El prólogo con el que se inicia esta novela, publicada por primera vez en 2007, es inquietante, por las referencias a una vida pasada infeliz; y el primer capítulo confirma este desasosiego, con la protagonista, Rebecca, que regresa a su casa del trabajo, en un cadena montaje de Chautauqua Falls, por un camino solitario de sirga, y es seguida por un individuo bien vestido y con un sombrero panamá: “El puente en Poor Farm Road estaba todavía a kilómetro y medio. ¿Cuántos minutos? No era capaz de calcularlo: ¿veinte? Y correr estaba descartado. Se preguntó qué sucedería durante aquellos veinte minutos”.
Mientras esto sucede, evoca, a través de un narrador omnisciente, su vida actual, con un hijo de tres años que la espera en casa de unos amigos; y un marido, Niles Tignor, que se ausenta durante semanas por razones supuestamente de trabajo. Pero también recuerda, veinte años atrás, en 1939, la vida con sus padres, que se vieron obligados a emigrar a Estados Unidos huyendo del nazismo; su difícil integración en este país, sobre todo por las dificultades para aprender el nuevo idioma y por la decisión absurda de no hablar alemán ni siquiera en la intimidad de la casa.
A estas dificultades de adaptación hay que añadir: el carácter violento y atormentado del padre, Jacob Schwart, como consecuencia de las calamidades pasadas, que lo habían llevado de profesor de Matemáticas en Munich, al trabajo agotador de sepulturero en Milburn, con un salario miserable; las crisis nerviosas de una madre pusilánime y tartamuda, Anna, que había sido una muchacha bonita y esbelta, que tocaba el piano en Alemania; los problemas de conducta del hermano mayor en la escuela; la vida miserable en la casa al lado del cementerio; el olor a hierba podrida, que impregnaba la piel y el pelo; las burlas de la gente del pueblo.
La situación en su familia se degrada de tal forma, sobre todo a raíz de la enfermedad de la madre, que se vuelven como animales, chapoteando en la miseria y en la suciedad: “Con frecuencia la comida se devoraba sacándola de la pesada sartén de hierro que permanecía más o menos continuamente sobre el fogón, tan cubierta y encostrada de grasa que ni siquiera era necesario limpiarla. Había además harina de avena en una olla en el fogón que tampoco se limpiaba nunca. Siempre había pan, mendrugos y cortezas de pan, y galletitas saladas Ritz, que se comían a puñados; latas de conservas: guisantes, maíz, remolacha, chucrut, judías verdes y alubias cocinadas que se comían directamente de la lata con una cuchara”.
Los momentos de ternura y alegría son como leves destellos, en medio de la oscuridad, por ejemplo entre ella y su madre: “Rebecca secaba la vajilla para ayudar a mamá. Eran momentos felices para Rebecca. Sin que mamá diera la menor señal de notarlo, y menos aún de que lo considerase molesto, Rebecca podía pegarse a sus piernas, que despedían una tibieza extraordinaria. A través de unos párpados casi cerrados miraba hacia arriba, para ver a mamá que también la miraba”. O cuando esperan infructuosamente la llegada desde Europa, en el barco Marea, de la hermana de Anna y su familia, y comienzan a hacer planes para acondicionar mejor la casa, de manera que pudieran alojarse junto con ellos.
Pero el sentimiento de odio hacia todas las personas, incluidas ella y su madre, que se apodera del padre, como consecuencia del rencor y la frustración, desemboca en un estallido de violencia extrema.
Lo sorprendente es la sensatez que demuestra Rebecca, después de haber vivido en un ambiente familiar tan hostil, por ejemplo, cuando conocemos, a través del estilo indirecto libre, su pensamiento crítico sobre las clases que le daban en el instituto: “La asignatura que menos le gustaba era el álgebra. ¿Qué tenían que ver las ecuaciones con las cosas de verdad? Y en la clase de Lengua se veían forzados a memorizar poemas de Longfellow, Whittier, Poe, ridículas cantarinas, ¿qué tenían que ver las rimas de los poemas con las cosas?”. O cuando le pregunta con una lógica aplastante a la señorita Lutter, que acabó adoptándola: “¿Por qué permitió Jesús que lo crucificaran, señorita Lutter? No tenía por qué hacerlo, ¿verdad que que no, si era hijo de Dios?”.
Sin embargo, la adversidad va a seguir formando parte de su vida, después de casarse supuestamente con Tignor: “Bebía con él en las primeras horas de la mañana cuando no conciliaba el sueño. A veces lo tocaba, con suavidad. Con el cuidado de una mujer que toca a un perro herido que podría volverse contra ella, gruñéndole”. Incluso cuando huye con el hijo de ambos, Niley, y parece que las cosas le van ir mejor, la sombra de la violencia la persigue, o al menos eso es lo que se transmite a los lectores, que en cualquier momento esperamos su reaparición, quizá por el peso de un pasado que trata de olvidar o porque es una mujer frágil, insegura y vulnerable: “parecía una llama vertical, erguida, atraía las miradas, deslumbraba; pero una llama, después de todo, es una cosa delicada, una llama puede verse amenazada de repente, destruida”.
Se ve forzada a cambiar de identidad, convirtiéndose en Hazel Jones, lo cual le va a permitir continuar con su vida, así como encontrar la felicidad con Chet y la esperanza de un futuro para su hijo como pianista; pero la autora estadounidense, en un audaz juego de simetrías, aún nos tiene reservadas más sorpresas: la reaparición del hombre con el sombrero panamá, Byron Hendricks; el retorno del presentador del programa de jazz que escuchaba, de forma obsesiva, el hijo de la protagonista, cuando era pequeño; la vuelta del espíritu atormentado de la familia Schwart, que parece concentrarse en las manos delicadas de éste, con toda su fuerza, con sus ventajas e inconvenientes; el regreso a sus orígenes, como empleada de hotel, de la propia Hazel Jones, antes Rebecca Schwart; y sobre todo el reencuentro, mediante un delicioso intercambio de cartas, con su prima Freyda, 57 años después de que soñara con su llegada a Milburn.
Para contar esta historia de violencia y superación, Joyce Carol Oates utiliza una escritura fluida y sencilla, que en ocasiones se ve interrumpida por frases filosóficas, algunas de grandes pensadores, que reflejan el temperamento obsesivo de los personajes, particularmente del padre: “La humanidad teme a la muerte… ¡Ocúltales tu debilidad y un día se lo devolveremos con creces!.. El individuo es confusión… La vida es lucha incesante, conflicto”.
Demuestra, además, una gran capacidad de sugerencia, dando a entender, por ejemplo, la violencia, a través de las consecuencias de la misma: “Rebecca se movía con dificultad y ocultaba el pelo bajo un pañuelo. En la cadena de montaje se vio que tenía la cara hinchada, y que su gesto era huraño. Cuando se quitó las gafas de sol con montura de plástico, de la clase barata y risueña que se compraba en las farmacias, y las reemplazó por los anteojos protectores se pudo ver que tenía el ojo izquierdo hinchado y amarillento. Cuando Rita le dio un codazo y le dijo al oído: «Vaya, corazón, ha vuelto. ¿No es eso?», Rebecca no respondió.”
Sus descripciones son impresionistas y mordaces: “Tignor era como una gran luna de rostro maltrecho en el cielo nocturno, y sólo veías la parte brillantemente iluminada, resplandeciente como una moneda, pero sabías que había otro lado, oscuro y secreto. Los dos lados de la luna marcada de viruela eran simultáneos, pero querías pensar, como una niñita, que sólo existía la parte iluminada”. Y sus imágenes expresivas y contundentes, como un golpe en pleno rostro: “Tenía la cabeza tan vacía como una nevera arrojada en un vertedero.”
La hija del sepulturero es una novela cuyo interés no decae en sus cerca de setecientas páginas, fundamentalmente por la fuerza y autenticidad de su protagonista, inspirada en su propia abuela, una mujer que tuvo que luchar contra un destino incierto e impregnado de violencia machista, y que representa un modelo de superación ante la adversidad, al descubrirnos cada día una razón para seguir viviendo dignamente. En este sentido, ha declarado Joyce Carol Oates: “Me gusta poner a los personajes en momentos de crisis para conocer su coraje, no es la violencia en sí lo que me interesa.”