Una mujer adelantada a su tiempo

En el siglo XIX, época en la que vivió Concepción Arenal, los reclusos recibían diferente trato, según sus recursos económicos: los ricos, a diferencia de los pobres, podían entrar y salir de la cárcel y disfrutaban de una vida mejor en su interior, donde existía confinamiento, insalubridad y tratos vejatorios, de tal forma que su permanencia en ella, en lugar de reformar la vida de los reclusos, la arruinaba. Por eso, la mayor preocupación de esta pensadora y la temática de sus libros y artículos es la reforma de las cárceles y asilos, así como la concienciación de la sociedad española sobre la necesidad de disponer de una administración moderna donde no exista la corrupción de los funcionarios.

El problema con el que se enfrentó Arenal es que, en su época, esta ambición de pensamiento y acción para cambiar el mundo estaba reservada a los hombres, lo cual la hizo ser prudente en su vida privada, cuidando de su casa y sus dos hijos, y a la larga le impidió asistir a los numerosos congresos en el extranjero, donde era reconocida como una autoridad mundial en todo lo que se refiere a la represión y prevención del delito.

Escribe Anna Caballé en la introducción a su magnífica biografía: “En Pontevedra -se refiere al hallazgo en cuatro cajas de manuscritos de Concepción Arenal- comprendí que junto a la severa pensadora y reformista latía otra mujer, rebelde, enamorada, desafiante y orgullosa, sobre la cual la primera se había impuesto con los años en un esfuerzo enorme por ser coherente con su pensamiento y con las obras por las que sería conocida”. Es decir, a causa de su obsesión por hacerse respetar como intelectual, llegó a negarse a sí misma como mujer, adoptando al escribir la voz masculina y vistiendo como un hombre.

Concepción Arenal recurre a escribir poesía, para expresar  sus sentimientos, sobre todo en los momentos de angustia, pues ella se siente absolutamente alejada de las demás jóvenes, por sus inquietudes intelectuales y por su espíritu rebelde e independiente, y no sabe cómo enfrentarse a su propia identidad.

Fue una pionera de las “sin sombrero”, por su forma de vestir masculinizada, pues no llevaba nunca sombrilla, guantes, mantilla o abanico. Se casó con Fernando García Carrasco, con el que tuvo tres hijos, y con el que compartía el talante liberal, así como la defensa del progreso y la ciencia. Por desgracia, el marido, de salud quebradiza, muere de tuberculosis nueve años después de la boda, cuando Concepción tiene 37 años, produciendo en esta una honda impresión.

En su primer ensayo (1858), Dios y libertad, opone la vida convencional a su amor a la ciencia; la mujer de casa a la mujer del porvenir; la filosofía del creyente frente a la del no creyente; la España católica a la España liberal; la fe a la razón… Ella busca una síntesis de contrarios, que sólo pueden armonizarse con un espíritu abierto y que se encuentra en la inteligencia y el sentimiento humanitario. Su conclusión es que la religión, que es necesaria para la moral, no puede existir sin libertad, “porque al prohibir que el hombre piense, se le prohíbe que pueda creer, pues carece de la libertad para que sus creencias sean una elección responsable y comprometida… El catolicismo, que se mantiene a la defensiva, debe abrirse sin miedo a la libre discusión de las ideas, huyendo de un neo catolicismo asfixiante y dañino”.

Después de este ensayo, adopta una actitud reflexiva, que reconocemos en su memoria sobre la beneficencia, Manual del visitador del pobre, concebido para ser útil a las visitadoras de San Vicente de Paúl, una guía práctica de cómo y con qué actitud acercarse a los pobres, que está por encima del antagonismo de clases, pues, según la autora, bastaría un cambio de actitud de unos y otros para solventarlo. También se reconoce esta actitud reflexiva en Memoria sobre la igualdad, ensayo, donde aborda por primera vez la cuestión de la mujer, postergada intelectualmente a lo largo de la historia, puesto que a nadie le interesó su educación y siempre dependía económicamente del varón.

A partir de la primavera de 1864, acepta el cargo de visitadora de prisiones, donde constata el mal trato a las presas; la pésima calidad de la comida, pues se desvía dinero destinado a la alimentación; y las malas condiciones de vida en general. En esa época trabajaba a diario en las conferencias de San Vicente de Paúl, con su gran amiga, la condesa de Mina, que tenía las mismas inclinaciones sociales que ella. Arenal ve en la ignorancia, pues la mayoría no saben leer ni escribir, y en el embrutecimiento en que viven los presos, el obstáculo principal para su regeneración. Para paliar esta ignorancia y con la finalidad de que los presos reflexionen sobre su pasado y tomen conciencia sobre qué les ha llevado a infringir la ley, elabora una serie de cartas dirigidas a ellos, donde además explica con palabras sencillas y con ejemplos el Código Penal español. Todas las cartas las reunió en un libro, El visitador del pobre, que se publicó en 1865, con el objetivo de que pudiera ser leído en las cárceles.

Paradójicamente, la publicación de este libro, que tanto esfuerzo le había costado escribir, fue seguida de su cese fulminante como visitadora, sin ningún tipo de agradecimiento a su labor. Probablemente Arenal, que denunció las malas prácticas y la corrupción imperantes en las prisiones, no encajaba en los planes del gobierno el cual no tenía ninguna intención de reformar estas, como lo prueba la desaparición del cargo de visitadora, que había desempeñado.

El impacto en su salud fue inmediato, tanto física como psíquicamente, pues cae en un estado de abatimiento y melancolía: “Arenal (…) vuelve a ser una mujer hundida, todavía más, si cabe, que a la muerte de su marido (…) pues la herida esta vez se ha infringido a su orgullo (…) No puede entender que no se la trate como se merece”. Ella tiene un alto concepto de sí misma y considera que su dolor es más grande que ningún otro. 

El siguiente libro (1867) es contra las ejecuciones públicas, que, en su opinión no sirven para nada, porque muchos crímenes se cometen bajo un impulso incontrolable y la vista pública de las mismas es un factor embrutecedor, pues a veces son presenciadas por niños que reciben un honda impresión.

En 1868, guiada siempre por su preocupación social, escribirá un folleto titulado La voz que clama en el desierto, donde plantea la necesidad de reformar el campo castellano, para que “España no deje morir de hambre a uno solo de sus hijos”. En concreto propone: evaluar los daños de las cosechas, apoyar la obra pública para luchar contra el desempleo, conceder créditos sin interés a los más perjudicados, dar plena libertad al asociacionismo, informar de lo que pasa por parte de la prensa sin concesiones al poder, facilitar la llegada de suministros a las poblaciones más necesitadas…

Ese mismo año, en septiembre, se produce la insurrección militar contra Isabel II, ajena a todas las desdichas de su país, que se ve obligada a emigrar. Se impone el sexenio democrático, con un espíritu renovador, pero de imposible realización política. Arenal se sitúa en una posición equidistante entre los extremos: vencedores y vencidos, monárquicos y republicanos, católicos y krausistas…

Es nombrada inspectora de casas de corrección de mujeres, cargo del que la habían cesado, y pone toda su ilusión en el proceso revolucionario, reclamando una reforma de las prisiones en la línea de acabar con el hacinamiento, la corrupción de los funcionarios, la falta de actividad de los presos y su nula instrucción.Para ello, propone: la restricción de la prisión preventiva, la profesionalización del personal, el fomento de la actividad entre los presos con el fin de reinsertarse en la sociedad, cuando queden libres, etc. 

El nuevo orden de cosas requiere nuevas formas de pensar y actuar, y a esto responde La mujer del porvenir, un ensayo donde denuncia que la mujer no tenga los mismos derechos ante la ley, por ejemplo, que no pueda acceder al sacerdocio ni se le permita una simple transacción financiera o acudir a la universidad, pero sí, en cambio, las mismas obligaciones, pues la ley criminal la equipara al varón y le aplica iguales penas cuando comete un delito.

Pero todos sus proyectos de reglamentación, todos sus planes de mejoras  cayeron en saco roto, tanto bajo el régimen de Amadeo de Saboya como en la República. Tampoco los derechos de la mujer que reivindica se equiparan a los del varón. Por eso, se hunde en la melancolía y la desesperación, al ver que su voz clama en el desierto.

Su forma de superar esta decepción es fundar La voz de la Caridad, una revista dedicada a la beneficencia y a los establecimientos penales, donde se da la voz a “los pobres, los tristes y los encarcelados” y desde donde se llevan a cabo iniciativas, como campañas de socorro para lo heridos de guerra contra el carlismo, las inundaciones en el Levante, la mejora de los asilos, la ayuda a los huérfanos, el estado de las cárceles, etc. Su idea al crearla es llegar a donde no llegan las instituciones públicas o el estado, lo cual supone para Arenal ejercer un papel comprometido, educador y socialmente activo ante la desgracia.

En 1873, con la proclamación de la República, desaparece su cargo de inspectora de la cárcel de mujeres de Madrid, porque el proyecto de reforma de las prisiones de Arenal no gusta a las autoridades que acaban aprobando en las Cortes otro distinto. Pero sigue su trabajo incansable en la revista y colabora activamente con la Cruz Roja, institución inspirada en valores aconfesionales y apolíticos, recién creada en España, y que prestó un servicio importante durante la guerra carlista, socorriendo a los heridos de uno y otro bando. Por esta época escribe una colección de veinticuatro relatos que muestran las consecuencias del conflicto: el dolor de los soldados, el sufrimiento de las madres, las escenas de desolación, la presencia de la muerte…

Con la vuelta de la monarquía en 1875, se elimina la libertad de cátedra y son detenidos y encarcelados los profesores más significativos del liberalismo, como Gumersindo de Azcárate, Nicolás Salmerón y Francisco Giner de los Ríos, lo cual provoca la indignación de Arenal. En la cárcel surge la idea de crear una universidad libre, la Institución Libre de Enseñanza, que comienza en 1876.

La obra que le daría a Concepción Arenal una proyección internacional es Estudios penitenciarios, donde reúne sus aportaciones diseminadas en artículos y folletos, sobre la necesaria reforma de las cárceles. Le sigue Ensayo sobre un derecho de gentes, donde plantea la necesidad de legislar un derecho internacional con la finalidad de evitar las guerras y que sea respetado por todos los países; y defiende propuestas que hoy son de uso común, como el sentirse ciudadano del mundo. En La mujer de su casa considera un anacronismo este ideal tradicional, pues así considerada, como ama de casa, la mujer vive por debajo de sus derechos y de sus obligaciones como ser social: “Nada de lo que ocurra fuera de él -se refiere al hogar- le interesa (…) porque nada conoce; en nada piensa, más allá del bienestar que transcurre entre las cuatro paredes y en nada serio está implicada… Al hombre la mujer que sólo es ama de casa le conviene porque, al sentirla inferior a él en muchos aspectos, puede dominarla y verse en superior tamaño del que posee en realidad… A la mujer no se la ve, ni ella se ve, como un fin en sí misma, sino un medio del varón…” 

Su salud está cada vez más deteriorada, a causa de una bronquitis crónica, y en sus últimos años de vida, tiende a aislarse, consciente quizá de que “era la voz que clama en el desierto de una sociedad indiferente a su discurso, a su utopía reformista”. Es la misma conciencia de fracaso que experimentaron, al final de sus días, las mujeres románticas de aquella época, que habían tenido juventudes inquietas y rebeldes: la condesa de Mina, Carolina Coronado, Cecilia Böhl de Faber, Gertrudis Gómez de Avellaneda, etc. No obstante, Concepción Arenal sigue combatiendo hasta el final por sus ideales de justicia. Como prueba, su último libro, El visitador del preso, donde defiende de nuevo la necesidad de que la sociedad civil, aparte de la iglesia, asuma la formación moral de los más débiles o que tienen un comportamiento extraviado, porque ella cree firmemente en la reinserción social de estos. Además, plantea que cuanto menos tiempo esté en la cárcel, mejor, y si su pena es escasa, no debería ingresar, como sucede ahora con las inferiores a dos años.  Es decir, que Arenal se adelantó a su época con estos planteamientos tan novedosos, que fueron cristalizando con el tiempo.

Falleció de una neumonía, en aquella época incurable, el 4 de febrero de 1893. Se podría decir, siguiendo el razonamiento de Anna Caballé, que Concepción Arenal es la pensadora más interesante del siglo XIX, en España, incluyendo el género masculino. Además su pensamiento, siempre ligado a lo social, abarca muchos ámbitos: desde la deficiente situación de las prisiones, necesitadas de una urgente reforma, o el atraso del campo castellano, que exige una transformación para que no mueran de hambre los que trabajan en él, pasando por el dogmatismo de la religión, que debe abrirse a la libre discusión de las ideas, o la discriminación de la mujer que ha de tener los mismos derechos que el varón, hasta el sin sentido de la guerra, que causa dolor y sufrimiento no sólo a los que participan directamente en ella sino también a sus familias, o, en fin, la pobreza que impide a las personas vivir con dignidad. Muchas de estas propuestas, en particular las relacionadas con la reforma de los centros penitenciarios, que en su época no fueron aceptadas, hoy día son de uso común.

Por esta biografía, Anna Caballé, recibió el Premio Nacional de Historia 2019. El jurado argumentó su elección “por reunir todos los requisitos de excelencia en una obra de historia: novedad historiográfica y metodológica, pluralidad de fuentes y un planteamiento científico y riguroso del estudio biográfico sobre un personaje todavía no suficientemente conocido pero importante en la historia de España”.

Vigencia de Montaigne

ensayos escogidos, montaigne, edaf - Comprar Libros de Ensayo en  todocoleccion - 174268718

Este es otro de los libros que permanecían cerrados en algún estante de mi biblioteca; pero, nada más iniciar su lectura, he tenido la sensación de algo leído, tales son las verdades y reflexiones atinadas que encierran estos ensayos escogidos de Montaigne (1533-1592), como el dedicado al miedo que afecta de distinta forma a las personas, según su nivel económico: “Los que viven en continuo sobresalto por temor de perder sus bienes y ser desterrados o subyugados, viven siempre en constante angustia, sin comer y beber en reposo; mientras que los pobres, los desterrados  y los siervos suelen vivir con mucha mayor alegría”. También cuando alude a la coincidencia de las escuelas filosóficas en que hemos venido al mundo para disfrutar y no para sufrir, a pesar de la certeza de  la muerte, que nos sorprende y causa temor: “Tengámosla viva en nuestra imaginación y veámosla en todas las fisonomías. Al ver tropezar un caballo, cuando se desprende una teja de lo alto, ante el más insignificante pinchazo de un alfiler, insistamos en pensar: ¿será este mi último momento?, procurando endurecernos y esforzarnos”. 

Considera fundamental la educación de los hijos, diferenciando entre la inclinación natural y las normas que les obligamos a seguir, poniendo el énfasis en el entendimiento y las costumbres, por encima de la enseñanza de conocimientos, y defendiendo el diálogo en la línea de Sócrates; “Querría yo que el maestro se valiera de otra táctica y que, desde luego, según el alcance espiritual del discípulo, comenzara a valorar a sus ojos el exterior de las cosas, haciéndoselas gustar, escoger y discernir por sí mismo, bien preparándose el camino, bien dejándole abrirlo por sí mismo. Tampoco quiero que el maestro fabulice y hable solo; es necesario que oiga a su discípulo hablar a su vez (…) Conviene que lo que acaba de aprender el niño lo explique éste de diversas maneras y que lo acomode a otros tantos casos, para comprobar si recibió bien la enseñanza hasta asimilarla”. Este planteamiento coincide con las tendencias pedagógicas más avanzadas de la actualidad, por ejemplo, con la competencia de aprender a aprender, que figura en los currículos de Primaria, ESO y Bachillerato, y que consiste en que los estudiantes aprendan a construir su propio conocimiento. Del mismo modo hay que considerar su decidida defensa de viajar a otros países desde muy jóvenes para aprender lenguas diferentes a la nuestra,  “para disfrutar el espíritu de los países que se visitan y sus costumbres y para pulir nuestra inteligencia con el contacto de los demás”.

Añade un consejo sobre la actitud del maestro con el alumno, que nos hubiera venido muy bien a los docentes, cuando empezamos a impartir la Enseñanza Secundaria Obligatoria, hace algunos años: “Bueno es que se muestre a su vista con el fin de que juzgue sus bríos y ver hasta dónde se debe rebajar para ceñirse a sus fuerzas. Si no se tiene esto en cuenta, poco se conseguirá; saber escoger y conducir con acierto y mesura es una de las labores previas más difíciles que conozco”.

Llama la atención la humildad de Montagne al escribir estos ensayos, quitándose todo el mérito, que atribuye fundamentalmente a dos escritores clásicos: Séneca y Plutarco, a los que, en efecto, cita continuamente: “Comparadas mis razones con las de aquellos maestros, me siento débil y mediocre, tan pesado y poco brillante, que no solo me doy pena sino que llego a menospreciarme;  alegrándome en cambio que muchas veces mis opiniones coincidan con las de los antiguos”.

A la humildad, hay que añadir el relativismo y antidogmatismo con los que afronta su análisis de la realidad, principios de razonamiento muy modernos: “Esto que queda escrito son mis opiniones e ideas; yo las expongo según las veo y las creo discretas, no como cosa indiscutible que ha de creerse por completo. No tengo otro propósito que el de trasladar al papel lo que siento. Es posible que mañana resulte diferente si nuevas enseñanzas transforman mi manera de ser”. Y esto mismo lo aplica al pensamiento de los clásicos, que no se puede considerar como algo incontrovertible, como dijo Dante en la Divina Comedia: “Tanto como saber me agrada dudar”.

Sólo tienen una rémora los ensayos, que una mente tan lúcida y racional como la de Montaigne no puede soslayar: la discriminación de la mujer, a la que considera inferior al hombre, como, por ejemplo, cuando se refiere a su incapacidad para cultivar el sentimiento de amistad, que atribuye a una supuesta falta de solidez de su alma: “Pero no hay ejemplo de que el sexo femenino haya dado pruebas de semejante afecto, por lo que las antiguas escuelas filosóficas declaran a la mujer incapaz de de profesarla”. O cuando dice de la esposa: “El más útil y honroso saber, y la ocupación más digna de una esposa es la ciencia del hogar”. Probablemente esta discriminación se explica por la época en que le tocó vivir, donde el papel de la mujer estaba completamente supeditado al hombre y su función exclusiva era llevar las riendas del hogar. 

Considera a la amistad como el último extremo de perfección en las relaciones que ligan a los humanos, superior a la existente entre padre e hijo o entre marido y mujer, porque la amistad se basa en la comunicación, es libremente elegida e imperecedera:

“¡Oh hermano mío; qué desgracia haberte perdido!

Tu muerte acabó con todas las alegrías 

que tu dulce amistad nutría mi vida.

Al morir, quebraste toda mi dicha, hermano.

Contigo, toda mi alma está enterrada…”

(Catulo)

Para corroborar o avalar sus tesis, como en este caso, suele apoyarse en citas de escritores antiguos, que son los únicos que lee, porque le parecen más sólidos y sustanciosos que los nuevos. Muestra su admiración por los ya citados Séneca y Plutarco, porque sus obras nos enseñan deleitando; entre los poetas prefiere a Virgilio, Lucrecio, Catulo y Horacio; de los autores de teatro destaca a Plauto y Terencio; en los historiadores, que son su pasión, encuentra la pintura del hombre, y entre ellos, además de Plutarco, señala a César, que es capaz de hablar sinceramente de sus enemigos, escribe con objetividad y sin refinamiento, y sabe seleccionar lo más relevante.

Su elogio de la conversación es incondicional: “El más fructuoso y natural ejercicio de nuestro espíritu es, desde mi punto de vista, la conversación”. Además -añade-, que cuando alguien le contraría, despierta su atención, no su cólera, porque celebra la verdad cualquiera que sea la mano en la que encuentra. A los que ponen demasiado ardor en la defensa de sus opiniones, los considera estúpidos, porque con ello lo único que demuestran es debilidad.

Sorprende la vigencia de estas reflexiones de un pensador del siglo XVI, muchas de las cuales son perfectamente aplicables en la actualidad, pues no trata de transmitirnos información, sino normas de comportamiento ético, que cualquiera podría asumir, por su sensatez y equilibrio. Montaigne, guiándose siempre por la razón y la duda, reflexiona sobre sí mismo, sobre su propia vida, trata de aclararse: “yo mismo soy el contenido de mi libro”, escribe en el prólogo. Este tono confesional, acompañado de un estilo sencillo, sin artificios, pero al mismo tiempo profundo, impregna estos ensayos de cercanía y credibilidad. Además, se apoya continuamente en textos clásicos, con lo que no sólo le leemos a él sino también a todos los autores que él ha admirado.

Nombrarlas para que existan

Tierra de mujeres

“Las casas de nuestros abuelos están llenas de retratos. Nos observan desde el cristal y parece que de un momento a otro podrían arrancarse a hablar. Algunas veces pienso que callan demasiado. Otras, que nos recriminan con la mirada. Me gusta pararme a pensar en cómo se hicieron esas fotografías y por qué, quién eligió la escena, el marco y el lugar idóneos para que pudieran terminar siempre congelados en un instante, contemplándonos desde la pared”. Así empieza este ensayo de María Sánchez, que nos hace pensar de inmediato en nuestra propia vida, porque, como diría León Felipe, “la historia es la misma, la misma siempre que pasa, desde una tierra hasta otra tierra, desde una raza a otra raza, como pasan esas tormentas de estío desde esta a aquella comarca”.

Está escrito con extraordinaria sobriedad, a base de frases cortas y palabras sencillas, pero está impregnado de un lirismo, que deriva de su autenticidad, como cuando confiesa que de niña sus referentes eran los hombres: “Quería ser como ellos. Demostrarles que era tan fuerte y estaba tan dispuesta como ellos. Porque si hay algo que nos queda claro desde pequeños es esto. Que los hombres de sangre y tierra nunca lloran, no tienen miedo, no se equivocan nunca. Siempre saben lo que hay que hacer. Siempre”.

Y es que las mujeres, no sólo en su casa sino en todos los ámbitos de la vida, eran sombras, invisibles y siempre “al servicio del hermano, del padre del marido, de los mismos hijos”, aunque estaban disponibles para todo: “porque preparan a los hijos para ir a la escuela, cocinan, dejan la casa limpia, bajan al huerto y cuidan las gallinas, arreglan a los suyos (a los vivos y a los muertos), no salen de esa lista infinita de tareas domésticas y siguen teniendo tiempo. Tiempo para ellos, claro. Porque después de los cuidados, van al campo a ayudar al marido, al padre o al hermano en las tareas del día a día, sin nisiquiera tener peso en la toma de decisiones o recibir algo a cambio”. 

Por eso, Maria Sánchez se plantea contar la vida de las mujeres de nuestros pueblos, con las que al final acaba identificándose: “Una narrativa que descanse en las huellas. En las huellas de todas esas mujeres que se rompieron las alpargatas pisando y trabajando, a la sombra, sin hacer ruido, y siguen solas, esperando que alguien las reconozca y comience a nombrarlas para asistir”. 

Contribuye a la inmediatez y a la credibilidad de este ensayo, que esté basado en la experiencia personal de la autora; que sea una mujer, que vive en el medio rural, la que reivindica el feminismo, la que denuncia la doble jornada de trabajo; la que habla de la titularidad compartida de la tierra; la que demanda acabar con la discriminación y la invisibilización, en especial, de las trabajadoras temporeras inmigrantes; la que exige que se escuchen sus voces para decir qué sienten, qué quieren, qué les hace falta… Porque la cultura de las mujeres del campo no debe desaparecer: “Somos pastoras, jornaleras, agricultoras, arrieras, aceituneras, ganaderas. Somos la mano que cuida y que ha hecho posible que los lugares que hoy se consideran parques nacionales y naturales de este país lo sean”. De lo contrario, todo ese conocimiento, toda esa cultura, se perderá.

Empieza por recoger y reivindicar palabras que ha escuchado muchas veces a su familia o a la gente que conoce por su oficio de veterinaria, pero a las que no ha prestado atención ni sabe su significado: “fardela”, la talega de los pastores; “galiana”, camino más pequeño de los trashumantes; “empollo”, la primera hierba que nace en otoño tras las primeras lluvias; etc. También menciona elementos de la naturaleza (árboles, pájaros, insectos…) o espacios protegidos o formas de producción, como la ganadería extensiva, que la mayoría de la gente desconoce, sobre todo los niños, y se pregunta cómo proteger y cuidar aquello que se desconoce. Porque se trata -escribe- de que “este libro se convierta en una tierra donde poder asentarnos y encontrar el idioma común. Un tierra donde sentirnos hermanos, donde reconocernos y buscar alternativas y soluciones. Sólo entonces podremos rascar más profundo y hablar de despoblación, agroecología, cultura, ganadería extensiva…”

A continuación, en la segunda parte, se centra en tres mujeres: su tatarabuela Pepa, que llevaba todas las tareas domésticas; su abuela Carmen a la que llamaban la gordita; y su mamá, del mismo nombre. La primera se sentía muy enraizada a la tierra: “Mi tatarabuela conocía muy bien todos sus árboles, aunque ya no pudiera ir a verlos como antes (…) Sabía reconocer perfectamente de qué encina o de qué alcornoque estaban hablando sus hijos. Porque ella seguía allí, con ellos, aunque no los viera ni los tocara. Esa era su genealogía”. La Segunda también nació y creció en el campo: “Desde pequeña, tenía que ir sola todos los días a llevarles la comida a los hombres que trabajaban en el campo, una hora de camino, a pie”. Y la tercera, que fue una perfecta desconocida para su hija durante años y a la que no quería parecerse, por encontrarse siempre a la sombra de su padre, se ha acabado convirtiendo en un resplandor entre la oscuridad: “La historia de mi madre es la misma de tantas mujeres de este país que dedicaron su vida entera a su familia, poniéndose a ellas mismas en última posición. Nunca enfermaban, nunca se quejaban, nunca había un problema (…) Tan solo les tocó vivir en una época machista en la que la mujer quedaba reducida al espacio doméstico, donde se convertía en madre y compañera”.

María Sánchez, con este ensayo, escrito con sentimiento y autenticidad, pretende y consigue servir de altavoz y plataforma a estas tres mujeres de su familia, que representan a otras muchas, para que recuperen su espacio, sin sentir temor ni vergüenza. Pero también reivindica el medio rural, sus costumbres, sus historias, su cultura, y toda la biodiversidad que vive en él, para que no desaparezca.