RETRATO DE UN HOMBRE INMADURO

“Cuántas veces no habremos sentido la tentación y el placer de no contestar a quienes nos llaman con voces apremiantes y llenas de cariño”. Esta frase, en boca del protagonista, refleja bien lo que el lector se puede encontrar en esta nueva novela de Luis Landero: la vida cotidiana de cualquiera de nosotros, sin engaños ni tapujos.  

El protagonista es un hombre de 65 años, que narra sus vivencias a una mujer, cuya identidad desconocemos. Le habla de la farsa de su matrimonio: “Yo creo que nunca hemos formado una pareja con vínculos sentimentales sino una pequeña empresa de servicios domésticos”. Le cuenta sus frustraciones, porque, en realidad, es un idealista, un romántico que sueña cosas imposibles, como el tendero de su pueblo, cuando imagina para él y su amiga Violeta, siendo ambos niños, un futuro feliz, o el director del hotel, donde trabajó de botones,  que soñaba con devolver al lugar el lustre de antaño, o el viajante de comercio que “tenía vocación de sedentario y la vida lo había condenado a ser nómada”. 

Desfilan, por esta novela, numerosos personajes, la mayoría soñadores y, como sugiere el título, personas inmaduras, que no han alcanzado aún la carga de hipocresía necesaria para vivir o, por el contrario, se han resignado, como Florentino, claudicando de sus sueños y renunciando a mantener viva la llama de la acción. 

Claro que también los hay que nunca han aspirado a nada y todo se les ha negado, o los que se encuentran instalados en el sentido común, como don Obvio: “Id, id vosotros delante en el rucio de la fantasía, que yo os seguiré a mi paso en el pollino de la sensatez”. 

Y en medio de todas estas historias fragmentadas, de vez en cuando, surgen algunas, en verdad grandiosas, como la de Sampedro, que sigue al protagonista por todas partes, sin hablarle, porque, en el fondo, lo admira profundamente, como Dacio Gil sentía admiración hacia Gregorio Olías, al que convierte en el poeta Augusto Faroni, en “Juegos de la edad tardía”. En esos momentos, deseamos que Landero profundice en la historia, que este hombre inmaduro participe en ella y la desarrolle; pero evidentemente su propósito es otro: dejarse llevar por el azar de la memoria, pasando de una historia a otra, de un personaje a otro, casi todos unidos por el afán de llegar a algo, de conseguir sus sueños, porque, como el propio protagonista dice, al final de su relato: “no consigo abarcarme a mí mismo y ver mis años desplegados en panorámica, formando un argumento. Y eso sin contar que siempre me ha gustado más mirar el espectáculo del mundo que tomar parte en él”. 

Quizá, en estas palabras, estén contenidos los logros y las limitaciones de esta novela, pues la indudable capacidad, que demuestra el escritor extremeño, para captar la realidad y reflexionar en torno a ella, para contar, con gran sentido del humor, las pequeñas historias que vio vivir el protagonista, se ve lastrada, en mi opinión, por la ausencia de un argumento que te enganche. O a lo mejor es que con las novelas anteriores, especialmente con “Juegos de la edad tardía” y  “Hoy, Júpiter”, nos tenía demasiado bien acostumbrados.  

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