Hace unos días conocimos la noticia de que el autor estadounidense Philip Roth ha dejado de escribir, a la edad de 79 años, a pesar de que goza de buena salud y cuenta con una notable producción literaria.
Enrique Vila-Matas, en su libro «Bartleby y compañía» habla, precisamente, de los que dejan de escribir e indaga en las razones de cada uno para haber tomado esta decisión.
Cuenta casos curiosos y sorprendentes de escritores, como Juan Rulfo, que cuando le preguntaron por qué llevaba tantos años sin escribir, después de la publicación de sus obras maestras, Pedro Páramo y El llano en llamas, respondió: «Es que se me murió el tío Celerino, que era el que me contaba las historias».
Otro ejemplo, aunque diferente, es el de Pepín Bello, amigo de los componentes de la Generación del 27 y hombre de gran ingenio, que renunció a escribir, porque consideraba que él no era nadie, al lado de García Lorca, Buñuel o Dalí.
Un tercer caso, este sin duda más complejo, es el de Jaime Gil de Biedma, que respondió a la pregunta de por qué no escribía lo siguiente: «Mucha gente me lo pregunta y yo me lo pregunto. Y preguntarme por qué no escribo, inevitablemente desemboca en otra inquisición mucho más azorante: ¿por qué escribí? Al fin y al cabo lo normal es leer. Mis respuestas favoritas son dos. Una, que mi poesía consistió -sin yo saberlo- en una tentativa de inventarme una identidad; inventada ya, y asumida, no me ocurre más aquello de apostarme entero en cada poema que me ponía a escribir, que era lo que me apasionaba…». Y es verdad que él vivió con una doble identidad, como refleja en su poema «Contra Jaime Gil de Biedma», donde habla de dos personalidades diferentes y contrapuestas: el hombre serio y formal, que se levanta temprano, viste elegantemente y trabaja como director de una oficina; y el que frecuenta la noche barcelonesa, busca el placer carnal de forma obsesiva y se recoge bebido a altas horas de la madrugada.
Luego, está el caso del escritor que no se decide a serlo por prejuicios, como Joseph Joubert, que pasó toda su vida buscando las condiciones justas para escribir y acabó extraviándose en esa búsqueda. Afortunadamente, mientras tanto, llevó a cabo un diario, que los amigos, a su muerte, se tomaron la libertad de publicar.
A estos cuatro ejemplos podríamos añadir más de escritores que no han llegado a escribir nunca, o han escrito uno o dos libros y, luego, han renunciado a seguir haciéndolo o, simplemente, que han experimentado el «horror vacui», es decir, se han sentido paralizados ante la hoja en blanco, por falta de inspiración.
Cada uno lo explica de diferente manera, como cada uno de vosotros tenéis, a veces, vuestras propias razones para resistiros a escribir una historia, una descripción o un microrrelato, que os ha mandado el profesor. Quizá lo veis como una actividad inútil, en el sentido de que carece de utilidad práctica, o a lo mejor se debe a la pereza de coger el bolígrafo o pulsar las teclas del ordenador, porque hay que reconocer que la escritura de cualquier texto supone un esfuerzo de traducir en palabras lo que sentimos, y no todo el mundo está dispuesto a llevarlo a cabo, o sí.