Hablamos el miércoles pasado, en el Curso de Preparación de las Pruebas de Acceso a Grado Superior, de la pluralidad lingüística de España y de cómo los actuales decretos de normalización, vigentes en las comunidades bilingües, se explican, porque durante siglos existió un desequilibrio –que se denomina diglosia- entre el castellano, que se constituyó en lengua dominante (pues era usada en la comunicación oficial y en la escuela) con respecto a las demás (sólo utilizadas en la comunicación familiar y coloquial).
Curiosamente, en su discurso de recepción del Premio Cervantes, Juan Marsé contó ayer un episodio de su infancia, durante la época franquista, que ejemplifica muy bien lo que comentábamos en clase:
“Debo hacer constar que en casa de mis padres apenas había una docena de libros. Antes, hubo muchos en lengua catalana, según mi madre, pero después de una purga preventiva por razones de seguridad, sólo quedaron dos. (…) Los demás libros habían sido sacrificados en una hoguera nocturna, en el jardín de una convecina. (…) Acudieron otros vecinos, todos traían algo que pensaban debía ser quemado. Era poco después de acabada la guerra, yo debía de tener siete años, pero recuerdo muy bien la fogata en medio del pequeño y sombrío jardín. (…) Entre los que quedaron en la pequeña librería casera, salvados porque eran en lengua castellana, recuerdo cuatro o cinco títulos…“
Como veis, en la dictadora de Franco, el uso del catalán, como el del gallego o el euskera, no sólo no estaba permitido en la escuela o en la comunicación oficial, por ejemplo de un ciudadano con su ayuntamiento, sino que tener libros escritos en estas lenguas era sospechoso, sobre todo si el propietario de los mismos tenía ideas republicanas y de izquierdas, como era el caso del padre de Juan Marsé, y podía acarrearle graves problemas de seguridad.
Conviene –concluimos en clase, el miércoles pasado- tener en cuenta las circunstancias en las que han vivido los pueblos para entender como actúan en el presente. Y también esta reflexión podía trasladarse a nuestra vida diaria, de tal modo, que, cuando no estemos de acuerdo con una persona, siempre es saludable, ponerse en su lugar e intentar comprender su planteamiento, para, de esta manera, tener una visión más amplia de la realidad.