El apagón tecnológico


Max está tan embebido en el partido de fútbol americano que retransmiten por televisión, la final de la Super Bowl del año 2022, que no se pierde ni la publicidad: “-Max no deja de mirar cuando llegan los anuncios. Se vuelve un consumidor sin intención de comprar nada. Un centenar de anuncios en las próximas tres o cuatro horas”. Mira y escucha, pero con el sonido bajo, de tal forma que, mientras tanto, puede hablar con los demás. Martín, por su parte, está también absorbido por el Manuscrito de 1912 de Eisntein sobre la teoría de la relatividad especial. Ellos dos y la mujer del primero, Diane, esperan la llegada de dos amigos, Jim y Tessa, que vuelan desde París a Nueva York.

Pero de súbito sucede algo: la señal de televisión se pierde, lo cual desconcierta a Max y, probablemente, a toda la gente que está viendo el partido,  al sentirse “abandonada por la ciencia, la tecnología, el sentido común”. Diana intenta llamar a sus hijas con el móvil, pero tampoco éste da señales de vida. Entonces le pregunta a su marido: “¿Esto no será la aceptación que señala la caída de la civilización mundial?”

Mientras tanto, Jim y Tessa, van en una furgoneta con otros pasajeros heridos hacia una clínica, porque el avión ha sufrido un aterrizaje forzoso, en el momento del apagón. Cuando llegan a esta, toman conciencia de lo que ha sucedido, de lo que es un mundo sin tecnología, por la voz de una mujer que les atiende: “-Cuanto más avanzados, más vulnerables. Nuestros sistemas de vigilancia, nuestros dispositivos de reconocimiento facial, la resolución de nuestras imágenes. ¿Cómo sabemos quiénes somos? ¿Qué pasará cuando nos tengamos que marchar? Sin luz, sin calefacción. Irme a casa, al sitio donde vivo, encima de un restaurante que se llama Verdad y Belleza, si no funcionan el metro ni los autobuses, si no hay taxis, si el ascensor del edificio está bloqueado…”

A raíz del apagón tecnológico, la novela, que comienza de forma anodina, poco a poco coge vuelo y los personajes adquieren fuerza. Por ejemplo, Max habla solo, frente a la pantalla vacía, imaginando jugadas y anuncios, ante la estupefacción de su mujer: “Inalámbrico como tú quieres. Relaja e hidrata. Te da el doble por el mismo coste. Reduce el riesgo de enfermedades cardiovasculares”. Incluso se figura que baja al campo de juego con el micrófono invisible en la mano y se dirige a una cámara también imaginaria: “Aquí, en la banda del campo, este equipo rezuma confianza a pesar de la racha de lesiones”.

Martin piensa en alto, interrogándose por lo que ve: “Me miro en el espejo y no sé a quién estoy mirando. La cara que me mira no parece la mía. Pero, bien mirado, ¿por qué iba a serlo? ¿Acaso el espejo es una superficie realmente reflectante? ¿Y acaso es la primera cara que ven también los demás? ¿O bien es algo o alguien que me he inventado? (…) ¿Y qué ve la gente cuando camina por la calle y mira a otra gente? ¿Lo mismo que yo veo?”. 

Diane habla continuamente de un viaje a Roma, sobre los techos pintados, sobre los turistas, sobre la figura de Jesús de Nazaret… Pero, aunque le pregunta a Max, éste no le contesta o lo hace con desgana, porque no hay comunicación entre ellos, sólo monólogos, cada uno en su mundo, como si el apagón hiciera imposible el diálogo.

Surgen reflexiones sobre la situación que están viviendo: “La inteligencia artificial que traiciona a quienes somos y nuestra forma de vivir y pensar”. Si falla la tecnología, queda el mismo vacío que el de la pantalla del televisor

Las historias de Max, Diane y Matin, y la de sus amigos, Jim y Tessa, que se han ido alternando, acaban fundiéndose con la llegada de estos al piso; y en un momento determinado los papeles de cada uno se definen. Es como si, libres de las ataduras de la tecnología, se encontrasen a sí mismos y, sin importarles contradecirse, empezaran a divagar en alto sobre lo que ha ocurrido o sobre la vida, diciendo simplemente lo que se les viene a la cabeza, sin ninguna pretensión de que los demás les escuchen, sólo para tomar conciencia de que están vivos: 

“y luego el aterrizaje forzoso, un ruido gigantesco, como de un cohete, y el impacto que pareció la voz del mismo Dios, perdonadme, y me di en la cabeza con la ventanilla, alguien gritó fuego, había un ala en llamas, y sentí que me entraba sangre en el ojo y estiré el brazo para cogerle la mano a Tessa, la tenía allí, estaba diciéndome algo, y al otro lado del pasillo alguien medio gritaba y medio se asfixiaba…” (Jim)

“Aquí y ahora, en estas horas cruciales, me he abierto paso a golpes y codazos hasta esta calle y este edificio y he encontrado la llave de mi casa y he abierto la puerta de entrada y no hace falta que me lo recuerde a mí mismo, no hace falta ni decirlo, los ascensores no funcionan, así que me he puesto a subir despacio las escaleras, observando cada peldaño mientras subía, piso tras piso…” (Max)

“Mirar fijamente al espacio. Perder la noción del tiempo. Irse a la cama. Levantarse de la cama. Meses y años y décadas de dar clase. Los alumnos tienen tendencia a escuchar. Todos con orígenes distintos. Caras oscuras, claras, intermedias. ¡Qué está pasando en las plazas públicas de Europa, esos sitios en los que he caminado y mirado y escuchado? Me siento muy ingenua (…) Alguien que quería inspirar a sus alumnos (…) La película del fin del mundo. Gente atrapada en una habitación” (Diane)

“LLevo muchos años escribiendo en cuadernillos. Ideas, recuerdos, palabras, un cuaderno tras otro, ya hay muchísimos amontonados en los armarios, en los cajones y en todas partes, y a veces revisito cuadernos antiguos y me asombra leer lo que pensé en un momento dado que valía la pena escribir. Las palabras me devuelven a un tiempo muerto…” (Tessa)

“-Hora de terminar, ¿verdad? Pero no paro de ver el nombre. Einstein. La teoría de la relatividad de Einstein causando disturbios en las calles, ¿o acaso me lo estoy imaginando porque ya es tarde y no he dormido y apenas comido y la gente que hay aquí conmigo no está escuchando lo que digo?…” (Martin)

El silencio, que es lo que queda después del apagón tecnológico, es como el teatro del absurdo, donde los personajes apenas si se comunican y todo se presenta en un mundo vacío, aunque en esta novela no se deba a un gran conflicto bélico mundial; y lo mismo que en este tipo de teatro, Don DeLillo no nos ofrece respuestas, sino que deja a cada lector su propia interpretación.

Es difícil en poco más de cien páginas, mediante un lenguaje sencillo y preciso, dejar un poso tan profundo, hacernos reflexionar sobre un mundo dependiente de la tecnología, hasta el extremo de quedarnos vacíos, confundidos y sin capacidad de respuesta, si nos desaparece esta. 

Al finalizar la novela, Martin, que estaba leyendo el manuscrito de Einstein sobre la relatividad, se refiere nuevamente a este científico, y a los lectores nos vuelve su pronóstico sobre el negro futuro de la humanidad con el que había comenzado: “No sé con qué armas se librará la Tercera Guerra Mundial, pero la Cuarta se librará con palos y piedras”.

El aprendizaje de ejercer la libertad

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Como indica el título, Retrato del artista adolescente (1916), James Joyce cuenta en esta novela su niñez y adolescencia, los momentos más relevantes de las mismas. El nombre ficticio que utiliza, Stephen Dedalus, es el mismo que después protagonizará su famosa novela Ulises. Comienza con una anécdota de su infancia, cuando aún no dominaba el lenguaje y cometía errores de pronunciación, al cantar esta canción de un cuento que le contaba su padre: “Ay, las floles de las losas veldes”, en lugar de “Ay, las flores de las rosas verdes”. 

Pero este recuerdo infantil es un salto atrás, al hogar familiar que añora, porque se encuentra realmente en un colegio interno, donde lo mejor es irse a la cama y dormir: “Sólo las oraciones en la capilla, y, luego, la cama. Sintió escalofríos y bostezó. ¡Qué bien se estaría en la cama cuando las sábanas comenzaran a ponerse calientes! Primero, al meterse, estaban frías. Le dio un escalofrío de pensar lo frías que estaban al principio. Pero luego se ponían calientes y uno se dormía. ¡Qué gusto daba estar cansado!  (…) Sintió un calor reconfortante que se iba deslizando por las sábanas frías, cada vez más caliente, más caliente…” (15)

James Joyce sabe captar perfectamente las sensaciones de frío y calor, de tal forma que también nosotros nos imaginamos en el interior de la cama, entre las sábanas, como experimentamos el mismo estado de confusión y perplejidad, cuando los compañeros del internado le ponen en una encrucijada: 

“-Dinos, Dédalus, ¿besas tú a tu madre por la noche antes de irte a la cama?

Stephen contestó:

-Sí.

Wells se volvió a los otros y dijo:

-Mirad, aquí hay uno que dice que besa a su madre todas las noches antes de irse a la cama.

Los otros chicos pasaron de jugar y se volvieron para mirar, riendo. Stephen se sonrojó ante sus miradas y dijo:

-No, no la beso.

Wells dijo:

-Mirad, aquí hay uno que dice que él no besa a su madre antes de irse a la cama”. (12) 

¿Cuál es la respuesta adecuada para que no se rían de él? Hoy en día se podría calificar de acoso escolar poner a un niño en una situación como esta, donde ninguna de las dos salidas posibles es aceptable.

Stephen se siente diferente a los demás, pues tiende al aislamiento y  experimenta una extraña inquietud vagando de noche por los jardines en busca de Mercedes, la mujer amada: “Él no quería jugar. Lo que él necesitaba era encontrar en el mundo real la imagen irreal que su alma contemplaba constantemente. No sabía dónde encontrarla ni cómo, pero una voz interior le decía que aquella imagen le había de salir al encuentro sin ningún acto positivo por parte suya… Habrían de encontrarse tranquilamente como si ya se conociesen de antemano, como si se hubieran dado cita en una de aquellas puertas de los jardines o en algún otro sitio más secreto” (63). 

Cuando su familia se traslada a Dublín, al contemplar los muelles y el río, Stephen continúa experimentando esa sensación extraña, ese arrebato de locura, y busca algo en su interior, además del amor, como una revelación, porque el mundo real no le dice nada. Lee a escritores subversivos, como Byron, y su principal ocupación es la escritura, aunque sus profesores y compañeros lo acusan de herético. En este sentido, Retrato del artista adolescente es una novela de iniciación y aprendizaje, pues nos cuenta un proceso de búsqueda que le va a llevar a encontrarse a sí mismo y a descubrir su vocación de escritor.

En un momento dado, los ejercicios espirituales, dirigidos por jesuitas, le muestran un posible camino, una posible alternativa vital para un niño con inquietudes como él. Estos ejercicios giran en torno a la idea de la muerte, que aparecerá cuando menos la esperamos, lo cual, primero, le aterroriza y le hace sentirse culpable, y después, le lleva a encontrar la paz interior en la confesión, sobre todo del pecado nefando de haber mantenido relaciones sexuales con una prostituta: “Es usted muy joven, hijo mío, y me va usted a permitir que le ruegue que abandone ese pecado. Es un pecado terrible. Mata el cuerpo y mata el alma. Es la causa de muchos crímenes y desgracias. Abandónelo usted, hijo mío, por el amor de Dios. Es deshonroso e indigno de hombres”.

Durante este periodo de su vida de colegial, nunca duda, siempre obedece e incluso siente la llamada de la vocación religiosa. Pero en realidad todo forma parte del aprendizaje, de “la canción nueva y salvaje de la vida”, que se le aparece en forma de mujer: “La imagen de la muchacha había penetrado en su alma para siempre y ni una palabra había roto el santo silencio de su éxtasis. Los ojos de ella le habían llamado y su alma se había precipitado al llamamiento…” (169). 

Tras la minuciosidad con la que cuenta su experiencia de los ejercicios espirituales, sin ocultar los detalles terribles y escabrosos de las penalidades del infierno, hay una actitud crítica, propia de quien se ha alejado de esas posiciones religiosas radicales. Esta actitud alcanza también al sentimiento nacional irlandés, al que ve como una traba a su libertad: “Cuando el alma de un hombre nace en este país, se encuentra con redes arrojadas para retenerla, para impedirle la huida. Me estás hablando de nacionalidad, de lengua, de religión. Estas son las redes de las que yo he de procurar escaparme”. (202)

Porque Stephen Dedalus quiere sentirse libre, exento de ataduras, sean familiares, religiosas o patrióticas, solamente dispuesto a sentir y amar, y a expresarlo a través de la palabra: 

“¿No estás cansada de ese ardiente afán,

tú, de ángeles caídos seducción?

No me evoques encantos que se van.

El corazón del hombre es un volcán

por tus ojos que dueños suyos son.

¿No estás cansada de ese ardiente afán? 

Más que el fuego tus laudes altos van,

humo en el mar, desde uno a otro rincón.

No me evoques encantos que se van…” (222)

El final no puede ser otro que la partida; pero antes, en la conversación que mantiene con su amigo Cranly, deja clara su postura vital, que es toda una declaración de principios: “No serviré por más tiempo a aquello en lo que no creo, llámese mi hogar, mi patria o mi religión. Y trataré de expresarme de algún modo tanto en vida y arte, tan libremente como me sea posible, usando para mi defensa sólo las armas que me permito usar: silencio, destierro y astucia”.

Retrato del artista adolescente es una novela de iniciación y aprendizaje, como se ha señalado numerosas veces, que muestra las dudas y contradicciones propias de la adolescencia y que nos anuncia una aventura literaria llena de osadía por lo que tiene de ruptura con la tradición anterior.

Doble retorno


Libros de segunda mano: LA FIESTA DEL CHIVO. Mario Vargas LLosa ( ALFAGUARA ) - Foto 1 - 108845991

Hace años que compré esta novela, donde se cuenta el fin de la dictadura del general Trujillo, en la República Dominicana; sin embargo, por unas razones o por otras, ha permanecido sin abrir, en algún estante de mi biblioteca, hasta hace unos días, que me he decidido leerla, impulsado por la reciente versión teatral que se ha hecho de la misma.

Desde las primeras líneas, donde reflexiona sobre lo inadecuado del nombre que le pusieron sus padres, Urania, se genera una inquietud en torno a este personaje, que regresa a Santo Domingo de Puerto Rico, treinta y cinco años después de haberse marchado, a finales de 1961, buscando reencontrarse con un pasado que le produce escalofríos recordar: “¡Urania, Urania! Mira que si, después de todos estos años, descubres que, debajo de tu cabecita voluntariosa, ordenada, impermeable al desaliento, detrás de esa fortaleza que te admiran y envidian, tienes un corazoncito tierno, asustadizo, lacerado, sentimental”. (13) Así, le habla la voz de su conciencia, que se repite a lo largo de la novela, y que marca una distancia con respecto a ella, aunque al mismo tiempo le da más verosimilitud a lo que se cuenta.

Del personaje de Urania se pasa al dictador Trujillo, al que nadie se atreve a protestar por miedo a ser torturado o asesinado por el SIM (Servicio de Inteligencia Militar). La sumisión a su persona llega al extremo de que una emisora, La Voz Dominicana, adelanta su noticiero, para que él, que se levanta a las cuatro de la mañana, pueda escucharlo. Su sola presencia intimida a los demás: “Pero, como tantos oficiales, como tantos dominicanos, frente a Trujillo su valentía y su sentido del honor se eclipsaban, y se apoderaba de él una parálisis de la razón y de los músculos, una docilidad y reverencia serviles” (482). Esto se dice de Pupo Román, Jefe de las Fuerzas Armadas, que jamás permite a nadie faltarle al respeto, excepto al dictador, que le humilla con frecuencia.

Y del dictador, que es conocido con el apodo del Chivo, se pasa a los hombres que participaron en su asesinato, porque son tres las historias que se entrecruzan: el regreso de Urania, para ver a su padre y reconciliarse, de algún modo, con su pasado; los últimos días de Rafael Leónidas Trujillo, ejerciendo el poder absoluto con mano de hierro; y la espera paciente de sus asesinos, cada uno con su motivo particular para vengarse. Pero, a medida que avanzamos en la lectura, aparecen cabos, tendidos hábilmente, que unen las tres historias: “Se rió, de buen humor. Pero, mientras se reía, de súbito volvió el recuerdo de la muchachita asustadiza de la Casa de Caoba, testigo incómodo, acusador, que le estropeó el ánimo. Hubiera sido mejor pegarle un tiro, regalarla a los guardias, que se la rifaran o compartieran. El recuerdo de aquella carita estúpida contemplándolo sufrir, le llegaba al alma” (197).

La narración es fluida, poderosa, y hay un ir y venir continuo de personajes y situaciones, y de saltos en el tiempo, hacia atrás y hacia adelante, lo que da lugar a una estructura fragmentada, donde la acción se desordena deliberadamente. Así, se incrementa el interés del lector, al que se le generan expectativas para cuya materialización hay que esperar, porque Vargas-Llosa sabe demorarse, ralentizar el tiempo, revelando progresivamente detalles, interrumpir la narración, por ejemplo, cuando parece inminente la muerte del dictador y sus asesinos le esperan: “¿Pero, iba a venir? Sentía la tremenda tensión en que la espera había puesto a sus compañeros. Nadie abría la boca; ni se movían. Los oía respirar: Antonio Imbert, aferrado al volante, de manera calmada, con largas chupadas de aire; rápido de modo acezante, Antonio de la Maza, que no desviaba los ojos de la carretera; y a su lado, la acompasada y profunda respiración de Amadito, su cara vuelta también hacia Ciudad Trujillo”( 295).  O cuando Urania da esta respuesta inquietante a la pregunta de por qué rompió relaciones con su padre durante tanto tiempo: “Porque no era tan buen padre, como crees, tía Adelina” (332).

Poco a poco vamos sabiendo más detalles sobre la vida de Urania, después de haberse marchado sorpresivamente de Santo Domingo: su estancia en Adrian, estudiando el Bachillerato con ahínco, aunque lo hacía para no pensar; su periodo en la universidad de Harvard, en Cambridge, donde empezó a disfrutar de nuevo, pues descubrió que la vida merecía ser vivida y que estudiar no era sólo una terapia para olvidar; el rechazo que le inspiran los hombres en quienes despierta deseo. Como también vamos conociendo pormenores sobre la vida de Trujillo y su régimen corrupto,  y sobre los hombres que le mataron: “Ya no recordaba cómo empezó aquello, las primeras dudas, conjeturas, discrepancias, que lo llevaron a preguntarse si en verdad todo iba bien, o si, detrás de esa fachada de un país que bajo la severa pero inspirada conducción de un estadista fuera de lo común progresaba a marchas forzadas, no había un tétrico espectáculo de gentes destruidas, maltratadas y engañadas, la entronización por la propaganda y la violencia de una descomunal mentira”. (225) Así se cuenta cómo poco a poco fue horadándose el trujillismo de Antonio Imbert.

Los personajes son en general psicológicamente complejos en sus reacciones y evoluciones, tanto las víctimas como los verdugos: Urania está traumatizada por un hecho sucedido en su infancia, que ha condicionado toda su vida; Trujillo oculta una profunda debilidad, tras la apariencia de hombre duro e implacable; Johnny Abbes, el Jefe del SIM, que lleva la parte sucia del régimen, tiene un aspecto físico que supone la negación del porte, la marcialidad, la fortaleza y apostura que caracteriza a los militares; Joaquín Balaguer, minusvalorado por todos, actúa con suma prudencia e inteligencia, para asegurarse el poder, después de la muerte del dictador; etc.

A medida que nos aproximamos al término de la novela, las historias no sólo se alternan sino que se cuentan desde diferentes puntos de vista, por ejemplo, el asesinato de Trujillo lo conocemos a través de sus asesinos, pero también desde la perspectiva de éste, con lo que nuestra visión se hace más global. Nos explicamos hechos, que los que estaban implicados en su muerte no se explican, porque les falta información, como la no movilización de las Fuerzas Armadas encabezadas por el general Pupo Román, que se debe a la inseguridad y falta de determinación de éste.

La revelación del misterio que oculta Urania se demora hasta un final sobrecogedor, que explica su vida desdichada y muestra la auténtica naturaleza del dictador Trujillo, pues, tras su barbarie y degradación moral, se encuentra un ser inseguro y acomplejado: “De vez en cuando solloza y sus suspiros levantan su pecho. Unos vellos blanquecinos ralean entre sus tetillas y alrededor de su oscuro ombligo. ¿Se ha olvidado de ella? ¿La amargura y el sufrimiento que se adueñaron de él la han abolido?”.

La Fiesta del Chivo, título que hace referencia al treinta de mayo, celebrado con entusiasmo por el pueblo dominicano, porque fue el día en que murió el dictador, es una novela ambiciosa formalmente, con personajes complejos, muy bien escrita, que muestra sin aderezos la brutalidad y la degradación moral del régimen de Trujillo, y que mantiene la intriga hasta el final.

Como una tragedia griega

Plata quemada (Contemporánea): Amazon.es: Piglia, Ricardo: Libros

La novela cuenta una historia real, ocurrida entre el 27 de septiembre y el 6 de noviembre de 1965. Un grupo de delincuentes, después de perpetrar un robo con asesinato en Buenos Aires, huyen a Uruguay y se refugian en un piso de la capital, donde son rodeados por la policía: “La larga odisea que ya dura cuatro horas en el momento de escribir esta crónica comenzó aproximadamente a las 22 horas de ayer y hacia la medianoche el enorme despliegue policial, donde se utilizaron unos trescientos hombres, estaba completo. Se ocuparon las azoteas y las casas vecinas. Pasada la medianoche los pistoleros salen del departamento al pasillo, desde donde disparan a la calle y hacia las terrazas cercanas buscando un escape. Violento tiroteo al que sigue un período de relativa calma. Los disparos de pistola y de revólver decrecieron en intensidad”.

Pero Plata quemada, reeditada en 1997, comienza con la presentación de dos de los atracadores, a los que llaman los gemelos, porque son amigos inseparables: uno, Dorda, “es pesado, tranquilo, con cara rubicunda y sonrisa fácil”, mientras que el otro, Brignone, “es flaco, ágil, liviano, tiene el pelo negro y la piel muy pálida como si hubiera pasado en la cárcel más tiempo del que realmente pasó”. Ambos llevan un estigma desde pequeños que les dice: “Vos vas a terminar mal”. El primero de ellos, al que apodan el Gaucho, en efecto, tuvo una infancia violenta y represiva, pues, en el colegio de curas al que le llevó su madre interno, “se meaba en la cama y lo obligaban a sacar el colchón y caminar adelante de todos, que se reían de él mientras cargaba el colchón para llevarlo a secar al sol, y andaba por el patio sin llorar, el Gaucho, hasta que lo mandaban a las duchas y ahí sí con el agua que le cae por la cara puede llorar sin que nadie se dé cuenta. No sea marica, Dorda, no sea puto, se mea encima el manflorón. Y se reían, los otros, y él se les tiraba encima y se revolcaban en la tierra, a los golpes”. Después, pasó dos veces por el reformatorio, donde le trataron su homosexualidad con electrochoques e inyecciones de insulina. Y finalmente estuvo en la cárcel, condenado a pan y agua por un asesinato. Por todo esto, por este pasado difícil, los dos amigos tienen su propia dignidad personal, que les lleva a aguantar hasta el último momento, sin traicionar a nadie ni dar su brazo a torcer. 

La intriga se genera desde el principio, en torno al atraco que están a punto de cometer y, a medida que avanzamos en la lectura, Ricardo Piglia sabe mantenerla, suscitando el interés del lector sobre el cerco al que somete la policía a los delincuentes:  “Por eso siguió lo que siguió, la ceremonia trágica que cualquiera que haya estado ahí esta noche no olvidará jamás. Primero salió un humo blanco, por la ventanita del baño…”. Curiosamente este humo blanco, que anuncia lo que están haciendo en el interior del piso, explica también el significado del título, desencadena la condena de la sociedad y convierte a los atracadores en un grupo de nihilistas, que no le dan valor a nada.

El ritmo de la narración es continuo y dinámico, y lo consigue Piglia mediante procedimientos lingüísticos: los cambios de tiempo verbal, como al inicio de  Plata quemada, donde utiliza el presente para presentar a los protagonistas, como hemos visto,  y cambia al pasado para contar los prolegómenos del atraco; y los cambios también del punto de vista, que le lleva a pasar del narrador omnisciente, que nos cuenta la historia, a fragmentos, a veces muy breves, en primera persona, como este momento, donde se mezcla el  recuerdo del Gaucho Dorda, durante su estancia en la cárcel, con lo que está sucediendo en el interior del piso sitiado por la policía: “Eran terribles los chilenos, lo trataban como a un animal. Ahí no vuelvo. A Sierra Chica no me llevan más. Se asomó por la ventana, con el Nene tirado en el piso, la medallita entre los dedos, el Gaucho, lo sentía muerto en el piso, al único hombre que lo había querido y lo había defendido siempre y lo había tratado como a una persona”. 

Los medios de comunicación convierten el cerco de la policía en un espectáculo mediático, donde se elaboran, con participación del vecindario, todo tipo de teorías y versiones de los hechos, algunas verdaderamente estrambóticas: 

“—Primero pensé que era un incendio —dijo el señor Magariños, con un sobretodo negro sobre su piyama azul—. Después pensé que se había caído un avión encima del edificio.

 —… La loca del cuarto —dijo el señor Acuña—que volvió a intentar suicidarse…

 —Un negro tiene tomado un departamento del primer piso y en el departamento tiene dos rehenes. 

—Los hijos del portero están muertos, pobres chicos, los vi tirados en el pasillo”.

Y el desenlace, como en las tragedias griegas, no puede ser otro que la venganza de una muchedumbre, espoleada por los medios de comunicación y sedienta de sangre: “El deseo de venganza, que acaso sea la primera chispa en el relámpago de la mente humana cuando está lesionada, corría con velocidad eléctrica por entre la muchedumbre”.

El lenguaje, sobre todo, cuando son los personajes quienes hablan, presenta abundantes rasgos propios del español hablado en Argentina, particularmente del lunfardo, así como términos y expresiones características del argot carcelario: “Pero por qué no subís vos, apuráte, a tu hija le están haciendo el culito y vos acá como un gil, la tienen en el baño del telo, un flaco con un gorompo como un brazo, y ella da grititos de gusto y se caga encima cuando empieza a gozar”. Así, con esta zafiedad, le habla al comisario Silva uno de los delincuentes, probablemente con el mismo registro que el utilizado por él con los presos a los que torturaba y a los que rebajaba hasta convertirlos en muñecos sin forma. Tanto unos como otros -dice Ricardo Piglia- “son los únicos que saben hacer de las palabras objetos vivos, agujas que se entierran en la carne y te destruyen el alma como un huevo que se parte en el filo de la sartén”.

No es, por tanto, una novela policial al uso, donde solo interesa la intriga, sino que hay además una crítica social de fondo y una profundización en la psicología de estos personajes, que pasan largos periodos de su vida en la cárcel, la cual se convierte para ellos en una escuela de pensamiento, que acaba enloqueciéndolos: “Aprendés sobre todo a pensar cuando estás en la gayola, un preso es por definición un tipo que se pasa el día pensando. ¿Te acordás, Gaucho? Vivís en la cabeza, te metés ahí, te hacés otra vida, adentro de la sabiola, vas, venís, en la mente, como si tuvieras una pantalla, una tele personal, la metés en el canal tuyo y te proyectás la vida que podrías estar viviendo o ¿no es así, hermanito?, te hacen de goma, te metés para adentro y viajás, con un poco de droga que consigas, chau, estás en otra, te tomás un taxi, bajás en la esquina de la casa de tu vieja, entrás en el bar de Rivadavia y Medrano a mirar por la ventana a los tipos que baldean la vereda, cualquier gansada. Una vez estuve como tres días haciendo una casa, te juro, empecé con los cimientos y la fui haciendo, de memoria, la casa, los pisos, las paredes, las escaleras, el techo, los muebles. Después que la terminás de hacer, le ponés una bomba y la hacés explotar, todo el tiempo pensás que los tipos quieren volverte loco. Que están para eso. Y te vuelven loco, tarde o temprano. Si estás todo el tiempo pensando”.

Esta dimensión marcadamente social acerca Plata quemada a la novela negra, como también la indignidad de los personajes, acostumbrados a los actos más abyectos y depravados desde pequeños: “Me acordaba de minitas de ocho, diez años que había conocido en la escuela y las hacía crecer, las veía desarrollarse, saltar la soga, a la hora de la siesta, les veía los soquetes blancos, las piernas flacas, las tetitas que empiezan a llenarse, y a la semana de estar en ese mambo ya me las estaba moviendo, no las dejaba crecer mucho, me las movía en el terraplén, atrás de la vía hay un yuyal y después unas cañas y un campito y yo les hacía el virgo, las ponía boca arriba y las sostenía en upa, apenas, con las dos manos, del culito, y se la metía, tardaba como una hora y al final las desvirgaba”.  Y la violencia extrema y gratuita que practican: 

“El Gaucho Dorda, semidesnudo, salió al pasillo, le puso el arma en el cuello y, en medio de un tiroteo infernal, lo remató con un balazo en la boca. El jefe de policía y el loco, degenerado, psicótico, criminal reincidente de Dorda (dijo un informante policial) se miraron durante una eternidad y luego el Gaucho Rubio, antes de matarlo, le guiñó el ojo y le sonrió. 

—Moríte, mierda —dijo Dorda y saltó hacia atrás”.

Pero la novela se puede leer también como una tragedia griega, pues al Nene Brignone y al Gaucho Dorda, a pesar de su perversidad y violencia, también se les puede considerar -así lo escribe el propio autor en el epílogo- como héroes que deciden enfrentar lo imposible y resistir, y que eligen la muerte como destino. Además, tienen enfrente, primero, a instituciones, como el colegio de curas, donde se humilla al diferente, o la cárcel, que envilece a los presos, hasta convertirlos en peores personas; y después, a una policía corrupta, que utiliza la tortura de forma sistemática, en lugar de vigilar por el bien común.

Decía Ricardo Piglia en el prólogo de su libro de relatos La invasión, para justificar su reedición, en 2006, treinta y nueve años después de ser publicado por primera vez, que no le parecía a él que un escritor escriba mejor a medida que avanza o que mejore con los años, pues a menudo es más bien al revés. Después de leer Plata quemada, podemos asegurar que esta última apreciación en su caso no se ha cumplido, pues la novela le ha exigido un ejercicio de estilo, una exploración técnica y una profundización en la psicología de los personajes, que nos han permitido disfrutar a los lectores de otras facetas de su creación literaria.

El arte del relato


En el 2006, Ricardo Piglia volvió a publicar su primer libro de relatos, La invasión, editado por primera vez en 1967. Lo hizo, según escribe él mismo en el prólogo, porque no ve demasiadas diferencias con los libros que ha escrito desde entonces. Y añade: “No me parece que un escritor escriba mejor a medida que avanza o que mejore con los años (a menudo es más bien al revés)”. De los diez relatos que comprendía la primera edición, confiesa que ha revisado algunos, suprimiendo lo que consideraba irrelevante, y ha reescrito completamente Tarde de amor. Además, ha añadido cinco: Desagravio, En noviembre, El pianista, El joyero y Un pez en el hielo.

El Chino es el protagonista del primero de ellos, El joyero. Su vida ha sido muy desgraciada, tras su paso por la cárcel, a causa de un  accidente que costó la vida a una mujer. Solamente su hija le da seguridad: “La nena le transmitía una alegría y una intimidad que siempre lo calmaba. Ella lo hacía sentirse un hombre como nunca ninguna mujer lo había hecho sentir. Cuando estaba con Mimi se sentía seguro y actuaba con suavidad, sin perder la calma. Jamás estaba perdido estando con su hija. Con el resto del mundo, en cambio, vacilaba inseguro”.

El segundo, Tarde de amor, resulta inquietante desde el principio, pues Wagner y el maestro Pardo traman hacer algo que desconocemos; pero que tiene que ver con la mujer, que alquila la habitación de al lado para acostarse con otros hombres y a la que observan por el ojo de la cerradura: “La fascinación de los cuerpos desnudos apareció una vez más, como si hubiera metido la cabeza en el paño negro de un fotógrafo”.

Los finales de estos dos relatos nos sorprenden, aunque el desenlace del segundo es mucho más sutil, con ese referencia a la llave de la puerta que separa las dos habitaciones.

La pared es el título del tercero y simboliza el aislamiento y la incomunicación en que se queda el protagonista, que se encuentra en un asilo y se entretenía mirando a la gente que pasaba, antes de que la construyeran: “Poder mirar la calle es una gran cosa. La gente cruza haciendo gestos y se ríe y a veces lo saludan a uno y cada tanto pasan camiones y colectivos y una vez pasó un jockey en un alazán que era un lujo”.

“Las actas del juicio, escrito en 1964, es —si ese parecer tuviera algún sentido—mi mejor cuento. Narra hechos históricos y es una conjetura sobre las razones del asesinato del general Urquiza, el caudillo entrerriano que participó en las guerras civiles, derrotó a Rosas en 1852”. Esto escribe el propio Ricardo Piglia sobre este cuarto relato, que se inicia con el reconocimiento del crimen por parte de sus propios hombres, y cuya causa se deduce de la narración posterior, donde se sugiere que el general era un traidor a los suyos: “pero los recibió como si los necesitara, con todo embanderado, y por la ventana se veía luz y la mesa cubierta de porteños y el General disimulado en el medio, vestido como ellos”.

Sobre el siguiente escribe: “Mata-Hari 55 también es, en un sentido, un relato histórico y se refiere a las acciones clandestinas de los «comandos civiles» que conspiraban contra Perón en las vísperas de la llamada revolución libertadora que lo derrocó en septiembre de 1955”. Y en efecto, si creemos al autor, él se limita a reproducir el contenido de varias cintas donde le informan sobre la mujer, a la que hace referencia el título, y que se acostó con un peronista, supuestamente para obtener información; pero al final de nuevo vuelve a sorprendernos.

El que da título al libro, La invasión, es un prodigio de dosificación y sutilidad narrativas, pues la historia avanza inexorablemente hacia el único final posible, ofreciendo pistas que lo anuncian: se confunden en el fondo de la celda las sombras del morocho y Celaya; hablan en voz baja; fuman del mismo cigarrillo; comen juntos sentados en un rincón; etc.

En el siguiente, Santiago se comporta sorprendentemente de forma desleal con su amigo Miguel, cuando éste lo invita a comer con la familia de su novia: “callate, pibe, -me decía- ¿ qué te pasa? ¿No querés que tu novia se entere de tu vida? Callate, pibe. Callate, pibe,  y no sé qué me pasaba”. Esta deslealtad genera unas consecuencias impredecibles, que, una vez más, sólo se sugieren en un final verdaderamente extraordinario, que te hace volver atrás en la lectura.

La honda y En el terraplén son de los relatos más flojos por la simplicidad de las historias, aunque están bien armados y nos sorprenden en su finalización. El primero trata del engaño de un adulto a un niño y el segundo sobre la ilusión infantil de los Reyes Magos.

En Tierna es la noche –otro de los favoritos de Piglia le dice Luciana a Emilio, su amante ocasional y narrador de esta historia: “Sabés lo que ando buscando? Piedritas. Juguetes que perdí. Por ejemplo que alguien se enamore de mí como antes. Como hace muchísimo tiempo aquellos muchachitos sonsos a los que yo quería como una loca. Eso ando buscando”. Porque se siente sola e insatisfecha, sentimientos que  nos conducen a un desenlace inevitable, sugerido de nuevamente con sutilidad: “tenía la piel cenicienta y desnuda, los ojos como dos llagas en medio de la cara.tenía la piel cenicienta y desnuda, los ojos como dos llagas en medio de la cara”.

En Desagravio, que remite a un hecho trágico en la historia argentina, sucedido en el 16 de junio de 1955 y que costó la vida a cientos de ciudadanos indefensos, se mezclan con maestría la historia personal de Fabrizio y Elisa con el bombardeo de la Plaza de Mayo, cuando están manifestándose los peronistas. Desde el principio, se plantean ambas historias como sendos actos de desagravios, hasta un final verdaderamente antológico.

Apenas sabemos nada del protagonista de En noviembre, donde se vuelven a mezclar la historia personal de éste con un suceso real, el hundimiento del barco griego Narvachos en el Mar del Plata; pero las últimas palabras hacen volar nuestra imaginación: “La tengo en la palma de la mano. Parece de plata, es griega. No sé cuánto vale, tiene una fecha que no puedo descifrar. La miro brillar al sol. Por cuántas manos habrá pasado antes de que el marinero se la guardara en el bolsillo, en Atenas o en Tebas, y luego se hundiera con ella. Una moneda griega. Puede ser que me traiga suerte. No me vendría mal”.

Sucede algo maravilloso en El pianista: el juez que investiga el crimen de dos hombres, en el territorio fronterizo de la selva de Misiones, entre Argentina y Brasil, se enamora de la principal sospechosa, Clide Calveyra, tan solo de verla en una película grabada por uno de los dos asesinados. Todo está contado con la habitual pericia de este autor argentino, avanzando, de forma sutil y progresiva, hacia un desenlace, de nuevo sorprendente.

El inicio del último de los relatos es un ejemplo de cómo Ricardo Piglia sabe enganchar al lector, a partir de una situación aparentemente normal, pero que incluye elementos inquietantes: “Emilio Renzi estaba en la terraza de un bar en la plaza Carlo Felice, frente a la estación de Turín, a la mañana temprano, cuando la vio. No podía ser. Inés estaba ahí, en una mesa cercana, con el tipo de pelo blanco. Con el canalla de pelo blanco que la había traído a Europa. Llevaba el vestido azul que Emilio le había regalado y sonreía, hermosísima, en la claridad del verano”. Pero en la continuación no sucede nada de lo que uno puede esperar: ni un crimen pasional ni una reconciliación. Antes al contrario, la historia deriva hacia los últimos días de Cesare Pavesse, que va a investigar Emilio y con el que inevitablemente se establece un paralelismo.

Predomina un tono confesional -que recuerda a Borges, como lo evoca también el juego con la veracidad de ciertas historias, asegurando que va a transcribir sin cambios una grabación o algo que le han contado o que ha vivido uno de personajes- y que une casi todos estos relatos, de tal forma que los lectores estamos expectantes a lo que se nos cuenta, atraídos, además, por la oralidad del lenguaje, impregnado de rasgos propios del español hablado en Argentina. Esto, unido a la habilidad que demuestra Piglia para armar los relatos, a partir de situaciones aparentemente comunes, generar y mantener la intriga, hasta sorprendernos siempre con finales abiertos, hace que iniciemos la lectura de cada uno de ellos sin pereza, con la certeza de que no nos van a defraudar.

Una historia cercana a nosotros

Un cuadro adquirido por Leo, crítico y profesor de arte, es el detonante de esta historia, llena de vida y sensibilidad. Se titula sorprendentemente “Autorretrato” y en él aparecen tres personas: una joven, Violet Blom, tendida en el suelo de una habitación vacía; una segunda mujer de la que solo se ve el tobillo y el pie calzado con un mocasín; y una sombra que parece corresponder a alguien que está contemplando el cuadro: “Al incluir una sombra en cada uno de sus lienzos, Bill llamaba la atención sobre el espacio que se abre entre el espectador y la obra, que es donde tiene lugar la verdadera acción de toda pintura, pues una pintura se convierte en sí misma en el momento de ser contemplada. Sin embargo, el espacio que ocupa el espectador pertenece igualmente al pintor. El espectador se sitúa en la posición del pintor y contempla un autorretrato, pero lo que él o ella ve no es una imagen del hombre que ha firmado el cuadro en la esquina inferior derecha, sino de otra persona: una mujer.”

La historia la cuenta en primera persona el propio Leo, que entabla con Bill, autor del cuadro, una relación de amistad que se extiende a sus familias, cuando ambos se casan respectivamente con Erica y Lucille y tienen sendos hijos. Después aparecerá en la vida del pintor Violet, que le había servido de modelo anteriormente.

Esto se entremezcla con los recuerdos tristes de la infancia de Leo en Alemania y cómo sus padres y él abandonaron el país a tiempo, antes de que los nazis llegaran al poder y promulgaran las leyes de Nuremberg: “Los judíos ya no eran ciudadanos del Reich y sus posibilidades de abandonar el país disminuyeron. Mi abuela, mi tío, mi tía y sus dos hijas gemelas, Anna y Ruth, nunca llegaron a marcharse. Estábamos viviendo en Nueva York cuando mi padre averiguó que sus familiares habían sido embarcados en un tren con destino a Auschwitz en junio de 1944. Todos ellos fueron exterminados”.

Demuestra una especial maestría Siri Hustvedt para construir los personajes, profundizando poco a poco en su interior, hasta mostrarlos en toda su complejidad. Así, consiguen atraparnos, aunque hay momentos en que la lectura se vuelve algo tediosa, como en la descripción pormenorizada de la exposición sobre la histeria de Bill.

Además de  la amistad entre las dos familias, van apareciendo grandes temas, casi todos relacionados con los sentimientos y las emociones, como: el amor y las dificultades para la entrega total, pues, como dice Erika de su marido “hubo siempre algo en él, algo remoto, que me resultaba inalcanzable, y siempre anhelé eso que me estaba vedado”; la envidia como acompañante inevitable de la fama, por modesta que pueda ser esta; los recuerdos y su relevancia en las distintas etapas de la vida, pues “lo que a los cuarenta años nos parece vital bien puede haber perdido su importancia a los setenta”; el transcurrir del tiempo y cómo el pasado está devorando continuamente al presente; la violencia, a través de un personaje tan extraño, como Teddy Giles, que acaba resultando despreciable, tanto por su conducta personal como por su obra artística; la relación padres-hijos y los fluctuantes cambios en los estados de ánimo de los segundos: “Durante aquella primavera Matt montó en cólera con Erica y conmigo en un par de ocasiones a causa de nimiedades. Cuando estaba realmente de mal humor colgaba de su puerta un cartel de NO MOLESTAR sin el cual tal vez no hubiéramos sido conscientes de las sombrías cavilaciones que tenían lugar en el interior de su dormitorio; pero el cartel certificaba de modo inequívoco su reclusión, y siempre que pasaba junto a él la soledad defensiva de Matt me calaba hasta los huesos como una memoria física de mi propia adolescencia temprana”.

Pero el tema predominante en la novela es el arte, que  desempeña un papel capital no sólo porque el detonante de la historia sea un cuadro sino también porque, a través del arte, a través de las imágenes visuales, particularmente las obras de Bill, vamos conociendo más sobre los personajes de lo que se puede expresar con palabras: “convertía aquello que le eludía en objetos reales que pudieran soportar el peso de sus necesidades, sus dudas y sus deseos: pinturas, cajas, puertas, y todos esos niños que filmó en vídeo. El padre de tantos miles. Tierra y pintura y vino y cigarrillos y esperanza”.

Y ligado al arte, el trabajo intelectual y creativo: Bill trabajando obsesivamente en sus pinturas y esculturas; Violet escuchando las grabaciones de mujeres anoréxicas que después le servirán para escribir sus libros; Leo dando sus clases en la universidad y preparando un ensayo sobre las pinturas negras de Goya; Lucille escribiendo sus poemas; Erika impartiendo clases también en la universidad y estudiando  la represión y la liberación en la obra literaria de Henry James; y el citado Teddy Giles cultivando un arte sórdido, impregnado de violencia.

De vez en cuando surgen chispazos de humor, que agradecemos los lectores para contrapesar la dosis de arte, como cuando el narrador protagonista descubre, al cumplir los 57 años, los repentinos cambios que su cuerpo había experimentado: “Más sorprendentes me resultaron, sin embargo, los blanquecinos repliegues de grasa que se habían aposentado en torno a mi cintura. Yo siempre había sido delgado, y aunque ya había notado una sospechosa tirantez en la cintura cuando me abrochaba los pantalones por las mañanas, tampoco me había inquietado. Lo cierto es que me había perdido la pista a mí mismo. Había seguido yendo por ahí con una imagen propia completamente desfasada.”

Inesperadamente, sobreviene una muerte que altera la vida de estas dos familias. El suceso lo cuenta Leo escuetamente, como si no fuera con él, como si no acabara de creérselo y cada uno de los personajes lo vive de forma diferente, pues unos expresan el dolor, mediante el llanto, mientras que otros lo interiorizan; sin embargo, con el paso del tiempo, también estos acaban pasando el duelo necesario. Surge la tensión en las conversaciones, en los silencios; unos consuelan y otros son consolados.

Más adelante el interés se desplaza hacia el hijo de Bill, Mark, cuyo comportamiento oscuro y enigmático, así como su aparente indiferencia ante los reproches de los adultos acaban incrementando las tensiones familiares y repercutiendo en el estado anímico de todos, especialmente en su padre, porque el chico “encarnaba todo aquello contra lo que Bill había luchado tan larga y denodadamente: el compromiso superficial, la hipocresía y la cobardía”; y además porque en el fondo se siente culpable de esta conducta, cuando se concedió preferencia sobre su hijo, al abandonar a Lucille para irse a vivir con Violet.

Desde una perspectiva emocional, lo que se cuenta en esta novela suena a verdad, hasta el punto de que se podría decir que la vida de cualquiera de nosotros es como la de estos personajes, donde aparece todo lo que amaron, como indica el título, y también todo lo que les hizo sufrir. Por eso, Leo conserva en el cajón de su mesilla de noche objetos que tienen un especial significado para él: “Conservo las cartas como otros tantos objetos, seducido por sus diversas metonimias. Hoy en día, cuando saco todas mis cosas, rara vez separo las cartas de Violet a Bill de la pequeña foto que conservo de los dos, pero siempre mantengo la navaja de Matthew y el trocito de cartón alejados del resto de mis reliquias. Aquellos donuts devorados en secreto y el presente robado se hallan demasiado impregnados de Mark y de mis propios temores”. Y por eso los lectores sentimos su historia tan cercana a nosotros.

Ser una mujer negra en la sociedad actual

Se trata de una novela coral, protagonizada por doce mujeres que abarcan un amplio espectro de edades, clases sociales, sexualidad y cultura. Está escrita en verso libre, sin punto, lo que le da una densidad, continuidad y ritmo más propio de la poesía, que, además, se ve reforzado por el uso continuo de la anáfora: 

“Yazz y Warris han llegado al campus y caminan por el paseo, la lluvia amaina, el cielo se despeja, aparece el arcoíris

dejan atrás el gimnasio de donde entran y salen estudiantes con ropas deportivas

dejan atrás la lavandería, estudiantes en modo zombi mirando las vueltas de las lavadoras y jugando con sus móviles

dejan atrás el centro cultural donde hay una galería y una cafetería que vende café y tartas a precios inefables para los pijos que van al campus solo por parar allí

dejan atrás los bloques del barrio de las residencias con estelas de música y hierba saliendo por las ventanas, hasta llegan a la suya”. 

No parece que haya un orden preestablecido ni en la narración de las historias ni en la sucesión de las voces, aunque hay un nexo común a todas ellas,  que son mujeres negras: Amma, autora de obras de teatro, de ideas feministas y que pasó años al margen del sistema;  Yazz, su hija que estudia en la universidad y se siente muy segura de sí misma; Dominique,  amiga y productora de las obras de teatro, que escribe Amma; Carole, que  logra con su determinación estudiar en la universidad de Oxford y desempeñar un cargo importante en un banco de Londres; Bummi,  su madre, que trabaja de limpiadora, a pesar de que es Licenciada en Matemáticas; La Tisha, amiga de Carole, que es cajera en un supermercado; Shirley, que estudió Historia y ejerce como profesora en su antiguo instituto; Winsome, madre de esta, que vive desahogadamente en Barbados y se siente agradecida a la vida; Penélope, que trabaja en el mismo centro que Shirley y hace valer su voz ante los compañeros, que las discriminan; Megan, transexual, que cambia su nombre por el de Morgan; Hattie, su bisabuela, que vive en la granja Pastos Verdes, la cual quiere dejarle como herencia; y Grace, madre de Hattie, que quedó huérfana a los ocho años y se crió en un hogar para chicas. 

La propia autora ha explicado el proceso de selección de estas mujeres, rompiendo con la perspectiva reduccionista, que predomina en el cine y en la literatura: “Inventé tantos perfiles como pude. Los negros somos prácticamente invisibles en la ficción, pero incluso, cuando lo somos, estamos sometidos a muchos estereotipos, como el de los chicos violentos y las mujeres que se prostituyen”. 

Al leer la novela, tenemos la impresión -y esto lo ha captado muy bien la traductora, Julia Osuna Aguilar- de que Bernardine Evaristo se ha metido en el interior de estos personajes femeninos, que nos hablan a nosotros, como si estuvieran revelándonos una confidencia. Por eso, el lenguaje se va adaptando a las características de cada uno, aunque se aprecia desde el principio un estilo cercano a la oralidad, sencillo y desenfadado, sin aderezos, en sintonía con el carácter libre y un punto anárquico del primero de ellos, Amma, que es un trasunto de la propia autora: “ella quiere que la gente vaya a ver sus obras con curiosidad puesta, le importa un comino la ropa que lleven, además tiene su propio estilo ¡que te den!, que ha evolucionado, cierto es, desde el peto vaquero del cliché, con la boina del Che, el palestino y la chapa perenne de los símbolos femeninos entrelazados (eso sí que era dar la chapa, nena)”. 

Las descripciones son igualmente sencillas, pero con imágenes brillantes y sugestivas: “aquella mujer era una estatua, le relucía la piel, la ropa le flotaba alrededor, tenía rasgos esculturales, labios gruesos, rastas como finos cordeles en caída libre hasta las caderas y salpicadas de amuletos de plata y abalorios de colores”. Así, nos da a entender la fortaleza y sensualidad de Nzinga, una mujer que se había hecho a sí misma, superando una infancia horrible, y con la que Domique mantiene una relación apasionada que deriva en un sentimiento de posesión y agresividad por parte de la primera. 

Y sobre todo Bernardine  Evaristo hace gala de un fino sentido del humor, al describir a los personajes, pues le bastan dos pinceladas para ridiculizarlos o para ponderar su sensibilidad: 

  • “Dominique se disponía a hablarle de su festival super capitalista cuando la ha rescatado una amiga que trabajaba con la compañía en los ochenta, Linda, una escenógrafa que antes tenía hechuras de golfilla callejera y ahora tiene constitución de carcelero de gulag”
  • “ella la ha saludado efusivamente, se ha despedido igual de efusiva y ha dicho poco más entre medias, lo que se llama su “emparedado de hola y adiós” reservado para la gente con la que tienes que ser amable”. Así se refiere a Shirley.
  • “cuando Bummi vio a su hija recoger el título el día de su graduación, le rodaron por la cara unos lagrimones tan gordos que parecían latigazos de lluvia contra una ventanilla de coche sin limpiaparabrisas”.

Pero, con independencia de la raza negra a la que pertenecen los personajes, en Niña, mujer, otras se reivindica la libertad de la mujer, en general, que sufre la discriminación en nuestra sociedad: “un par de amigas le sugirieron -a Amma- que fuera a terapia para que le ayudaran a sentar cabeza (por su promiscuidad sexual), les respondió que ella era prácticamente virgen comparada con las estrellas del rock masculinas que fardaban de conquistarlas por miles y a las que encima admiraban por ello ¿y a esos les ha dicho alguien que vayan a mirárselo, a psicoanalizarse?”. 

En este sentido, la novela es muy actual, como cuando habla del incierto futuro que les espera a las jóvenes universitarias, como Yazz: “tiene a dos de las miembros de su cuadrilla de la uni, las Injodibles, sentadas a los lados, Waris y Courtney, quienes como ella trabajan duro porque están todas empeñadas en sacarse un buen título porque sin eso la llevan clara aunque de todas formas la llevan todas clara, eso lo tienen asumido cuando acaben la facultad será con una deuda de campeonato y una competitividad loca por un puesto de trabajo y los precios indignantes de los alquileres que se ven por ahí suponen que su generación tendrá que volverse a vivir a casa de sus padres ¡para los restos!”. O cuando se refiere a la vida, antes y después de los atentados del 11-S, para personas, como su amiga somalí Waris, que utiliza el hijab como expresión de su identidad musulmana, y a la que miran con una hostilidad “que va a peor cada vez que a un yihadista le da por volar por los aires a gente blanca”. O cuando habla del racismo, a través de personajes como, Carole, que llega a la universidad de Oxford donde nadie le dirige la palabra y la hacen sentirse “aplastada, minúscula, una don nadie”;  Ada Mae, que se pintaba en los dibujos como si fuera una niña blanca; y su hermano Sonny, que no quería que lo vieran con su padre negro, más allá del pueblo. O en fin cuando critica sarcásticamente la excesiva burocracia del Plan de Estudios Nacional, el equivalente a nuestra reforma educativa, que limita la libertad de cátedra del docente: 

“el cuartel general de la Gestapo impuso entonces la programación de aula, otra palabrota que agregar al canon cada vez más amplio de Shirley: ¡plan de estudios nacional! ¡ránquines de posicionamiento! ¡programación de aula! 

todo lo cual dejaba sin espacio para responder a las necesidades fluctuantes de una clase de niños vivitos y coleando, individuos cada uno de ellos 

tampoco podía ya redactar libremente los informes escolares, algo que en realidad siempre le había gustado, felicitar a sus alumnos por sus progresos, hacer saber a los padres que estaba velando por sus hijos 

en lugar de eso tenía que poner cruces siguiendo una lista de afirmaciones genéricas 

ya no podía decir, por ejemplo, que un chico había mejorado su caligrafía, y por tanto su trabajo era más legible y merecía mejores notas porque ella lo había alentado a sentarse recto, concentrarse y escribir más despacio”. 

Las mujeres que protagonizan esta novela -Premio Man Booker, 2019- tienen algo más en común, pues sus vidas, las de la mayoría, han estado llenas de obstáculos, que han tenido que superar, y muchas de ellas han pasado por situaciones dramáticas, como el rechazo social o la violación. Quizá por eso predomina un cierto sentimiento de frustración, que acompaña a cualquier persona, porque las expectativas y los planes de futuro que nos trazamos, con el paso del tiempo, no siempre nos satisfacen del todo o simplemente nos defraudan. Sin embargo, no llegamos a verlas como víctimas, probablemente porque no estaba en la intención de la autora: “No quería crear personajes que fueran víctimas, porque ya ha habido suficientes mujeres negras que eran personajes trágicos”.

Al final, se retoma el estreno de la obra de teatro de Amma, al que se había hecho referencia al principio de la novela, y que le sirve a Bernardine Evaristo para enlazar las historias de estas mujeres, pues la mayoría asisten al mismo; y, además, en el epílogo, se produce un reencuentro inesperado y entrañable, que nos hace reflexionar y volver sobre capítulos anteriores, que habían dejado en el aire algunas interrogantes: 

“que equivocada estaba, a las dos se le saltan las lágrimas y es como si los años estuvieran regresando atrás en el tiempo y borrando sus vidas entre medias

la cuestión no es sentir algo o decir palabras

la cuestión es estar

juntas”.

Recuerdo de una pasión

Cuenta la relación homosexual, entre dos hombres muy diferentes: un joven pintor español discreto y  bien vestido, perteneciente a una familia acomodada, y Michel, un obrero normando entrado en años y de familia humilde. El primero causaba sospechas en el mundo de la noche, pero el segundo infundía respeto y todo se le toleraba, porque era considerado como uno de ellos. Ambos frecuentan Vincennes, un barrio de París, aparentemente tranquilo y acomodado, aunque con zonas de sombra: “bolsas de miseria concentradas en desvanes y patios que un día fueron almacenes, cuadras y talleres, y cuyas dependencias han sido habilitadas como dudosas viviendas en las que se aprietan familias asiáticas o norteafricanas, jubilados en situación de quiebra que se ven en apuros para pagar la calefacción, gente en el filo, tipos a los que las sombras se tragan sin que nadie los eche de menos”. 

La historia la narra uno de los dos personajes, el joven pintor, con extraordinaria crudeza, porque la pasión les arrastra, desde el primer encuentro, y se trata de una relación gozosa y complicada, violenta y tierna, y llena de necesidades y recriminaciones mutuas. Todo es un deambular continuo por la noche, consumiendo alcohol y practicando sexo de modo desenfrenado. Michel ya está hospitalizado en el momento de la narración y el recuerdo del amor se mezcla con la tristeza por ver cómo se deteriora poco a poco su estado físico: “Las manos huesudas en las que destacaban las venas azules, las piernas frágiles como cañas cubiertas por un cuero adobado, nada tienen que ver con el hombre maduro y fuerte al que amé, del que gocé -y al que hice gozar, durante casi un año”.

También vamos conociendo la infancia terrible de éste, durante la guerra, con su madre ejerciendo la prostitución, para mantenerlo a él y a sus hermanos, mientras el padre está en el frente. Y en perfecta simetría, el narrador nos informa igualmente sobre su propia pasado, cuando su madre descubre horrorizada su homosexualidad, al leer las cartas que Bernardo le ha dirigido “Diez años más tarde, agita una hoja de papel. ¿Esto quiere decir lo que dice? En la otra mano lleva media docena de sobres. Eso quiere decir que te dedicas a registrar cajones que no son tuyos, le respondo. Deja caer los sobres al suelo, y su cuerpo sobre una butaca, mientras se lleva las manos al pecho y estalla en sollozos”.

Paris-Austerlitz está construida con un deliberado desorden temporal, pues el presente tedioso y terrible de la enfermedad fatal de Michel se mezcla con el pasado gozoso en que se conocieron, donde vivían el instante del amor: “La alegría de los primeros meses abriéndose paso entre la pegajosa telaraña de los recuerdos que llegan luego. La distancia que suaviza y convierte el pasado en engañoso caramelo”. Y también, como se ha dicho, intercala con sutilidad y acierto narrativo anécdotas personales de uno y de otro, antes de conocerse. 

Así avanza esta novela breve e intensa que no da tregua, porque la tensión está minuciosamente calculada y porque predomina la ambigüedad de sentimientos del narrador, que, por una lado, rechaza al antiguo amante y, por otro, lo echa de menos y no puede soportar “la imagen de su cuerpo entre las piernas de otro”.

El final coincide con el final de la relación, que como todas las rupturas, no es aceptada por ambos de la misma manera, pues siempre hay uno que desea “que el tren vuelva a la estación de partida y las agujas a la salida del andén lo conduzcan a otra estación de destino”. Pero también es el final de Michel, así como la vuelta del joven pintor a Madrid, con lo que se aúnan los tiempos: el pasado de la historia de amor y el presente de las vidas de los antiguos amantes.
A diferencia de  La larga marcha, La caída de Madrid, Los viejos amigos o En la orilla, novelas de carácter social, en las que Rafael Chirbes nos muestra la España de la segunda mitad del siglo XX (la posguerra, la oposición a la dictadura franquista, la transición democrática, el boom inmobiliario y sus excesos, etc.) París-Austerlitz es una novela muy personal, retomada y abandonada durante veinte años, desgarradora por los efectos destructivos del amor.

Nombrarlas para que existan

Tierra de mujeres

“Las casas de nuestros abuelos están llenas de retratos. Nos observan desde el cristal y parece que de un momento a otro podrían arrancarse a hablar. Algunas veces pienso que callan demasiado. Otras, que nos recriminan con la mirada. Me gusta pararme a pensar en cómo se hicieron esas fotografías y por qué, quién eligió la escena, el marco y el lugar idóneos para que pudieran terminar siempre congelados en un instante, contemplándonos desde la pared”. Así empieza este ensayo de María Sánchez, que nos hace pensar de inmediato en nuestra propia vida, porque, como diría León Felipe, “la historia es la misma, la misma siempre que pasa, desde una tierra hasta otra tierra, desde una raza a otra raza, como pasan esas tormentas de estío desde esta a aquella comarca”.

Está escrito con extraordinaria sobriedad, a base de frases cortas y palabras sencillas, pero está impregnado de un lirismo, que deriva de su autenticidad, como cuando confiesa que de niña sus referentes eran los hombres: “Quería ser como ellos. Demostrarles que era tan fuerte y estaba tan dispuesta como ellos. Porque si hay algo que nos queda claro desde pequeños es esto. Que los hombres de sangre y tierra nunca lloran, no tienen miedo, no se equivocan nunca. Siempre saben lo que hay que hacer. Siempre”.

Y es que las mujeres, no sólo en su casa sino en todos los ámbitos de la vida, eran sombras, invisibles y siempre “al servicio del hermano, del padre del marido, de los mismos hijos”, aunque estaban disponibles para todo: “porque preparan a los hijos para ir a la escuela, cocinan, dejan la casa limpia, bajan al huerto y cuidan las gallinas, arreglan a los suyos (a los vivos y a los muertos), no salen de esa lista infinita de tareas domésticas y siguen teniendo tiempo. Tiempo para ellos, claro. Porque después de los cuidados, van al campo a ayudar al marido, al padre o al hermano en las tareas del día a día, sin nisiquiera tener peso en la toma de decisiones o recibir algo a cambio”. 

Por eso, Maria Sánchez se plantea contar la vida de las mujeres de nuestros pueblos, con las que al final acaba identificándose: “Una narrativa que descanse en las huellas. En las huellas de todas esas mujeres que se rompieron las alpargatas pisando y trabajando, a la sombra, sin hacer ruido, y siguen solas, esperando que alguien las reconozca y comience a nombrarlas para asistir”. 

Contribuye a la inmediatez y a la credibilidad de este ensayo, que esté basado en la experiencia personal de la autora; que sea una mujer, que vive en el medio rural, la que reivindica el feminismo, la que denuncia la doble jornada de trabajo; la que habla de la titularidad compartida de la tierra; la que demanda acabar con la discriminación y la invisibilización, en especial, de las trabajadoras temporeras inmigrantes; la que exige que se escuchen sus voces para decir qué sienten, qué quieren, qué les hace falta… Porque la cultura de las mujeres del campo no debe desaparecer: “Somos pastoras, jornaleras, agricultoras, arrieras, aceituneras, ganaderas. Somos la mano que cuida y que ha hecho posible que los lugares que hoy se consideran parques nacionales y naturales de este país lo sean”. De lo contrario, todo ese conocimiento, toda esa cultura, se perderá.

Empieza por recoger y reivindicar palabras que ha escuchado muchas veces a su familia o a la gente que conoce por su oficio de veterinaria, pero a las que no ha prestado atención ni sabe su significado: “fardela”, la talega de los pastores; “galiana”, camino más pequeño de los trashumantes; “empollo”, la primera hierba que nace en otoño tras las primeras lluvias; etc. También menciona elementos de la naturaleza (árboles, pájaros, insectos…) o espacios protegidos o formas de producción, como la ganadería extensiva, que la mayoría de la gente desconoce, sobre todo los niños, y se pregunta cómo proteger y cuidar aquello que se desconoce. Porque se trata -escribe- de que “este libro se convierta en una tierra donde poder asentarnos y encontrar el idioma común. Un tierra donde sentirnos hermanos, donde reconocernos y buscar alternativas y soluciones. Sólo entonces podremos rascar más profundo y hablar de despoblación, agroecología, cultura, ganadería extensiva…”

A continuación, en la segunda parte, se centra en tres mujeres: su tatarabuela Pepa, que llevaba todas las tareas domésticas; su abuela Carmen a la que llamaban la gordita; y su mamá, del mismo nombre. La primera se sentía muy enraizada a la tierra: “Mi tatarabuela conocía muy bien todos sus árboles, aunque ya no pudiera ir a verlos como antes (…) Sabía reconocer perfectamente de qué encina o de qué alcornoque estaban hablando sus hijos. Porque ella seguía allí, con ellos, aunque no los viera ni los tocara. Esa era su genealogía”. La Segunda también nació y creció en el campo: “Desde pequeña, tenía que ir sola todos los días a llevarles la comida a los hombres que trabajaban en el campo, una hora de camino, a pie”. Y la tercera, que fue una perfecta desconocida para su hija durante años y a la que no quería parecerse, por encontrarse siempre a la sombra de su padre, se ha acabado convirtiendo en un resplandor entre la oscuridad: “La historia de mi madre es la misma de tantas mujeres de este país que dedicaron su vida entera a su familia, poniéndose a ellas mismas en última posición. Nunca enfermaban, nunca se quejaban, nunca había un problema (…) Tan solo les tocó vivir en una época machista en la que la mujer quedaba reducida al espacio doméstico, donde se convertía en madre y compañera”.

María Sánchez, con este ensayo, escrito con sentimiento y autenticidad, pretende y consigue servir de altavoz y plataforma a estas tres mujeres de su familia, que representan a otras muchas, para que recuperen su espacio, sin sentir temor ni vergüenza. Pero también reivindica el medio rural, sus costumbres, sus historias, su cultura, y toda la biodiversidad que vive en él, para que no desaparezca.

Homenaje a los libros


Al inicio de este ensayo tan original, hay varias frases, de las que entresaco esta de Antonio Basanta, porque contrarresta el efecto letárgico que me está produciendo el confinamiento prolongado en casa: «Leer es siempre un traslado, un viaje, un irse para encontrarse. Leer, aun siendo un acto comúnmente sedentario, nos vuelve a nuestra condición de nómadas». 

En el prólogo, Irene Vallejo explica cómo empezó a pergeñar El infinito en un junco, a partir de una serie de preguntas: “¿cuándo aparecieron los libros?, ¿cuál es la historia secreta de los esfuerzos por multiplicarlos o alquilarlos?, ¿qué se perdió por el camino, y qué se ha salvado?, ¿por qué algunos de ellos se han convertido en clásicos?, ¿cuántas bajas han causado los dientes del tiempo, las uñas del fuego, el veneno del agua?, ¿qué libros han sido quemados con ira, y qué libros se  han copiado de forma más apasionada?, ¿los mismos?”. 

La primera escala de este viaje por el mundo de los libros es la Biblioteca de Alejandría que, a diferencia de las anteriores, tenía papiros sobre cualquier tema, procedentes de todas las partes del mundo, y que fueron traducidos al griego, que era como ahora el inglés. Además, no se trataba de una Biblioteca privada sino que estaba abierta a todas las personas con deseo de saber. La idea de crearla se atribuye a Alejandro Magno y casa bien con su sueño de poseer el mundo y crear un imperio mestizo; pero en realidad fue su general Ptolomeo el que la materializó.

A esta primera escala le siguen: La Ilíada y la Odisea de Homero, donde encontramos enseñanzas con valiosas dosis de sabiduría antigua, pero también expresiones de ideología opresiva hacia la mujer, que reflejan el papel secundario de esta en la sociedad: “Madre, marcha a tu habitación y cuídate de tu trabajo, el telar y la rueca, y vigila que las esclavas cumplan sus tareas. La palabra debe ser cosa de hombres, de todos, y sobre todo cosa mía, porque yo estoy al mando en este palacio”. 

Ambos poemas épicos se difundieron, en un principio, de forma oral, por un bardo  que domina el arte de las pausas y el suspense, que introduce en su narración nombres y peculiaridades de la zona donde se encuentra, y que la interrumpe en un momento muy calculado para seguir al día siguiente. La literatura, así, se concierte en un arte efímero, porque cada representación es única y diferente. 

Cuando se inventa la escritura -según las teorías más recientes, por una razón práctica: anotar las listas de propiedades por parte de los ricos-, los textos se fijan para siempre. Además, con este invento, “la literatura ganó la libertad de expandirse en todas las direcciones”. Aparecen sucesivamente: el primer escritor con conciencia social, Hesíodo (700 años a. C.), que es crítico con las autoridades que favorecen a los poderosos y rapiñan a los pobres, en Los trabajos y los días; los primeros filósofos, como Heráclito (540-480 a. C.), para el cual todo fluye, nada permanece; el primer historiador, Herodoto (siglo V a. C.), quien, siguiendo el método del periodista, viajó, observó y extrajo conclusiones para escribir las Historias; el primer bibliotecario, Calímaco (siglo III a. C.), que “trazó un atlas de todos los escritores y de todas las obras” que había en la Biblioteca de Alejandría, por orden alfabético; y una de las escasas mujeres que escribieron en la antigüedad, la romana Sulpicia, de la que nos han llegado versos de su pasión por un hombre, que en aquella época fueron claramente transgresores: 

¡Al fin llegaste, Amor!

Llegaste con tal intensidad

que me causa más vergüenza

negarte

que afirmarte.

Cumplió con su palabra Amor,

te acercó a mí.

Conmovido por mis cantos,

te trajo Amor a mi regazo.

Me alegra haber cometido esta falta.

Revelarlo y gritarlo.

No, no quiero confiar mi placer

a la estúpida intimidad de mis notas.

Voy a desafiar la norma,

me asquea fingor por el qué dirán.

Fuimos la una digna del otro,

que se diga eso.

Y la que no tenga su historia

que cuente la mía.

La escritura de Irene Vallejo es sencilla, pero muy cuidada y cuenta la historia de los libros como si se tratara de una ficción. Así, describe la forma de leer en la antigüedad: “En la Antigüedad, cuando los ojos reconocían las letras, la lengua las pronunciaba, el cuerpo seguía el ritmo del texto, y el pie golpeaba el suelo como un metrónomo. La escritura se oía”.

El infinito en un junco, según la propia autora, es un dédalo, un desorden ordenado, pues salta de un género a otro, de la narración a la poesía, de la historia a la autobiografía, de la crónica de viaje al periodismo, etc. Pero, en ningún momento, pierde el rumbo de lo que nos quiere contar. Le interesan sobre todo las personas que han contribuido a la transmisión de los libros: narradores orales, bibliotecarios, escritores, libreros, copistas, esclavos, viajeros, monjes y monjas de los monasterios, etc. Precisamente, este original ensayo empieza y acaba con dos anécdotas muy significativas: la de los caballeros que recorrían las provincias del imperio de Alejandro Magno recogiendo ejemplares para la Biblioteca de Alejandría; y la de las jóvenes amazonas bibliotecarias que recorren los valles aislados de Kentucky, con las alforjas cargadas de libros, para los habitantes de aquel empobrecido territorio del este de los Estados Unidos.

Su originalidad reside en las continuas referencias al presente, que ponen de manifiesto que las ideas se repiten a lo largo de la historia. Por ejemplo, el desafío de organizar la información en la Biblioteca de Alejandría tiene su parangón hoy día en el nombre de “ordenadores”, que se ha puesto a los aparatos informáticos y que alude a la necesidad de ordenar los datos. También, ha permanecido la labor de traducción que se llevó a cabo en la famosa biblioteca y que facilitó el intercambio cultural y el cosmopolitismo, en línea con el sueño de globalización de Alejandro Magno. E igualmente, se han repetido, a lo largo de la historia, las guerras desencadenadas con la finalidad de “capturar prisioneros, poseerlos y traficar con ellos”. O del mismo modo que los romanos ricos se apropiaron de las bibliotecas griegas, grandes magnates norteamericanos, como Peggy Guggenheim, compraron a precio de ganga, durante la segunda guerra mundial, obras de arte de pintores europeos y las llevaron a Estados Unidos. 

Con El infinito en un junco Irene Vallejo nos muestra su ilimitado amor a los libros en sus diferentes formatos: ”a los juncos, a la piel, a los harapos, a los árboles y a la luz hemos confiado la sabiduría”. Y al mismo tiempo, reivindica su capacidad de supervivencia, pues han superado guerras, desastres naturales, tiempos de saqueo, persecuciones, incendios, inundaciones, etc. Porque los libros, que han venido expresando las mejores ideas de la especie humana (“los derechos humanos, la democracia, la confianza en la ciencia, la sanidad universal, la educación obligatoria, el derecho a un juicio justo, y la preocupación social por los débiles”) y también las peores, constituyen un espacio inmenso con los otros y se escriben para unir a lectores de distintas procedencias y de épocas diferentes; y así, como dice Stefan Zweig, “defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido”.