Como el río Guadiana, que tan pronto discurre sobre su cauce, como es engullido por la tierra, para volver de nuevo a la superficie, así, en la vida de Stoner, un sencillo profesor de la Universidad de Missouri, en Estados Unidos, se van alternando momentos de dolor y resistencia a la adversidad, con otros de una cierta felicidad y alegría.
Pocas obras empiezan con la sequedad de esta novela: la indiferencia hacia él por parte de sus colegas y alumnos; la vida dura y estoica de sus padres en la granja de Booneville; la indolencia con la que llevaba a cabo su trabajo; etc.
Esta misma ausencia de adorno la aplica John Williams al estilo sobrio y sencillo con el que escribe la historia y en el que destacan sus descripciones precisas y expresivas: “Su voz era plana y seca y salía a través de unos labios apenas móviles, sin expresión ni entonación, pero sus largos dedos delgados se movían con gracia y persuasión, como si le dieran a las palabras la forma que su voz no podía”. Se refiere a la dificultad de Archer Sloane para expresar con palabras sus conocimientos de literatura inglesa.
Paradójicamente será este profesor el que despierte la curiosidad de Stoner por la literatura y el arte, leyéndole en alto un soneto de Shakespeare; y con ello el estilo también se enriquece, como tratando de reflejar el cambio: “advirtió que sus dedos se estaban soltando de su firme agarre al escritorio. Volteó las manos frente a sus ojos, maravillándose de lo morenas que estaban, de la intrincada manera en que las uñas se adaptaban al romo final de los dedos. Pensó que podía sentir la sangre fluir invisible a través de sus diminutas venas y arterias, pulsando delicada y precariamente desde las yemas de los dedos a través de su cuerpo.” Así, con este pormenor, con estos detalles cargados de sugerencias, se describe el momento de la transformación operada en el joven, completamente abstraído, después de la lectura del poema.
Descubre el amor y con éste la marginación de la mujer, que es educada desde niña con intención represiva, sobre todo en lo concerniente al sexo. La misma boda con Edith resulta tan encorsetada, tan carente de naturalidad, que tenemos la impresión de que no fueran ellos los que se casan: “Con su vestido blanco era como una fría luz descendiendo sobre la habitación. Stoner empezó a caminar involuntariamente hacia ella (…) Edith estaba pálida, pero le dedicó una sonrisa. Al poco estaba junto a él y caminaban juntos. Un extraño con alzacuellos se plantó ante ellos. Era bajo, gordo y tenía un rostro impreciso. Mascullaba algo y miraba hacía un libro blanco que tenía en las manos. (…) Sentía que le estrechaban la mano; la gente le daba palmadas en la espalda y reía, la sala bullía. (…) Había un pastel. Alguien unió sus manos y las de Edith, había un cuchillo, comprendió que se suponía que tenía que guiarle la mano para que ella cortase el pastel.”
Todo contado por un narrador en tercera persona, tras el que se oculta el protagonista. Por eso, nos llega tanto su historia y la sentimos como nuestra; percibimos cómo la infelicidad que preside su vida matrimonial es como una herencia de la que habían padecido sus padres y contra la que no puede hacer nada: “Sus vidas se habían consumido en un trabajo triste, rotas sus voluntades, sus inteligencias embotadas”.
La historia de Stoner se desarrolla a lo largo del siglo XX y está condicionada por los acontecimientos más importantes de este periodo: la primera guerra mundial, que lo pone en contacto con la muerte como una explosión de violencia; la quiebra de la bolsa de Nueva York en 1927, que se ceba en la sociedad estadounidense, provocando una tristeza que le afecta también a él y le lleva a adquirir conciencia social; la tragedia de la segunda gran guerra, que intensifica el drama de la boda precipitada de su hija, la cual se cuenta con una especial fuerza, siempre desde el ángulo de visión de Stoner: “Con una pena que era casi impersonal observó el triste ritual del matrimonio y se conmovió extrañamente ante la belleza pasiva e indiferente del semblante de su hija y la indolente desesperación del rostro del muchacho”.
En el desempeño de su trabajo, que paradójicamente es la única válvula de escape para él, constata el abismo existente entre lo que siente por su asignatura y lo que imparte en clase; un abismo que cualquier docente ha experimentado, especialmente los que trabajamos en enseñanza secundaria, con alumnos frecuentemente ajenos a nuestros intereses e inquietudes. Igualmente, percibe cómo en la universidad el enchufismo y la envidia priman por encima de las cualidades profesionales, lo cual se vuelve contra el propio Stoner y acaba convirtiendo su existencia en una tragedia: “Se empezó a preguntar si su vida merecía la pena, si alguna vez la había merecido. Era una duda, sospechaba que le llegaba a todo el mundo, tarde o temprano. Se preguntaba si a los demás les sobrevenía con la misma fuerza impersonal que le llegaba a él.” Es decir, llega a la conclusión de que todo el conocimiento que había adquirido, todas sus vivencias, no valían nada.
Éste podría haber sido el final de esta novela tan bien contada y trabada, y en la que el interés no decae en ningún momento; pero la tragedia se prolonga, después de un periodo de felicidad pasajero, junto a Katherine Driscoll, joven compañera del departamento de Inglés, con la que aprende, entre otras cosas, que la vida mental y la de los sentidos no son distintas ni contrapuestas, como dice la tradición, sino que ambas se complementan e intensifican: “A veces levantaban los ojos de sus estudios, se sonreían y volvían a la lectura. Eventualmente Stoner alzaba la vista de su libro y dejaba que su mirada se posara en la graciosa curva de la espalda de Katherine (…) Luego un lento, sencillo deseo, le poseía despacio y se levantaba, quedándose tras ella y dejando que sus brazos descansaran suavemente sobre sus hombros. Ella se estiraba y dejaba caer la cabeza hacia atrás sobre su pecho, extendiendo él las manos hacia delante dentro de la bata suelta, tocando con delicadeza sus senos. Luego hacían el amor, yacían tranquilos un rato y regresaban al estudio como si amor y aprendizaje fuesen un mismo proceso.”
La tragedia se prolonga porque la hipocresía y la envidia del mundo universitario vuelven a postrarle en la infelicidad. Su vida es un reflejo de aquella década ominosa de los años 30, caracterizada por la miseria y la desesperanza generalizada.
Así, en un vaivén continuo, de la alegría al dolor y del dolor a la alegría, transcurre su vida, siempre buscando la autenticidad que sólo encontró en el amor al conocimiento y en una mujer: Katherine Driscoll. Al final, te introduces tanto en la historia que acabas reflexionando igual que el protagonista y te sobrevienen los mismos pensamientos que a él, momentos antes de morir: lo que has deseado y lo que tienes; lo que has renunciado a hacer, dejándolo marchar; la conciencia de lo mucho que ignoras; etc.
Stoner no se puede considerar una tragedia, como Edipo rey o Antígona, porque carece del tono solemne en el que están escritas estas obras y su protagonista no pertenece a la nobleza; pero John Williams consigue la misma intensidad y trascendencia, con una prosa sencilla y austera y con un personaje extraído de la vida cotidiana. Además, el destino de éste no depende de un deus ex machina sino de la hipocresía y bajeza moral de la sociedad en la que le tocó vivir.