La historia se cuenta desde el punto de vista de Stevens, mayordomo de una casa señorial inglesa. Desde el principio, reconocemos el tono sumiso de este narrador, que se dirige a unos receptores, que parecen estar escuchando lo que dice: “Sin duda convendrán conmigo (…) Es algo que con toda seguridad entienden (…) Con su permiso (…) Espero que disculpen mi falta de precisión”. Es decir, se dirige a ellos como pidiéndoles/pidiéndonos aceptación de las decisiones que ha ido tomando en su vida.
Los problemas que le preocupan más en su trabajo son la organización del servicio y el trato con el nuevo dueño, mister Farraday, el cual emplea un tono jocoso al hablar, al que Stevens no sabe como corresponder, acostumbrado a la seriedad y al estricto protocolo del anterior, Lord Darlington Por eso, entre otras razones, va a buscar a la antigua ama de llaves, miss Kenton, cuyos servicios necesita de nuevo.
Kazuo Ishiguro, Premio Nobel de Literatura 2017, consigue, mediante un lenguaje claro y sencillo, introducirnos en la mente de este disciplinado mayordomo, de tal forma que vamos conociendo poco a poco sus miedos e inquietudes, sus emociones: “Fue una sensación muy agradable contemplar aquel paisaje, con la brisa acariciando mi cara y escuchar los sonidos del verano: creo que fue en aquel preciso momento cuando por primera vez sentí energía y entusiasmo para afrontar los días venideros, los cuales, con toda seguridad, me tenían reservadas interesantes experiencias”. También, que nos preguntemos con él algo que probablemente nunca nos hemos preguntado: “¿Qué significa ser un gran mayordomo?”; y que le sigamos en sus disquisiciones hasta llegar a la conclusión de que la cualidad principal es la dignidad, que consiste en guardar siempre las apariencias reprimiendo las emociones, lo cual no deja de ser una definición perfecta de la aristocracia inglesa, y en general del ciudadano de este país.
La novela está escrita como un diario, que se desarrolla en seis días, los que emplea Stevens en localizar a miss Kenton; pero no sólo recoge los pormenores del viaje, sino que con frecuencia se producen analepsis o saltos atrás, que nos permiten conocer la relación entre estos dos personajes y la vida en la mansión, cuando pertenecía al antiguo dueño.
Stevens es extraordinariamente preciso con los lugares por donde pasa o donde se aloja. También, con los sentimientos que va experimentando o con los retos personales que se plantea para satisfacer a su nuevo señor, como, por ejemplo, mejorar su sentido del humor: “Siempre que me encuentro ante una situación extraña, intento formular tres chistes sobre las circunstancias que me rodean en ese momento”. O sobre cómo ha evolucionado la profesión de mayordomo, que se refleja en la importancia creciente de los objetos de plata, para indicar el nivel de una casa: “Me complace poder recordar varias ocasiones en que la plata de Darlington Hall impresionó gratamente a nuestras visitas. Recuerdo la vez que Lady Astor comentó, no sin cierto resquemor, que nuestra plata era probablemente incomparable”.
Dos estímulos, que en realidad son dos secretos a desvelar, nos inducen a seguir leyendo: la verdad sobre las relaciones entre Stevens y miss Kenton y la auténtica catadura moral de Lord Darlington, que representa a una parte importante de la aristocracia inglesa.
Hay referencias breves, simples pinceladas, al contexto histórico: “Actualmente todo el mundo sabe muy bien que el señor Ribbentrop –el embajador alemán- era un farsante, que durante aquellos años Hitler se propuso ocultar sus verdaderas intenciones a Inglaterra todo el tiempo que fuese posible, y que la única misión en nuestro país del señor Ribbentrop fue orquestar este engaño”. El propio Lord Darlington se muestra antisemita (“Stevens, hay un asunto que he estado pensando mucho. Sí, mucho. Y he llegado a la siguiente conclusión. Entre la servidumbre de Darlington Hall no podemos tener judíos”), elitista y opuesto a la democracia y al voto popular (“Fíjese en Alemania y en Italia. Fíjese en lo que puede hacer un gobierno fuerte si se le deja, no como aquí con tanto sufragio universal”). Desgraciadamente, estas ideas acaba haciéndolas suyas, Stevens, como buen mayordomo, con el argumento de que las masas, donde se incluye él mismo, no están preparadas para decidir.
Por otra parte, de forma gradual, porque Ishiguro es extraordinariamente sutil, intuimos que el deseo de Stevens de que vuelva miss Kenton a ocupar su antiguo puesto de trabajo desborda lo estrictamente profesional, porque, mientras trabajaban juntos, él se mantuvo siempre distante, ajeno a las insinuaciones de ella, y centrado exclusivamente en su trabajo de mayordomo, como si no tuviera sentimientos, siempre controlándose y pensando en las posibles consecuencias de sus actos; pero ahora, en cambio, relee continuamente la carta que miss Kenton le envió, en especial, los pasajes que desprenden cierta melancolía de cuando ambos trabajaban en la mansión: “Me gustaba mucho contemplar el paisaje que se veía desde los dormitorios del segundo piso, con las colinas a lo lejos…”.
A medida que avanzamos hacia el final de la novela, deseamos que llegue el reencuentro entre el mayordomo y la antigua ama de llaves; pero curiosamente éste tiene lugar sin que lo sepamos directamente los lectores, pues vamos a conocerlo, mediante una analepsis, que establece la distancia entre ambos, sobre todo por parte de él, que guarda las apariencias hasta el último adiós. No asume sus sentimientos hacia ella, aunque sí acaba reconociendo los errores de Lord Darlington, que también son los suyos. Por eso, se plantea cambiar, en lo que le queda de vida: “quizá deba seguir el consejo de no pensar tanto en el pasado, y de mostrarme más optimista y de aprovechar el máximo de lo que resta del día”.