EL COMPROMISO EN LA LITERATURA

Al estudiar en clase la literatura española, a partir de 1940, hemos comentado una corriente, denominada realismo social, que se manifiesta en la narrativa, la lírica y el teatro. Los autores de la misma se plantean con sus obras transformar la sociedad, expresando su solidaridad con los humildes y oprimidos, y denunciando las injusticias.

Así, por ejemplo, Gabriel Celaya escribe:

«Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto
para ser y, en tanto somos, dar un “sí” que glorifica.

Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan
decir que somos quien somos,
la poesía no puede ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando fondo.

Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.»

Sus versos, por tanto, se dirigen a las personas que sufren y tienen como finalidad denunciar sus problemas, porque, España está viviendo bajo la opresión de una dictadura, que reprime a los ciudadanos (“vivimos a golpes”) y les impide expresar lo que sienten (“porque apenas si nos dejan decir que somos quien somos”).

También Armando López Salinas en su novela “La mina” aboga por un cambio, al denunciar el absentismo de los señoritos en el campo andaluz, que provoca el paro y la emigración de las familias hacia el norte de España, en busca de trabajo:

«-Yo creo que esta tierra la hacen mala los hombres. Tienen tierras y no viven en ellas, las tienen en barbecho porque el campo no pide pan como las criaturas. Toda la vida he trabajado y toda la vida ando maldiciendo esta puta tierra –comentó el tío Emilico.»

Observemos el uso de un lenguaje sencillo, imitando el habla coloquial, con el fin de llegar a los lectores menos instruidos.

Y un tercer ejemplo del género teatral, donde Carlos Muñiz pone al descubierto, en clave paródica, la esclavitud del trabajador en la oficina:

«FRANK. (Frotándose las manos.) –Señor Crock… Usted comprenderá que todo lo que hace no está bien. Se ha reído hace un momento. Lo he visto con mis propios ojos.
CROCK. –Sí, señor, Lo reconozco. A veces, me río.
FRANCK. –Y usted estaba hablando por teléfono.
CROCK. –Sí, señor.
FRANCK. –Y usted comprenderá que si el señor Director prohíbe hablar por teléfono, no se debe hablar por teléfono.
CROCK. –Era mi amigo. Tenía que darme un recado.
FRANCK. –¡No hay recados! ¡No hay amigos! ¡No hay nada contra las órdenes del señor Director!
CROCK. -¡Hombre, señor Franck… Yo creo que…
FRANCK. –Usted no puede creer nada. El señor Director lo ha prohibido. Y procure no retrasarse por las mañanas. Hoy se ha retrasado cinco minutos.»

A Crock se le niega su condición humana (reír, pensar…), como si esta fuera algo anormal, de tal modo que, si quiere seguir trabajando, debe ocultarla.

Esta corriente de realismo social, a la que pertenecen los tres textos comentados, responde a unas circunstancias históricas concretas -la dictadura opresora del general Franco- y se sustenta en la idea de que la obra literaria debe ser útil para cambiar la sociedad y dirigida a un público lo más amplio posible. Sin embargo, al cabo de algunos años, los autores, que se incluyen en ella, acabaron desengañados, porque sus obras sólo alcanzaban a una minoría de lectores.

Os planteo algunas preguntas para reflexionar sobre lo expuesto:

¿Estáis de acuerdo con los objetivos del realismo social? ¿Deben comprometerse los escritores ante los males que aquejan a la sociedad y ponerse al servicio de los cambios? ¿Han de adoptar una actitud crítica hacia el mundo concreto que les ha tocado vivir? ¿Debe contribuir la literatura, y el arte en general, a construir una sociedad más justa? ¿Se ha de subordinar la forma al contenido, con el fin de llegar a las personas que tienen menos instrucción o, por el contrario, los valores estéticos están por encima de cualquier otra consideración?

INSULTAR

Dice Pardal, el niño que protagoniza el cuento “La lengua de las mariposas”: “Yo había oído muchas veces a mi padre blasfemar contra Dios. Lo hacían todos los hombres. Cuando algo iba mal, escupían en el suelo y decían esa cosa tremenda contra Dios. Decían las dos cosas: me cago en Dios, me cago en el diablo”.

Tiene razón Pardal, pues, se crea  o no se crea en Dios, cuando algo nos sale mal o algo nos molesta, los hombres blasfemamos, como si haciéndolo, por un lado, reafirmáramos nuestra hombría y, por otro, nos sintiéramos con más fuerzas para superar el problema.

También, cuando alguien nos hace una trastada o incluso por el simple hecho de llevarnos la contraria, solemos maldecirle o insultarle, eso sí, nunca en su presencia, con el fin de evitar que la situación derive en un enfrentamiento físico del que podemos salir malparados.

Esta costumbre de utilizar palabras soeces o insultar está muy extendida. El ejemplo más claro lo tenemos en los llamados “reality shows”, donde la descalificación, incluso entre personas con formación universitaria, es habitual. Probablemente sea un recurso más para atraer la audiencia; pero, en realidad, como dice el filósofo Emilio Lledó, los insultos tiene como objeto “la anulación del prójimo”, es decir, se recurre a ellos, cuando se carece de argumentos.

En el centro, es frecuente escuchar a los alumnos decir tacos e insultar a los compañeros, como si eso formara parte del uso normal del lenguaje. Hace unos días, llamé la atención de uno de ellos, porque le había dado el profesor la tarjeta amarilla para ir al servicio y, más que desplazarse hacia este lugar, estaba dando un paseo por las diferentes dependencias del centro, aparte de saludar y conversar amigablemente con los compañeros que se iba encontrando. La primera reacción fue negar la evidencia de lo que estaba haciendo y caminar con más lentitud si cabe; después, como le llevé a Jefatura de Estudios, acabó refiriéndose a mí despectivamente.

No sé que influencia pueden tener los medios de comunicación y, en particular, los programas de televisión, donde los contertulios se insultan, en hechos como el acabo de relatar. Lo cierto es que nuestros alumnos los ven y pueden tenerlos como referentes, a la hora de comportarse en la vida. Pero lo peor es lo que se oculta detrás de estas actitudes: la ausencia de argumentos y la descalificación del que piensa diferente.

Al final del cuento “La lengua de las mariposas”, el maestro, que ha sido detenido por los franquistas, cuando se inicia la guerra civil, es insultado,  primero, por el padre de Pardal,  que le llama: “¡Asesino! ¡Anarquista! ¡Comeniños!”; y, después, por éste último, que utiliza para ofenderle las palabras raras que el propio maestro le había enseñado: “¡Tilonorrinco! ¡Iris!.

Ninguno de los dos tiene argumentos morales para insultarle: el padre, porque comparte la ideología republicana con el maestro; y el hijo, porque lo considera buena persona, y siente por él una verdadera admiración. Pero acaban cometiendo esta traición, para salvar la vida.

LOS RUIDOS

Me Contaba, hace unos días, una compañera que tiene un vecino al que le gusta escuchar la música muy alto, durante todo el día y parte de la noche. La consecuencia es que ella y su familia tienen problemas para conciliar el sueño y para concentrarse en actividades, que requieren una especial atención, como la lectura. Cuando han ido a la casa del vecino para comentárselo, éste les ha dado a entender que no era consciente del volumen excesivo de su equipo de música.

En las aulas, también suele darse el problema del ruido, tanto el producido por nuestros alumnos, como el proveniente de las aulas contiguas. En los intervalos, entre clase y clase, el ruido puede llegar a ser ensordecedor. Algunos alumnos es como si hubieran estado encerrados, durante una hora, y necesitaran liberarse con gritos, peleas simuladas y carreras por los pasillos.

En las salas de cine, la situación alcanza niveles esperpénticos, pues se supone que vas a ver una película –pongamos un thriller- y acabas soportando otra de efectos especiales, tal es el ruido producido por los que comen sin cesar palomitas, sorben, de cuando en cuando, coca-cola u otro refresco, o desenvuelven lentamente, muy lentamente, un caramelo.

Incluso los humanos hemos invadido, con nuestro ruido, los bosques y espacios naturales, donde la tranquilidad es un componente necesario para la fauna y la flora. En un artículo publicado en el año 2009 en Park Science, unos investigadores explicaban que la intrusión humana alteraba el comportamiento de los animales, en actividades buenas para su salud, como  buscar comida, aparearse u ocuparse de las crías.

Lo curioso es que, cuando le llamas la atención a las personas que molestan con sus ruidos, la respuesta suele ser, como la del vecino de mi compañera, que no son conscientes de producirlos. Quizás habría que hacerles pasar por la desagradable experiencia de soportarlos, para que tuvieran algo de conciencia.

IR DE CRÁNEO

Acabo de escuchar una tertulia, en el programa de radio nacional “No es un día cualquiera”, sobre la expresión “ir de cráneo”, que, según el diccionario de la RAE, se utiliza para referirnos a las personas que se hallan en una situación comprometida, de difícil solución; personas que pierden el control sobre lo que hacen.

Oyendo el programa, he recordado la película “Cisne negro”, recientemente premiada en los Óscar, cuya protagonista es una bailarina que ha alcanzado la perfección técnica; pero, para interpretar “El lago de los cisnes”, se le exige algo más: seducir, transmitir pasión, mediante sus gestos y movimientos, para lo cual necesita perder el control, que la hace técnicamente perfecta; dejarse llevar por la música y que su baile resulte espontáneo y lleno de vida. Esto la obsesiona hasta el extremo de lesionarse a sí misma con el fin de experimentar la fuerza y la pasión que necesita para encarnar al personaje; sin embargo, no es consciente de este proceso de autodestrucción, como no lo somos los espectadores, que asistimos sorprendimos a hechos, que aparentemente carecen de explicación. Sólo al final, cuando la bailarina representa, por primera vez, “El lago de los cisnes”, tomamos conciencia de la tragedia.

Resulta sorprendente que a una persona, que ha consagrado su vida a conseguir el objetivo de protagonizar un ballet, para lo cual se ha esforzado, hasta la extenuación, ha renunciado a su intimidad y ha llevado una existencia austera, sometida a una disciplina estricta, en especial en los hábitos alimenticios, se le exija justamente lo contrario para lo que ha sido preparada: la pérdida del control.

A algunos alumnos les sucede al revés que a la bailarina de «Cisne negro»: les exigimos que no pierdan el control, que no se dejen arrastrar por el instinto o las pasiones. Se comentaba, hace unos días, en la sala de profesores el caso de una chica, a la que las circunstancias, de vez en cuando, la desbordan y lleva a cabo acciones de las que luego se arrepiente. Las circunstancias son de lo más comunes en el ámbito docente: la comunicación de un suspenso que no espera, una amonestación verbal del profesor, que considera injusta, etc. Sin embargo, algo sucede en la mente de esta alumna, “se le cruzan los cables”, como se dice vulgarmente, y se enfrenta al profesor o a quien se le ponga por delante.

Es evidente que todos, alguna vez, nos hemos encontrado en una situación comprometida, y hemos perdido el control, incluidos los profesores, porque no siempre nos levantamos con el pie derecho ni nuestros alumnos se comportan adecuadamente.

Claro que perder el control no siempre nos va a llevar a faltarle al respeto a las personas con las que convivimos o a autodestruirnos, como le sucede a la protagonista de «Cisne negro», sino que, a veces, puede ser un incentivo, que nos saca de la rutina y nos hace madurar.