El pretexto que tiene el protagonista, Marcial, para contar su vida es que un misterioso doctor Gómez se lo propuso y él, que carece de estudios universitarios, pero tiene su propia filosofía de la vida y del mundo, aceptó el reto. Es autodidacta, seguro de sí mismo, habilidoso para contar anécdotas y chascarrillos, aunque algo extravagante: “A riesgo de que algún lector sofisticado se burle de mí, he de decir que a veces hago disertaciones sobre un tema cualquiera, solo por el gusto de oírme disertar, o me hago entrevistas a mí mismo, como si fuese famoso, un filósofo, un científico, un explorador, incluso un deportista o un asesino a sueldo, y sé responder con prontitud y hondura a todas mis preguntas, por enrevesadas o maliciosas que sean”. De hecho, Marcial quiere que su relato sea una historia de su vida, a la vez que un ensayo sobre sí mismo. Considera que las ofensas no se deben olvidar, porque son arranques espontáneos y, en consecuencia, siempre tienen algo de revelación de lo oculto, a diferencia de las disculpas que se pueden fingir, porque se hacen en frío. Por eso, reconoce que ha odiado mucho y ha aprendido a despreciar. Al final entenderemos por qué.
El narrador en primera persona que utiliza Luis Landero le da credibilidad a la historia y hace que nos sintamos confidentes de Marcial, que apela continuamente a los lectores, para demandarnos atención (“Y ahora escuchen bien lo que voy a decirles “), para plantearse preguntas que nos formularíamos nosotros (“Alguien dirá: ¿Y cómo alternar entonces con dignidad, sin ponerse a su altura, con gente soez?”); para considerarnos una amenaza (“Sin ir más lejos, ustedes mismos, quienes lean estas letras, son para mí unos extraños y, por tanto, una amenaza en ciernes”; o para proclamar que se siente vigilado por nosotros: “Sí, me siento vigilado por el lector, y oigo sus comentarios…”
Recuerda este punto de vista, su tono conversacional, al cuento El corazón delator de Allan Poe, donde el narrador, que se dirige continuamente al lector diciendo que es una persona normal, un día decide matar a un viejo, con la excusa de que no soporta el único ojo de éste, “el ojo de buitre” que lo llama él: “Escuchen y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia”.
Las disquisiciones le llevan a Marcial en ocasiones a contradecirse, pues, por ejemplo, pasa de considerarse autosuficiente y perfecto a dudar de sí mismo. Cualquier detalle o anécdota le suscita una especulación, por ejemplo, el hecho de no comerse el aperitivo que le pone una mesonera con la cerveza le hace pensar en una supuesta rivalidad en la que él a veces lo mordisquea, mientras ella, puesta en tensión, contempla inmóvil el gesto; o el cruce de miradas con Ibáñez, el presidente de la comunidad de vecinos, que generó, ya en la primera reunión, una naciente hostilidad entre ambos. Porque, como él mismo dice, “le gusta nadar en aguas profundas”, frente a la mayoría de las personas que “retozan en la superficie, despreocupados y felices”, apurando el presente.
Cuenta todas estas anécdotas sobre su vida con tal seriedad que acaba resultando gracioso. Además, el humor, una de las señas de identidad de Luis Landero, aparece en la novela cuando menos te lo esperas, como en la descripción mordaz de Vicky, una de las asistentes a la fiesta final: “Caminaba con todo el cuerpo, con las caderas, los hombros, los codos, el culo, los senos…, y daba la impresión de caminar de frente y a lo ancho, a ritmo de carga militar, tan poderoso era su avance, y entre eso y que andaba a trancos y con una ciega determinación, y que las puntas de sus zapatos de tacón eran picudas, sus movimientos resultaban un peligro para los demás, y todo corría el riesgo de ser arrollado a su paso por aquel tremedal de mujer”.
Las disquisiciones “filosóficas” las alterna con el amor que sintió súbitamente hacia Pepita, que le cambió por completo su forma de ser: “el amor loco, el sublime, el bárbaro, el doliente, el absoluto, el súbito, el despótico, y todos los vocablos de ese corte que se le quieran añadir, el que es a la vez cielo e infierno, premio y castigo, el que te aniña y a la vez te consume”. Cuenta su primer encuentro y cómo él dedujo, a partir de los gestos de ella, que había surgido algo entre ambos, aunque después le asaltaron las dudas sobre si se había comportado bien o había hecho el ridículo. En los siguientes encuentros, se cuestiona si en verdad está a su altura, siendo ella Licenciada en Bellas Artes y con un grupo selecto de amistades. No obstante, como todos los personajes de Landero, Marcial sueña que sí la merece, aunque tenga que fingir ser mejor de lo que es, porque “En el amor, todas las trampas para conquistar a la amada son válidas, y también la impostura. Al fin y al cabo todos fingimos ser mejores y más atractivos de lo que en verdad somos”.
Sin embargo, cuando llega el momento decisivo de enfrentarse a la realidad, en una fiesta en casa de su amada, de nuevo le asaltan las dudas, porque en realidad carece de la cultura necesaria para alternar con aquellas personas cultas y de alta posición que forman el círculo de Pepita. Por eso, especula a partir de detalles aparentemente intrascendentes, como la importancia de la primera impresión: “Una torpeza, un tropiezo, una frase a destiempo, un malentendido, un gesto inadecuado, pueden decidir el destino de un gran proyecto, e incluso de una vida, por más cuidado y prevención que hayamos puesto en nuestro plan”.
El final trágico que nos tiene reservado Luis Landero lo vemos venir, a medida que Marcial avanza en su brillante e irónico discurso “Asalto a la casa de la mujer amada”, que pronuncia como desagravio ante todos los invitados a la fiesta, donde cree haber sido objeto de burla. Tras este personaje peculiar, cuyo nombre es una ironía y que protagoniza Una historia ridícula, podríamos estar cualquiera de nosotros, porque todos experimentamos los sentimientos que él experimenta, como el odio y la envidia, aunque los ocultamos, y porque la vida humana es una mezcla de tragedia y comedia. Como ha comentado el propio autor, Marcial, resentido desde la infancia, porque se reían de él, es un cómico serio como Buster Keaton o un bufón de la Corte que dice la verdad y nos hace reír.