Tiene un inicio desconcertante esta novela, cuando un hombre se acerca a Marguerite Duras, ya entrada en años, y le dice: “La conozco desde siempre. Todo el mundo dice que de joven era usted hermosa, me he acercado para decirle que en mi opinión la considero más hermosa ahora que en su juventud, su rostro de muchacha me gustaba mucho menos que el de ahora”.
Es una simple anécdota, pero le sirve a la autora para situarnos en el territorio de los recuerdos, particularmente, cuando ella tenía quince años y medio y estaba en un pensionado estatal, en Saigón, porque en ese tiempo, vivió la historia de amor que se cuenta.
El desarrollo de la misma no es lineal, porque se entremezcla con otros recuerdos, sobre todo de su familia, en el periodo en que se encontraban en la antigua colonia francesa de la Conchinchina.
Pero Marguerite Duras sabe crear el clima emocional que dio lugar a la relación entre ella y el comerciante chino, describiéndose a sí misma, acodada en la borda del barco, con los labios pintados de rojo, un sombrero de fieltro de hombre, un vestido de seda transparente y unos zapatos dorados; y describiendo también brevemente al que sería su amante: “En una limusina hay un hombre muy elegante que me mira. No es blanco. Viste a la europea, lleva el traje de tusor blanco propio de los banqueros de Saigón. Me mira”.
Le bastan estas palabras para sugerir que el deseo está presente en quienes lo provocan con la mirada. Incluso el río Mekong, con su corriente impetuosa que todo lo arrastra, se convierte en una aliado de la pasión amorosa.
Sus recuerdos divagan por la vida de la familia en la colonia y en su posterior regreso a Francia; pero las referencias continuas a la limusina negra, donde viaja el hombre rico, mantienen vivo el interés del lector en torno a lo que va a ocurrir.
Nos sorprende la seguridad de la joven, su certeza de que entrar en la limusina por primera vez va a cambiarle la vida para siempre. También su determinación para dejarse arrastrar por el deseo, ajena a cualquier prejuicio social. Y sorprende igualmente que, cuando están juntos, nunca hablen de ellos, quizá porque tienen conciencia de que un futuro en común no es imaginable, a causa de la diferencia racial, tan mal vista en aquella sociedad.
Tampoco se habla durante las comidas a las que él invita a la familia de ella, porque su madre y sus dos hermanos, dan por sentado que se trata de una relación basada en el dinero y no en el amor, como se comenta en la ciudad: “Tan sólo esa vestimenta implica ya deshonra. La madre no tiene sentido de nada, ni de la manera de educar a una niña. La pobre. No crea, ese sombrero no es inocente, ni tampoco el carmín de los labios, todo eso significa algo, no es inocente, tiene un significado, es para atraer las miradas, el dinero”.
Pero lo que más sorprende es la incomunicación dentro de la familia: “Nunca buenos días, buenas tardes, buen año. Nunca gracias. Nunca una palabra. Nunca la necesidad de pronunciar una palabra. Todo permanece mudo, lejano. Es una familia pétrea (…) Cada día intentamos matarnos, matar. No sólo no se habla sino tampoco se mira. Desde el momento en que se nos ve, no se puede mirar”.
Así, avanza la historia, aunque entreverada con el recuerdo de otras mujeres igualmente censuradas, por haber ejercido su libertad, por haber tenido amantes, por haberse entregado a la “infamia” del placer.
Intuimos que este ir y venir de recuerdos tiene una razón de ser, que sólo se nos da a entender bien avanzada la novela: Margarite Duras probablemente está viendo fotografías, que le evocan vivencias diferentes, las cuales nos cuenta, utilizando la primera persona, que se corresponde con ella misma, y la tercera persona de un narrador omnisciente, que proporciona objetivad a los hechos, en línea con la corriente literaria de la “nouveau roman”, donde suele incluirse a la autora francesa.
Ha sido una experiencia muy agradable volver a leer esta novela, por la que Marguerite Duras ganó el Premio Goncourt en 1984, porque, aparte de su calidad literaria, en el fondo, es un canto a la mujer, un reconocimiento de sus derechos como ser humano, como le dice la madre a la directora del pensionado, para que no controle las horas de regreso de su hija, cuando ya se conoce la relación con el comerciante chino: “es una niña que siempre ha sido libre, sin eso se escaparía, ni yo misma, su madre, puedo hacer nada contra eso, si quiero conservarla, debo dejarla libre”.