El proyecto del libro comprendía cinco partes; pero Irène Némirovsky sólo pudo escribir las dos primeras, pues fue detenida por los gendarmes franceses y deportada al campo de concentración de Auschwitz, donde la asesinaron el 17 de agosto de 1942. Las escribió en un cuaderno con letra minúscula para economizar la tinta, que lograron salvar sus dos hijas, de forma casi milagrosa, en el interior de una maleta, mientras huían de la persecución nazi.
Como dice Myriam Anissimoc en el prólogo, Suite francesa es un retrato sobrecogedor de la Francia ocupada por los nazis, durante la segunda Guerra Mundial: miles de refugiados huyendo de París; automóviles cargados de muebles, parados sin gasolina en mitad de la carreteras; familias burguesas, con temor de mezclarse con el pueblo llano y preocupadas únicamente por salvar su dinero y joyas; un cura conduciendo a un grupo de huérfanos, que acaban asesinándolo; etc.
En la primera parte, “Tempestad en junio”, la huida de los refugiados hacia Tours pone de manifiesto las miserias humanas, la falta de solidaridad en los lugares por donde pasaban: “¡Qué cansados parecen! ¡Qué calor deben estar pasando! –decía la gente, pero a nadie se le ocurría invitar a su casa a alguno de aquellos desventurados, dejarlo entrar en uno de aquellos paraísos de sombra que se adivinaban vagamente detrás de las casas…”. También el esteticismo clasista de personajes, como Charles Langelet, embebido en el mundo del arte, que se siente superior al resto de los hombres: “¡pobre chusma! ¿Qué les preocupaba? ¿Lo que comerían? ¿Lo que beberían? Él pensaba en la catedral de Ruán, en los castillos del Loira, en el Louvre… Una sola de sus venerables piedras valía más que mil vidas humanas.” Y el egoísmo de los ricos: “La caridad cristiana, la mansedumbre de los siglos de civilización se le caían como vanos ornamentos y dejaban al descubierto su alma, árida y desnuda”.
En cambio entre los pobres sí existe la solidaridad: “Entre ellos había piedad, caridad, esa simpatía activa y vigilante que la gente del pueblo no testimonia más que a los suyos, a los pobres, y sólo en circunstancia excepcionales de miedo y miseria”.
Irène Némirovsky demuestra gran habilidad para unir las diferentes historias que cuenta desde el principio. Los cruces de unas y otras se producen con naturalidad, y en ningún momento tenemos la impresión de algo forzado.
En la segunda parte, “Dolce”, pasa del drama de los refugiados franceses a introducirse en la psicología de los soldados alemanes, que hasta ese momento desconocíamos. Así describe la doble moral de un joven oficial, Kurt Bonnet, al que ordenan abatir a los prisioneros que flaqueen: “lo había hecho sin remordimientos, e incluso de buena gana con quienes le resultaban antipáticos. En cambio, se había mostrado infinitamente humano y compasivo con ciertos prisioneros que le cayeron en gracia”.
Inevitablemente surgen relaciones entre los invasores y los invadidos, unidos por un mismo deseo de libertad, en una sociedad condicionada por normas que coartan a la persona. Lucile, engañada por su marido y despreciada por su suegra, defiende su derecho a mantener la amistad que le une a Bruno, un joven oficial alojado en su casa: “Odio ese espíritu comunitario con el que nos machacan los oídos. Los alemanes, los franceses, los gaullistas, todos coinciden en una cosa: hay que vivir, pensar, amar como los otros, en función de un estado, de un país, de un partido. ¡Oh, Dios mío! ¡Yo me niego! Soy una pobre mujer, no sirvo para nada, no sé nada, pero ¡quiero ser libre!”. Y esto mismo sostiene Bruno, cuando piensa en una Lucile cercana a él, una Lucile que le acompañe a la fiesta con un vestido diseñado por los ojos de su imaginación.
La narración está salpicada de descripciones paisajísticas, de extraordinaria fuerza poética y poder evocador, que tan pronto nos sitúan en la Francia ocupada como nos trasladan a la patria de los invasores alemanes: “aquel viento hosco, frío y puro le recordaba el de su Prusia Oriental. ¡Ah, cuándo volvería a contemplar aquellas llanuras cubiertas de pálida hierba, aquellos pantanos, la extraordinaria belleza de los cielos de primavera, la tardía primavera de los países del norte! Cielo de ámbar, nubes de nácar, juncos, cañas, bosquecillos dispersos de abedules…”
Suite francesa, en suma, profundiza en la vida cotidiana y afectiva, durante la ocupación alemana de Francia. Es la guerra vista desde la perspectiva de las personas concretas, que están afectadas, de una u otra forma, por esta; no es la guerra de los generales que la planifican con la frialdad que da la distancia. Por eso, surgen los sentimientos y la amistad, de tal modo que, cuando los alemanes se disponen a abandonar Francia, con destino al frente ruso, se plantean si los franceses les echaran de menos, pues habían vivido en sus casas, les habían enseñado fotos de su familia, habían comido y bebido con ellos. Y los franceses, por su parte, sienten una especie de melancolía, de calor humano, que les une a los alemanes.