Éxito de las III Jornadas de Teatro y Gastronomía

Al recordar hoy la representación de “Novecento”, que tuvo lugar el pasado viernes en nuestro instituto, me vienen a la mente no sólo el personaje de Tim Tooney, que cuenta la historia, sino también el propio Novecento, el jazzman del Viginian, el marinero Danny Boodmann, el pianista de jazz Jelly Roll Morton y hasta 16 personajes más, cada uno con su voz y con su gesto. El mérito es del director del montaje, José Antonio Ortiz, pero sobre todo de quien da vida a estos personajes, Ricardo Luna, que ha alcanzado la madurez del actor que domina todos los recursos expresivos y que posee un gran sentido del tempo o ritmo teatral. Su compenetración con el siempre brillante Alberto de Paz, autor e intérprete de la música, es total. Ningún momento de espera, nigún gesto demás, cuando la música, tocada en directo, tenía que entrar, entraba, para complementar las palabras del actor.

Desde su estreno, en el teatro Circo de Puente Genil hace seis años, pasando por el teatro Alfil de Madrid, donde permaneció un mes, y el Gran Teatro de Córdoba, hasta el viernes pasado, en nuestro centro, la obra ha adquirido la madurez y el equilibrio que te hacen verla con naturalidad, con la naturalidad de la vida misma. 

El espacio de la representación no podía ser mejor: nuestro salón de actos convertido en la sala de máquinas del transatlántico Virginian, con todos los elementos necesarios: la iluminación en penumbra que le daban las velas, el humo que expulsaban dos artefactos estratégicamente situados, y el sonido del golpeteo del agua contra la madera del casco. Al fondo, el escenario con el andamio, que simula el interior del barco, por donde se movía Ricardo Luna, como pez en el agua.

Primero, fue la representación de Novecento y, después, la cena, con la que se ponía punto final a unas exitosas III Jornadas de Teatro y Gastronomía. El Departemento de Hostelería, sus alumnos y profesores, demostraron creatividad e imaginación, tanto en la ambientación del salón de actos, ya comentada, como en el diseño del menú, inspirado en la obra de Alessandro Baricco. En el primer acto, los berberechos al vapor, servidos en una lata, que recordaba a las utilizadas en los barcos; la mini-burger de osso-buco hacía referencia al destino norteamericano del Virginian; y el ravioli de boletus al país de procedencia del autor de la obra: Italia. En el segundo acto, un plato en continuo movimiento: la ensalada de mar con agua de tomate: En el tercero, el duelo entre la lubina asada y las manitas estofadas, que evoca el que mantienen al piano Jelly Roll Morton y Novecento. Así, hasta llegar al quinto y último, con la bomba de chocolate con corazón tierno, fiel reflejo del destino final y del carácter del protagonista. 

Este perfecto maridaje entre teatro y gastronomía nos recordó a tiempos pasados en nuestro instituto, cuando estábamos en la antigua universidad laboral de Córdoba. Me refiero a las inolvidables Jornadas de Cine y Gastronomía, impulsadas por nuestro compañero Benito Vaquero. Las buenas cosas permanecen, como debe ser.

Enhorabuena a todos los que han hecho posible estas III Jornadas Teatro y Gastronomía.

UNA HISTORIA DEL ZOO QUE NOS EMOCIONÓ

Ayer asistimos, dentro de las III Jornadas de Teatro y Gastronomía, organizadas por nuestro centro, a la representación de “Una historia del zoo” de Edward Albee, dirigida por Federico Vergne e interpretada por Carlos de Austria, en el papel de Jerry, y Rafael de Vera, en el de Peter. 

La buena acogida de estas jornadas por la sociedad cordobesa y, en particular, por los vecinos del barrio de Fátima es ya un hecho, pues el aforo del salón de actos, 250 espectadores, prácticamente se completó. Especial importancia tuvo la presencia masiva de alumnos del instituto, de distintos niveles educativos, que previamente habían trabajado la obra en clase con sus profesores de Lengua Española.

El salón de actos se vistió de gala para el evento, con las paredes cubiertas de telones negros, de los que colgaban cuadros abstractos de la pintora Lola Ortega. Más que el aula de un instituto parecía una sala alternativa de teatro independiente, como La Guindalera o el Teatro de Cámara Chejov de Madrid.

La música de jazz, que se podía escuchar, desde minutos antes de la representación, contribuyó a trasladarnos a la ciudad de Nueva Cork, donde se desarrolla la acción, a finales de los años cincuenta del pasado siglo. Estados Unidos, ya recuperado de su participación en la segunda guerra mundial, atraviesa por un periodo de esplendor económico, aunque sus ciudadanos, a los que representan Peter y Jerry, no se sienten realizados como personas. El primero, perteneciente a la clase media, lo tiene todo y nadie diría que es infeliz. Está leyendo relajadamente en un banco del parque, mientras el segundo se le acerca con actitud aparentemente divertida. No se conocen de nada y, a lo largo de la representación, se produce un proceso de alejamiento-acercamiento, en el que los dos actores, que los representan, nos dan una auténtica lección de interpretación, de saber estar sobre el escenario. Desde el principio, se establece entre ellos una complicidad con las miradas, sobre todo por parte de un Peter, sorprendido por la presencia de Jerry, o indignado, cuando le habla de matar a sus periquitos; y también por parte de éste último, cuando, dirigiéndose a los espectadores, con una mirada diabólica de satisfacción, nos descubre sus verdaderas intenciones de provocar que Peter acabe con su vida.

El nivel interpretativo sube aún más, en la parte central de la obra, con la historia triste de Jerry y el perro. Los dos actores lo bordan. El recurso de señalar con el dedo un lugar de la escena, donde supuestamente se encuentran las distintas habitaciones de la pensión hace que Peter y todos los espectadores con él desplacemos nuestras miradas hacia allí y veamos al perro negro, con los ojos sanguinolentos, o a la casera suplicándole que rezara por su animalito. El monólogo se convierte en un diálogo en el que Jerry habla con las palabras y Peter con los miradas y los gestos; y a veces, en momentos especialmente cómicos, los dos valiéndose de la expresión no verbal. 

El enfrentamiento final por la posesión del banco pone al descubierto la infelicidad de los dos personajes, pero especialmente de Peter, que, a pesar de tenerlo todo, anhela la vida de Jerry, que él considera llena de emoción, pero que es en realidad miserable y carente de sentido. 

La escenografía muy simple: el césped de un parque; un banco, cuyo respaldo blanco simula la lápida de un cementerio, porque tanto Peter como Jerry son como dos muertos en vida; y una farola con forma de jaula, que simboliza la incomunicación de ambos personajes. La iluminación en blanco, que no cambia en toda la representación, crea un ambiente neutro que no condiciona al espectador, con el fin de que se centre en lo que dicen y hacen los dos actores. 

Se agradece que pudiéramos disfrutar ayer de un montaje tan cuidado y profesional, donde todos los elementos (escenografía, iluminación, maquillaje, interpretación…) se integran para hacernos creíble la vida de dos personajes desgraciados que nos calaron hondo y que, a pesar del tiempo transcurrido, tienen más actualidad de la que se pudiera pensar.

Presión sobre el profesorado

En un reportaje publicado en El País, el 15 de enero, se analizaba el papel del profesor y la presión que se está ejerciendo sobre él, para la obtención de resultados. Por ejemplo, en Estados Unidos o Inglaterra, se pretende premiar a los docentes, cuyos alumnos consigan buenas calificaciones y castigar a los malos. En el primero de estos dos países , hay colegios públicos, donde, si los resultados son negativos o no responden a las expectativas previstas, los padres pueden hacerse con el control de los mismos e imponer nuevas normas. Los profesores son presionados, mediante un sistema de exámenes unificados, que recuerdan a las antiguas reválidas de la época franquista, y que sirven de baremo para evaluarlos.

Algunas de las propuestas del nuevo ministro de educación español, Ignacio Wert, apuntan en esta dirección, pues están previstas pruebas externas para todo el alumnado, al final de la enseñanza primaria y secundaria, con el fin de premiar a los centros que tengan mejores resultados y para servir de orientación a los padres a la hora de elegir uno para sus hijos. Así, se pretende mejorar la educación, olvidando que este sistema puede ahondar las diferencias entre los sectores más acomodados de la problación y los más desfavorecidos, si no incluye valoraciones del contexto, ni considera los recursos de los centros y la composición del alumnado. Además, se corre el riesgo, de generar malas prácticas enfocadas a maquillar los resultados por parte de algunos centros.

Por otro lado, al evaluar a los centros y al profesorado, en función de criterios meramente cuantitativos, se limita la libertad de éste para organizar sus clases y adaptarlas al tipo de alumnado. David Edwuards, vicesecretario general de la Internacional de Educación, abundaba en esta pérdida de autonomía del docente, en una reciente entrevista: “En la actualidad, se impone una rigidez cada vez mayor en la asignación de tareas, se le dicta al profesor lo que tiene que hacer en cada momento y se le evaúa en función de ello”. La consecuencia en muchos países es que se está produciendo una deserción en el ámbito escolar: los profesores cada vez duran menos en la profesión y prefieren buscar trabajo en otras áreas.

En Andalucía, hace algunos años, los docentes rechazamos mayoritariamente, al menos en los centros de enseñanza secundaria, el Programa de Calidad y Mejora de los Rendimientos Escolares para los centros docentes públicos, que establecía incentivos económicos ligados a los resultados escolares. Y lo hicimos porque no considerábamos ética esta ligazón y porque lo que nos debe importar a los profesores es el proceso de aprendizaje y la formación del alumnado, que suelen traen consigo buenas calificaciones.

Pero estamos en tiempos de resultados y sobre todo de airearlos cuando son negativos. Por ejemplo, las famosas pruebas PISA, tan tendenciosamente interpretadas, comparan a unos países con otros y establecen una especie de ranking, en el que se trata de estar lo más arriba posible. España, por ejemplo, está situada en la media, aproximadamente, de los países de la OCDE, en cuanto a resultados de nuestros alumnos en Lectura, Matemáticas y Ciencias; pero la prensa no suele dar a conocer la proximidad de los resultados españoles a la media, sino el orden que ocupamos entre los 31 países, es decir, nuestra situación en el ranking, que está algo más abajo de la media. Sin embargo, el orden, según Julio Carabaña, catedrático de Sociología la Universidad Complutense, no es relevante: “se parece mucho a la llegada en pelotón de una carrera ciclista. Por ejemplo, el país número 10 en lectura, Austria, está a sólo una décima de distancia de España, el 10º”.

También los medios de comunicación, al analizar los resultados de estas pruebas, omiten deliberadamente que aparecen en escala 1/6, con lo cual resaltan, por ejemplo, la obtención de un 4 en lectura como un suspenso, cuando en escala 1/10 equivaldría a cerca de un 7.

Como dice David Edwards, en la citada entrevista, hay que definir el concepto de calidad educativa, relacionando recursos, procesos y resultados. No basta sólo con éstos últimos, entre otras razones, porque aprobar a más alumnos es fácil; lo puede hacer cualquier profesor. Recuerdo que hace algunos años un compañero de facultad, que había impartido clases de lengua española, en un colegio público de Estados Unidos, me contó que, durante el primer año, actuó con equidad, al evaluar a sus alumnos nortamericanos, aprobando a unos y suspendiendo a otros. Pero los problemas que tuvo con los padres, las explicaciones que se le exigieron por parte de la dirección, las numerosas actividades de recuperación que le obligaron a diseñar, así como la mala fama que adquirió en el centro, le hicieron desistir de sus criterios y, a partir del segundo año, imitando la forma de proceder de los demás profesores, aprobaba a todos los alumnos, con nota alta, supieran o no lengua, y además les convencía de que se lo habían merecido, para que tuvieran la autoestima elevada y sus familias fueran felices.

Lo que tendría que hacer la administración es apoyar y potenciar el buen trabajo docente, que considera, por encima de todo, el proceso de aprendizaje, incluida la educación en valores, y la adaptación del currículum y la metodología al tipo de alumnado, porque los resultados vendrán solos.

Sin embargo, en nuestro país parece que se está haciendo justo lo contrario: en lugar de valorar este buen trabajo docente, se baja el sueldo a los docentes, con el argumento de que deben contribuir a reducir el déficit público y a paliar una crisis económica, que no han provocado, y en algunas comunidades autónomas, como Madrid, se les ha aumentado la carga lectiva en dos horas, como si nadie supiera que dos horas más de clase suponen más horas de preparación, de corrección de exámenes, de entrevistas con las familias, etc., además de los profesores interinos que se quedan sin trabajo. Solamente falta que nos obliguen aprobar a todos los alumnos, como le sucedió a mi amigo.