LA FALTA DE CURIOSIDAD INTELECTUAL

El próximo lunes, vamos a leer en la clase de 2º de Bachillerato un texto en el que Azorín expresa su preocupación por los problemas de España, a  principios del XX: las guerras, la corrupción de las clases dirigentes, el abandono de la tierra y, sobre todo, la falta de curiosidad intelectual. Ésta última origina, según el escritor de la generación del 98, “la ausencia de examen, de comparación, de crítica.” 

Si entendemos por curiosidad intelectual que a los españoles nos interese un libro, un cuadro, un paisaje o una doctrina estética, es evidente que no hemos avanzado mucho, desde aquella época hasta la actualidad. “Vivimos saturados de entorno, aplastados de noticias que no queremos o no podemos discernir”, según Emilio Lledó. Por eso, somos incapaces de establecer esa lejanía necesaria para mirar lo que nos rodea, para sentir el asombro ante las cosas, que está en la raíz de todo aprendizaje.  

No hay nada como la curiosidad para acercarte a algo y hacerlo tuyo, para sentirlo como propio y no como algo impuesto. Sucede, por ejemplo, con los libros de lectura: basta que sean obligatorios para que, en general, el alumno tenga una predisposición nula ante ellos, porque, como afirma Daniel Pennac, “el verbo leer no soporta el imperativo”. En cambio, las lecturas que elegimos nos liberan del peso del día; nos permiten soltar amarras y, dejarnos guiar por el viento de las palabras y la imaginación. Las horas se pasan sin darnos cuenta y, cuando dejamos la lectura, estamos deseando buscar un hueco en nuestras vidas para continuarla. 

Pero las lecturas no dejan de ser un ejemplo, porque hay muchas cosas más hacia las que sentir curiosidad: las propias clases pueden resultarnos, tanto a los profesores como a los alumnos, motivadoras o aburridas, en función de nuestra predisposición ese día y a esa hora; una puesta de sol puede pasar inadvertida o convertirse en un espectáculo fascinante de luz y color, que nos hace tomar conciencia de nuestra levedad; también una película, una exposición o una teoría filosófica.  

Porque la curiosidad es una actitud ante la vida; si renunciamos a ella, si renunciamos a la pasión de entender lo que nos rodea, a distinguir unas cosas de otras, corremos el riesgo de perder, como dice Emilio Lledó,  nuestra sensibilidad y, por supuesto, nuestra inteligencia.      

¿NOS GUSTA EDGAR ALLAN POE?

Hay un punto y aparte, en la historia de la literatura, después de Edgar Allan Poe, del que hoy conmemoramos el 200 aniversario de su nacimiento.  

Siempre se sintió atraído por la parte más oscura del ser humano, probablemente a causa de las necesidades que pasó, a lo largo de su vida, y por su propio carácter frágil y vulnerable, que le hizo caer en “abismos de oscuridad y negrura”. Uno de sus biógrafos dijo de él: “Era un perfecto caballero cuando estaba sobrio. Se mostraba siempre amable y cortés… Pero cuando bebía, se convertía en uno de los hombres más desagradables que he visto en mi vida”. Al fallecer su mujer, inició un proceso de autodestrucción que le condujo a la muerte con tan sólo 40 años. Ésta le sobrevino en medio de alucinaciones, con temblores incontrolables y hablando a gritos con personajes imaginarios.  

Según Julio Cortázar, “muchos de los relatos de Allan Poe nacieron de un estado de trance, exorbitado; de ahí el efecto traumático contagioso de anormalidad, incluso diabólico”. Un ejemplo lo constituye su cuento “El corazón delator”, en el que, desde el principio, sabe crear la tensión, partiendo de un hecho inverosímil -el asesinato injustificado de un viejo- y mantenerla, sin añadir ningún elemento más, sólo el remordimiento de la conciencia del asesino, que va creciendo poco a poco, hasta desembocar en un final sorprendente. Los lectores nos adentramos en la historia, como quien se lanza al vacío, desde un precipicio, o se sumerge en un lago oscuro, sabiendo que algo insólito le espera.  

Fue un maestro del cuento de terror; y se le atribuye también la invención del género policiaco.  Pero ¿nos gusta Allan Poe?, ¿tiene vigencia su literatura?    

¿TENEMOS MIEDO A LA LIBERTAD?

Sucede, a veces, que un alumno me dice “tienes que imponerte más “. Y supongo que se refiere a que debo imponer más disciplina en la clase y ser menos tolerante y flexible con los alumnos más díscolos. Pero a mí, que fui educado en una disciplina rígida, donde el diálogo entre el alumno y el profesor era inexistente, me asalta la duda. ¿Debo imponer unas normas estrictas de comportamiento, abandonando, por ejemplo, el tuteo por el usted o impidiendo la entrada en clase a los alumnos que lo hacen después que yo? ¿Debe reinar un silencio sepulcral, mientras explico? 

Esta es una de las reflexiones que me suscitó ayer “La ola”, película que cuenta cómo un proyecto sociológico sobre la autocracia se le va de las manos a un profesor, cuando los alumnos que participan en él, quizá necesitados de una mayor disciplina, acaban sacando a relucir instintos primarios, como la intolerancia y la exclusión. 

Me pregunto y os pregunto si en verdad necesitáis más disciplina, si vuestros padres y nosotros, los profesores, hemos sido demasiado tolerantes y hemos descargado en vosotros la responsabilidad de elegir si queréis estudiar o no, si queréis o no atender a las explicaciones del profesor, realizar las actividades… Esto es, hemos descargado en vosotros la ardua tarea de ser libres, de ejercer vuestra libertad, cuando lo cómodo es que os digan lo que tenéis que hacer, sin más explicaciones, tal y como ocurre en la película, con los alumnos siguiendo las indicaciones del líder-profesor. 

Por momentos, sobre todo cuando alguien me dice que tengo que imponerme más, pienso que sí, que os sucede, como a los alumnos de “La ola”; pero, por otra parte, me pregunto de qué han servido los años que llevamos viviendo en democracia –vosotros, toda vuestra vida-; qué hemos aprendido, para reclamar más autoridad y disciplina. ¿No somos capaces de administrar nuestra libertad y de saber cuáles son sus límites? ¿Tenemos miedo a la libertad?

EL ACENTO ANDALUZ

El pasado  domingo, una diputada del PP de Cataluña, Montserrat Nebrera, declaró a la cadena Ser que la ministra andaluza de Fomento tenía un acento que parecía un chiste, que se aturullaba y que se hacía un lío cuando hablaba. Resulta sorprendente que una diputada, a la que se le presupone una formación universitaria, haya demostrado, aparte de una evidente falta de educación hacia Magdalena Álvarez y hacia todos los andaluces, un desconocimiento supino –como le gusta decir a Mariano Rajoy- de la realidad lingüística de España.  

Conviene recordar, en este sentido, que vivimos en un país plurilingüe, donde coexisten diversidad de lenguas y dialectos. Las primeras presentan distintas modalidades, según su localización geográfica. Así el catalán se habla de diferente manera en Cataluña, en el País Valenciano o en la comunidad Balear; y el español que se utiliza en Castilla igualmente se diferencia del hablado en Extremadura, Canarias o Andalucía.  

La existencia de modalidades dialectales, como las mencionadas, es un hecho perfectamente normal en lenguas usadas en tierras diferentes y por gentes tan distintas. Además, la unidad de estas lenguas no se ve afectada, pues cualquier hablante puede entenderse con otro de una variedad dialectal distinta. En el caso que nos ocupa, es seguro que la citada Montserrat Nebrera y la ministra, objeto de sus críticas, Magadalena Álvarez, no tendrían ningún tipo de problema para comunicarse en castellano.      

Esto que acabo de exponer  sobre la realidad lingüística de España se enseña desde la educación primaria y cualquier alumno de nuestro instituto tiene conocimiento de ello. Por eso, no me extraña que los propios compañeros de partido de la diputada catalana hayan pedido su dimisión. Por incompetente.  

Me estremece contemplar la imagen publicada ayer en los periódicos de 3 niños fallecidos –titulaba El País-, durante un ataque de las Fuerzas Armadas Israelíes, en la franja de Gaza. Y me indigna la actitud de la comunidad internacional: el apoyo incondicional de la administración americana a Israel; las dudas incomprensibles de los países de la Unión Europea; la parsimonia de la ONU; la división en el mundo árabe.

Mientras tanto, la operación de exterminio continúa; ya van 600 palestinos muertos, buena parte de ellos civiles, frente a 5 israelíes. 

El gobierno de Israel ha prohibido el acceso a la zona de más de 500 periodistas. Es, por tanto, además de injusta, una guerra censurada, para que no se deteriore aún más la imagen del ejército israelí, para que no se conozcan las barbaridades que está llevando a cabo, para que los periodistas vivan la guerra desde el lado israelí, donde, en efecto, impactan a diario los cohetes caseros lanzados por las milicias palestinas, aunque sin causar apenas víctimas. 

Esta censura explica que la prensa occidental, en su mayoría, denomine eufemísticamente “conflicto de Oriente próximo” a lo que en realidad es un exterminio sistemático de personas; pero fotografías como la de los 3 niños asesinados nos muestran la realidad tal cual es. 

Rafael, desde su blog “Rincón solidario, nos pide que firmemos la carta que Amnistía Internacional va a enviar al Ministro de Defensa de Israel, pidiéndole que ponga fin a los ataques desproporcionados e ilegítimos sobre la franja de Gaza y que permita el acceso de ayuda humanitaria, así como de testigos imparciales en la zona.   

¡ACTUEMOS, YA!

MY BLUEBERRY NIGHTS

Historias de amor y soledad contadas como si los espectadores espiáramos a los personajes, a través de la luna de cristal de una cafetería, contemplando sus caras de sufrimiento, sus gestos de hastío, sus movimientos cansados, que sugieren más que las palabras y que nos introducen en un mundo intimista de amores no correspondidos  

Así es la película de Wong Kar-Wai: tres historias unidas por el particular viaje que inicia Lizzie, la joven protagonista, para olvidar un desengaño amoroso: la de Jeremy, a quien su madre le había recomendado que esperara siempre, que, si se perdía, no se moviera de donde estaba, porque ella lo encontraría; la del policía locamente enamorado de su mujer, que ahoga sus penas en el alcohol; y la de la jugadora de póker que finge tener un corazón más duro de lo que en realidad es. 

Tres historias contadas  a ritmo de jazz, con lentitud, pero con intensidad; con predominio de las imágenes sobre los diálogos; con primeros planos imposibles, como el beso de Jeremy a Lizzie, mientras ésta duerme sobre la barra del bar; con la presencia de elementos simbólicos, que aparecen periódicamente y que incrementan la capacidad de sugerencia de las imágenes,  como el tren de alta velocidad o el calendario que va indicando los días… 

Una película, en suma, con ingredientes cinematográficos diferentes; con personajes que huyen del amor, pero que vuelven a él, una y otra vez; con actores y actrices que nos muestran con solvencia y convicción este mundo interior; y con una banda sonora que nos llega al corazón y que recoge lo mejor de la música americana : jazz, soul, rock… 

Para verla y disfrutarla, como regalo de reyes, ahora que todavía tenemos tiempo.