaciones de españoles.

En su reflexión, Sergio del Molino recuerda algunos intentos por redimir a esta España, que se realizaron durante el periodo republicano, es decir, con anterioridad al Gran Trauma. Uno de ellos es el de las Misiones Pedagógicas, formadas por intelectuales y artistas, que llevaron la cultura (poesía, teatro, música, pintura y cine) a los pueblos más recónditos; y otro la creación de bibliotecas, con libros para niños, jóvenes y adultos, que eran llevadas por los propios vecinos. Desgraciadamente, cuando ambos proyectos de transformación social empezaban a afianzarse, estalló la guerra civil y la dictadura franquista los liquidó.

Con el restablecimiento de la democracia en 1977, aparentemente, se compensó la irrelevancia económica de la España vacía con una sobredimensión política, mediante una ley electoral, que asigna los escaños por provincias y que beneficia claramente a las zonas rurales, más conservadoras. Sin embargo, la verdadera intención era “garantizar mayorías parlamentarias estables”, pues esta ley electoral ha propiciado un sistema “turnista” entre el PSOE y el PP, los cuales han obtenido mayorías amplias en el congreso, con menos del 40 % de los votos, y por tanto por encima de lo que les correspondería en un sistema proporcional. Todo ello, sin que haya repercutido en mejoras para estos pueblos, y en detrimento de los partidos minoritarios, particularmente el PCE, cuya representación parlamentaria nunca se ha correspondido con el porcentaje de votos recibidos.

En medio de la reflexión, surgen momentos líricos que revelan la condición de novelista de Sergio del Molino, como éste en el que el propio escritor se lanza al río Ladrillar, que separa Castilla de Extremadura por la región de Las Hurdes, para refrescarse: “Hago el muerto, floto con las orejas dentro del agua. Mis oídos oyen el río y mis ojos ven los pinos de la orilla, el puente y un cielo con nubes algodonosas. No se puede estar mejor. No hay sitio más bello. No hay baño más fresco que éste. Oigo un ciclomotor. Me vuelvo. El labriego se ha montado en él, sin secarse y sin ponerse la camiseta, y huye ladera arriba. Ha dejado en el río todo su calor y toda su angustia y ahora se marcha ligero. Yo también me siento leve. Es verano.”.

Hoy día, el pasado literario o artístico se ha convertido en la mayor promesa de futuro en muchas zonas de la España vacía: los turistas van a La Mancha para seguir los pasos de don Quijote; o visitan pueblos, como La Puebla de Sanabria, Almagro o Albarracín por su pasado medieval.

Este libro de Sergio del Molino, publicado en 2016, es, como ha escrito Muñoz Molina, “un ensayo en movimiento”, que no sólo nos ofrece su propio testimonio de viajero, que ha pateado los pueblos deshabitados de esta amplia zona de nuestro país, sino también las impresiones de otros viajeros, las cuales no se limita a presentar objetivamente. Al contrario, las juzga y las contrasta con las suyas. Es un ensayo en movimiento, también, porque su estructura no sigue un orden cronológico sino que el autor se deja llevar, en su exposición, por esa combinación a la que nos referimos, sin que eso suponga un obstáculo para la lectura. Y es un ensayo necesario, porque cada vez que nos adentramos en esa enorme extensión de la España vacía, donde los pueblos distan mucho unos de otros, se experimenta una sensación de extrañeza, sobre todo para los que vivimos en las ciudades, y al mismo tiempo de pertenencia, porque muchos, o hemos nacido o hemos vivido en uno de esos pueblos casi deshabitados, donde los vecinos, en apariencia huraños, a causa de la soledad en la que viven, se vuelcan en atenciones con los visitantes y usan un lenguaje con el que nos identificamos y que nos reconcilia con un pasado ya perdido.