El balcón en invierno

“Pero el caso es que comencé a escribir y, la verdad, no hay tarea más gratificante que esta cuando las cosas salen bien, cuando la mente se te llena con la música del lenguaje y las palabras y las imágenes acuden solícitas al reclamo de la frase y las frases fluyen sin tropiezo, una le pasa el testigo a la otra, como los corredores por equipos, o como futbolistas que combinan entre ellos amasando la jugada y madurando la ocasión de gol”

Así, describe Luis Landero, en su última “novela”, el momento gozoso de ponerse a escribir, con el símil preciso y expresivo de los atletas en las carreras por equipos y el de los futbolistas, cuando se pasan el balón unos a otros, buscando el gol. Pero escribir ficción no es sólo eso, sino también la relectura de lo escrito, que no siempre produce el mismo placer.

Esta es la reflexión de la que parte el escritor extremeño, para llegar a la conclusión de que la alternativa a la ficción es escribir sobre su propia vida. Sin embargo, cuando se pone a ello, cuando recuerda a su padre, un hombre soñador, incapaz de expresar los sentimientos, estamos reconociendo en él al Dámaso de Hoy, Júpiter, que deposita en su hijo, del mismo nombre, la esperanza de superar sus propias frustraciones, de materializar sus sueños. O cuando evoca la figura de Paco, el primo hermano, admirado por su padre a causa de sus muchas y raras cualidades, nos viene a la mente Bernardo, personaje también de la novela citada, en quien confía ciegamente Dámaso. O al describir a su madre, estamos viendo el sentido común y el pragmatismo de la mujer de éste: “Mi madre ponía en la voz y en el trato con los demás, y en todos sus actos, el mismo paciente primor que en la costura. Siempre serena, jamás enfadada, nunca agria ni especialmente dulce. Nunca distante, nunca demasiado efusiva, siempre apacible en su lugar”.

Es decir, que la realidad y la literatura conforman un mismo mundo, porque el escritor se inspira fundamentalmente en la primera para crear la segunda. Este es uno de los descubrimientos más placenteros para los que hemos leído las novelas de Luis Landero: descubrir en El balcón en invierno los entresijos de estas, sus fuentes de inspiración.

Además, nos revela, por boca de su madre, la afición a mentir desde pequeño, donde probablemente está el germen del escritor en el que se convertiría tiempo después, como el destino inevitable de un padre soñador. También contribuyó a esto la costumbre de contar, al calor de la lumbre, tan arraigado en su familia: “Mi abuela Frasca había sido pastora de la niñez hasta el matrimonio y era totalmente analfabeta, pero dominaba como nadie el arte de contar, y eso se notaba enseguida en el tono, en la línea melódica de la voz, en las pausas, en el movimiento acompasado de las manos, en cómo unía entre sí las frases, que parecía que una atraía como un imán a la siguiente…”

El cambio del pueblo a la ciudad, que tanto le marcó, como a Rafael Alberti, y las cosas que se llevaron: sus cachivaches campesinos, el gato, seis gallinas y un gallo, el acento rústico y sobre todo las palabras. Es un auténtico regalo para los oídos leer en alto términos, no recogidos la mayoría de ellos por la Real Academia Española; términos ya casi moribundos, porque los jóvenes de los pueblos extremeños no los utilizan, y no tardarán en olvidarse, como: farraguas, gaspartillo, arrepío, arrancharse, milgueras, brutarate, perrengue, safar, panfarta, morrocate, etc.

Y, de vez en cuando, al hilo de la narración de su vida, una voz que se dirige a él, al propio escritor, en segunda persona, una voz reflexiva que confirma o desmiente, que añade o matiza sobre lo escrito, y que en todo caso contribuye a dar verosimilitud y frescura a lo que cuenta: “Total que tú, el que llegarías a ser escritor, no conociste los libros de niño, casi ni siquiera físicamente, salvo El calvario de una obrera y quizá los libros de texto de tus hermanas mayores, si es que tenían libros de texto, y el libro del maestro que te enseñó a leer y a escribir, don Pedro Márquez”.

Todo contado con el estilo brillante, al que nos tiene acostumbrados el escritor extremeño, y con el sentido del humor que da la distancia, el tiempo que devuelve a la memoria las vivencias en clave humorística. Además, siguiendo un orden caprichoso, el de la propia memoria, que no se atiene a la cronología de los hechos, de tal manera que vuelve una y otra vez sobre lo mismo, aportando nuevas y jugosas precisiones, como la imagen obsesiva del padre, su muerte anunciada en el hospital, y el juramento, ante su cadáver, de un Luis Landero, con apenas veinte años, de convertirse en un hombre de provecho. Son enternecedoras y bellísimas las palabras en las que evoca la última vez que lo vio con vida: “Mi padre ya había empezado con las ansias de la muerte. Se sentaba en la cama, iba al sillón, volvía a la cama, se tumbaba, se incorporaba, quejoso y suspirante, como un animal acorralado intentando huir de sus perseguidores. Y en un momento dado, una de las veces que se sentó en la cama, me miró. Yo no le había visto nunca aquella mirada. Era una mirada de miedo, indefensa, y sobre todo implorante. Me miraba implorando algo, quizá mi cuidado, mi cariño, mi protección. Fue algo fantástico, como un sueño. De repente yo me había convertido en el padre y él era el hijo, el desvalido y el desamparado, la víctima que mendiga un poco de piedad a quien tiene poder para otorgarla. Fue una mirada larga, de una intensidad reveladora: en un instante nos dijimos más cosas que en toda nuestra vida.”

Es un libro distinto, El balcón en invierno, a mitad de camino entre la ficción y la realidad, teniendo en cuenta sobre todo la reflexión inicial sobre el acto literario de la creación. Pero muy ilustrador sobre las dudas que en un momento dado de la vida le pueden sobrevenir a un escritor; sobre si en realidad está haciendo lo que le gustaría hacer; sobre si merece la pena seguir escribiendo novelas, cuando el oficio predomina sobre la devoción, que debe acompañar a toda actividad humana.

Además, o quizá por encima de lo que acabo de exponer, El balcón en invierno es, como afirma el propio Landero, la narración emocional de una infancia en una familia de labradores de un pueblo de Badajoz, y de por qué un chico perteneciente a esa familia, donde apenas había un libro, llegó a convertirse en escritor.

Una palabra tuya

Se siente uno cercano a las dos mujeres, Rosario y Milagros, que protagonizan esta novela, porque su drama en un mundo, donde priman el individualismo y el culto al cuerpo, es más común de lo que puede parecer a primera vista. Ambas trabajan de barrenderas y padecen una soledad radical: la primera, porque ha vivido desde pequeña con el estigma del patito feo, que se ve acentuado por su inteligencia; la segunda, porque, ya en la escuela, era objeto de burlas por parte de sus compañeros, a causa de su inocencia y obesidad.

Pero la cercanía llega sobre todo por el tono confesional con el que se cuenta la historia. En efecto, la voz narradora corresponde a la protagonista, Rosario, que se expresa mediante un lenguaje directo y desenfadado: “No me gusta ni mi cara ni nombre. Bueno, las dos cosas han acabado siendo la misma. Es como si me encontrara infeliz dentro de este nombre pero sospechara que la vida me arrojó a él, me hizo a él y ya no hay otro que pueda definirme como soy. Y ya no hay escapatoria. Digo Rosario y estoy viendo la imagen que cada noche se refleja en el espejo, la nariz grande, los ojos también grandes, pero tristes, la boca bien dibujada pero demasiado fina.”

Así, con esta confesión, empieza Una palabra tuya, de la que hablaremos el próximo martes en el club de lectura del instituto, y que para mí ha sido un descubrimiento, pues tan sólo conocía a su autora por la novela juvenil Manolito Gafotas y por los artículos periodísticos publicados en el diario El País.

Rosario habla de sí misma, de sus dificultades para comunicarse con los demás, de la difícil relación con su madre, de sus manías, de su falta de generosidad; pero también nos muestra cómo es su amiga Milagros: “ella era sí, hablaba de lo que se le pusiera por delante. Tú sacabas un tema con Milagros y te lo desarrollaba hasta la extenuación. Y hablaba de un forma un poco pomposa, como si fuera una experta, hablaba de la gente, de mí, de la vida, farfullaba, hacía como que sabía, hablaba por hablar y era de esas personas que no conocen el punto y aparte”.

Un personaje, el de Milagros, que acaba resultando entrañable por su simplicidad y generosidad; como Morsa, compañero de trabajo de ambas; y como la madre y la hermana de Rosario, con ese orgullo infundado de pertenecer a una clase social superior, cuando en realidad son víctimas, seres igualmente infelices.

Elvira Lindo sabe generar la intriga en torno a estos personajes, cuyo pasado, donde está el origen de sus frustraciones, nos desvela poco a poco, jugando con la memoria veleidosa de Rosario, que nos lleva de un tiempo a otro, aunque manteniendo siempre ese tono confesional, ese estilo directo y desenfadado, al contar la historia, que impregna esta de autenticidad.