Vigencia de Montaigne

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Este es otro de los libros que permanecían cerrados en algún estante de mi biblioteca; pero, nada más iniciar su lectura, he tenido la sensación de algo leído, tales son las verdades y reflexiones atinadas que encierran estos ensayos escogidos de Montaigne (1533-1592), como el dedicado al miedo que afecta de distinta forma a las personas, según su nivel económico: “Los que viven en continuo sobresalto por temor de perder sus bienes y ser desterrados o subyugados, viven siempre en constante angustia, sin comer y beber en reposo; mientras que los pobres, los desterrados  y los siervos suelen vivir con mucha mayor alegría”. También cuando alude a la coincidencia de las escuelas filosóficas en que hemos venido al mundo para disfrutar y no para sufrir, a pesar de la certeza de  la muerte, que nos sorprende y causa temor: “Tengámosla viva en nuestra imaginación y veámosla en todas las fisonomías. Al ver tropezar un caballo, cuando se desprende una teja de lo alto, ante el más insignificante pinchazo de un alfiler, insistamos en pensar: ¿será este mi último momento?, procurando endurecernos y esforzarnos”. 

Considera fundamental la educación de los hijos, diferenciando entre la inclinación natural y las normas que les obligamos a seguir, poniendo el énfasis en el entendimiento y las costumbres, por encima de la enseñanza de conocimientos, y defendiendo el diálogo en la línea de Sócrates; “Querría yo que el maestro se valiera de otra táctica y que, desde luego, según el alcance espiritual del discípulo, comenzara a valorar a sus ojos el exterior de las cosas, haciéndoselas gustar, escoger y discernir por sí mismo, bien preparándose el camino, bien dejándole abrirlo por sí mismo. Tampoco quiero que el maestro fabulice y hable solo; es necesario que oiga a su discípulo hablar a su vez (…) Conviene que lo que acaba de aprender el niño lo explique éste de diversas maneras y que lo acomode a otros tantos casos, para comprobar si recibió bien la enseñanza hasta asimilarla”. Este planteamiento coincide con las tendencias pedagógicas más avanzadas de la actualidad, por ejemplo, con la competencia de aprender a aprender, que figura en los currículos de Primaria, ESO y Bachillerato, y que consiste en que los estudiantes aprendan a construir su propio conocimiento. Del mismo modo hay que considerar su decidida defensa de viajar a otros países desde muy jóvenes para aprender lenguas diferentes a la nuestra,  “para disfrutar el espíritu de los países que se visitan y sus costumbres y para pulir nuestra inteligencia con el contacto de los demás”.

Añade un consejo sobre la actitud del maestro con el alumno, que nos hubiera venido muy bien a los docentes, cuando empezamos a impartir la Enseñanza Secundaria Obligatoria, hace algunos años: “Bueno es que se muestre a su vista con el fin de que juzgue sus bríos y ver hasta dónde se debe rebajar para ceñirse a sus fuerzas. Si no se tiene esto en cuenta, poco se conseguirá; saber escoger y conducir con acierto y mesura es una de las labores previas más difíciles que conozco”.

Llama la atención la humildad de Montagne al escribir estos ensayos, quitándose todo el mérito, que atribuye fundamentalmente a dos escritores clásicos: Séneca y Plutarco, a los que, en efecto, cita continuamente: “Comparadas mis razones con las de aquellos maestros, me siento débil y mediocre, tan pesado y poco brillante, que no solo me doy pena sino que llego a menospreciarme;  alegrándome en cambio que muchas veces mis opiniones coincidan con las de los antiguos”.

A la humildad, hay que añadir el relativismo y antidogmatismo con los que afronta su análisis de la realidad, principios de razonamiento muy modernos: “Esto que queda escrito son mis opiniones e ideas; yo las expongo según las veo y las creo discretas, no como cosa indiscutible que ha de creerse por completo. No tengo otro propósito que el de trasladar al papel lo que siento. Es posible que mañana resulte diferente si nuevas enseñanzas transforman mi manera de ser”. Y esto mismo lo aplica al pensamiento de los clásicos, que no se puede considerar como algo incontrovertible, como dijo Dante en la Divina Comedia: “Tanto como saber me agrada dudar”.

Sólo tienen una rémora los ensayos, que una mente tan lúcida y racional como la de Montaigne no puede soslayar: la discriminación de la mujer, a la que considera inferior al hombre, como, por ejemplo, cuando se refiere a su incapacidad para cultivar el sentimiento de amistad, que atribuye a una supuesta falta de solidez de su alma: “Pero no hay ejemplo de que el sexo femenino haya dado pruebas de semejante afecto, por lo que las antiguas escuelas filosóficas declaran a la mujer incapaz de de profesarla”. O cuando dice de la esposa: “El más útil y honroso saber, y la ocupación más digna de una esposa es la ciencia del hogar”. Probablemente esta discriminación se explica por la época en que le tocó vivir, donde el papel de la mujer estaba completamente supeditado al hombre y su función exclusiva era llevar las riendas del hogar. 

Considera a la amistad como el último extremo de perfección en las relaciones que ligan a los humanos, superior a la existente entre padre e hijo o entre marido y mujer, porque la amistad se basa en la comunicación, es libremente elegida e imperecedera:

“¡Oh hermano mío; qué desgracia haberte perdido!

Tu muerte acabó con todas las alegrías 

que tu dulce amistad nutría mi vida.

Al morir, quebraste toda mi dicha, hermano.

Contigo, toda mi alma está enterrada…”

(Catulo)

Para corroborar o avalar sus tesis, como en este caso, suele apoyarse en citas de escritores antiguos, que son los únicos que lee, porque le parecen más sólidos y sustanciosos que los nuevos. Muestra su admiración por los ya citados Séneca y Plutarco, porque sus obras nos enseñan deleitando; entre los poetas prefiere a Virgilio, Lucrecio, Catulo y Horacio; de los autores de teatro destaca a Plauto y Terencio; en los historiadores, que son su pasión, encuentra la pintura del hombre, y entre ellos, además de Plutarco, señala a César, que es capaz de hablar sinceramente de sus enemigos, escribe con objetividad y sin refinamiento, y sabe seleccionar lo más relevante.

Su elogio de la conversación es incondicional: “El más fructuoso y natural ejercicio de nuestro espíritu es, desde mi punto de vista, la conversación”. Además -añade-, que cuando alguien le contraría, despierta su atención, no su cólera, porque celebra la verdad cualquiera que sea la mano en la que encuentra. A los que ponen demasiado ardor en la defensa de sus opiniones, los considera estúpidos, porque con ello lo único que demuestran es debilidad.

Sorprende la vigencia de estas reflexiones de un pensador del siglo XVI, muchas de las cuales son perfectamente aplicables en la actualidad, pues no trata de transmitirnos información, sino normas de comportamiento ético, que cualquiera podría asumir, por su sensatez y equilibrio. Montaigne, guiándose siempre por la razón y la duda, reflexiona sobre sí mismo, sobre su propia vida, trata de aclararse: “yo mismo soy el contenido de mi libro”, escribe en el prólogo. Este tono confesional, acompañado de un estilo sencillo, sin artificios, pero al mismo tiempo profundo, impregna estos ensayos de cercanía y credibilidad. Además, se apoya continuamente en textos clásicos, con lo que no sólo le leemos a él sino también a todos los autores que él ha admirado.