“Cada mañana desde hace seis meses, voluntariamente, he pasado unas horas delante del ordenador para escribir sobre lo que más miedo me da en este mundo: la muerte de un hijo para sus padres, la de una mujer joven para sus hijas y su marido. La vida me ha hecho ser testigo de estas dos desgracias, una tras otra, y me ha encomendado, o al menos así lo he comprendido, dejar testimonio de ellas”. Estas palabras las escribe Emmanuel Carrère cuando está a punto de acabar De vidas ajenas, un libro autobiográfico, en el que expresa su solidaridad con las personas que sufren.
Desde el principio del mismo, apreciamos la sobriedad y la sencillez con la que escribe, porque la primera historia que cuenta es terrible y no necesita de ningún aderezo formal. Philippe, que lleva tiempo viviendo en Medaketiya, Sri Lanka, donde ha encontrado la felicidad, ha perdido a su nieta Juliette en un tsunami. A pesar de todo, quiere seguir viviendo allí y ayudar a sus habitantes pescadores, que son sus amigos, a reconstruir sus vidas, quizá como una estrategia de supervivencia.
Carrère, que reflexiona sobre lo que cuenta, se siente diferente a Philippe: “Yo, tan alejado de esa sabiduría, yo, que vivo en la insatisfacción, la tensión perpetua, que persigo sueños de gloria y destrozo mis amores porque siempre me imagino que en otra parte. algún día, más tarde, encontraré algo mejor”.
Después de la experiencia del tsunami, escribe sobre Juliette, la hermana pequeña de su mujer, que acabó muriendo a causa del cáncer. De nuevo una desgracia en el centro del relato y nuevamente también las comparaciones con los otros, con los personajes de sus historias, de las que siempre sale mal parado por carecer de cosas que estos tienen, como por ejemplo la capacidad de amar. Así, cruzando la imagen de los demás con la suya propia, va hablándonos de sí mismo.
Después de la muerte de Juliette, un amigo de esta, Étienne Rigal, también minusválido y con el que había trabajado en el Tribunal de Vienne, le cuenta su relación con ella y su propia vida: la defensa de los más débiles al impartir la justicia; el miedo fundamental que roe a las personas por dentro, que no pueden afrontar, y con el que se puede doblegar su voluntad; la convicción de que la desgracia es una marca de nacimiento y ningún esfuerzo nos librará de ella; la aceptación de la minusvalía como una necesidad inexcusable para vivir; la administración de la justicia favoreciendo al débil; los trucos en los contratos de las entidades crediticias para engañar a los clientes; etc.
Y Patrice, el marido de Juliette, le cuenta los últimos días de esta en el hospital, hasta que la sedaron para que no sufriera: “Está de nuevo tendido cerca de ella, pero más cómodamente, casi como si estuvieran en la cama conyugal. Ella respiraba sin tropiezos, parecía no sufrir. Navegaba en un estado crepuscular que en un momento dado iba a convertirse en la muerte, y él la acompañó hasta aquel momento. Se puso a hablarle al oído, muy bajo, y mientras hablaba le tocaba suavemente la mano, la cara, el pecho, a intervalos la besaba con un roce de los labios”. Resulta enternecedor cómo Patrice, aunque sabe que el cerebro de su mujer no está en condiciones de analizar las vibraciones de su voz ni el contacto de su piel, tiene la esperanza de que perciba esos gestos de cariño en los últimos momentos. Es una expresión del amor que siente hacia ella, una forma de decirle que este sentimiento se sobrepone a la muerte.
Se podría decir que Emmanuel Carrère, premio Princesa de Asturias de las Letras 2021, escribe, como el Truman Capote de A sangre fría, con la credibilidad del que se ha documentado con testimonios de primera mano; pero, a diferencia de éste, que narra con objetividad, él se inmiscuye en el relato para opinar, para ofrecernos reflexiones personales sobre estas vidas ajenas de las que habla, porque, según declaraciones suyas, esto le parece más honesto que ausentarse del mismo. Incluso llega al extremo de que, una vez concluido el libro, se lo da a leer a las personas que lo protagonizan con el fin de conocer su opinión.