José Antonio Labordeta, en estas memorias, escritas con sinceridad y autenticidad, parte de un presente doloroso, a causa de la enfermedad, y lo alterna con la evocación de diferentes momentos de su vida, contados en orden cronológico. En esta alternancia se basa la estructura del libro, desde aquel verano de 2006, cuando aún era diputado en el Congreso, en el que le diagnosticaron un cáncer de próstata:
“-José Antonio, ¿tú sabes lo que es el PSA? –me preguntó.
-¿No voy a saberlo…? –le dije. Si lo fundamos entre Emilio Gastón y yo, junto a las gentes de Andalán.
-Pues este PSA no tiene nada que ver con aquel –dijo-. Y además, lo tienes altísimo.”
Así, refiere un momento tan delicado como éste, haciendo gala de su proverbial sentido del humor.
Recuerda el colegio alemán, donde comenzó a estudiar; a su padre, un hombre íntegro, fallecido prematuramente a los 51 años; y a los maravillosos profesores del Santo Tomás de Aquino: “La llegada de un nuevo profesor, en este caso un tal Pedro Dicenta, de los Dicenta autores teatrales y actores, nos iba a introducir a toda una generación de adolescentes un impacto increíble. Dicenta traía la libertad y sus clases y sus tertulias llegaban con una aire nuevo. Leíamos en clase a Lorca, a Alberto, a Neruda, páginas de Maiakovski, o de Stendhal. Él tuvo la culpa de que muchos de nosotros comenzáramos a ser unos repugnantes intelectuales”.
Le siguen recuerdos de su madre, que en realidad era la madre de todos aquellos chavales, alejados de sus familias, que estudiaban internos en el colegio; de su tío Donato, un socialista al que le tocó ir a la guerra en el bando nacional; de Canfranc, el lugar al que regresaba buscando los nuevos aires, frente a la España cerrada del franquismo; de su primer viaje a París y la bohemia; de la Universidad, sus estudios de Filosofía y Letras y sus primeros contactos con el teatro; del lectorado en Burdeos, que le coincide con la guerra de independencia de Argelia; de su boda con Juana y el viaje de novios a Palma de Mallorca, donde conocen a Camilo José Cela; de sus años como profesor en Teruel, de gran dinamismo cultural, donde tuvo como alumno al inefable Federico Jiménez Losantos; de sus recitales por España y por diferentes países europeos:
“De los muchos conciertos que dimos en este país –se refiere a Alemania_ recuerdo especialmente uno: el que ofrecimos en Colonia ante gran número de brigadistas que acabaron entonando “¡Ay Carmela!”, mientras recordaban su tierra, Teruel, y nos preguntaban sobre esa España que acababa de despedir a Franco”.
También evoca a sus hermanos de la canción: “Pablo Guerrero y Luis Pastor trajeron Extremadura a Madrid y siempre que los he necesitado allí han estado. Luis es un hombre vital, amante de la vida; Pablo es mucho más reflexivo, tímido y lleno de ternura”; la experiencia aglutinadora de la revista cultural Andalán; la no menos enriquecedora de Un país en la mochila, programa de televisión con el que recorrió los pueblos de España y nos los dio a conocer a todos: “Todo queda en la memoria, mientras en las imágenes te vas viendo cada día más viejo, con las canas cubriéndote desoladoramente los años que te van cayendo; mientras los amigos te envían cartas desde el Rosal para recordarte sus vinos, o desde A Guarda para que disfrutes el sabor del marisco subastado en el puerto”.
Pero el presente, como se desprende de este pasaje, se impone sobre el pasado, como no podía ser de otra manera, y no sólo por el paso del tiempo, sino sobre todo por la terrible enfermedad: “Cada día lucho más contra esta indecente forma de hacerme viejo, casi anciano, y uno de mis deberes cotidianos es recorrer el pasillo de mi casa –lo recorro veinte veces por la mañana y otras veinte por la tarde- e imagino que las paredes son los árboles de Villanúa y el techo, ese cielo que en los atardeceres me acompañaba en Altafulla. (…) Yo, que para vivir necesitaba hacer tanto y tanto, estar con tanta y tanta gente, descubro ahora que la monotonía en la que se ha convertido mi vida ya no me resulta insoportable, sino extrañamente agradable”.
Son magníficas las páginas dedicadas a Casa Emilio, con las que se cierra el libro –¡Qué lástima no haberlas leído antes de nuestro viaje a Zaragoza! Ahora comprendo la emoción de Carmen, que sí las había leído, cuando comimos allí-, en particular la descripción del dueño del local: “es un ciudadano libre, abierto a todas las voces, amigo de las aventuras culturales y soñador utópico de poemas, de pinturas, de bocetos y de puestas en escena. Todo en esta casa que se mantiene de pie frente a los intereses de otros dueños, a los que les gustaría verla en el suelo. Nosotros la apoyamos porque es como un símbolo de resistencia contra la especulación y una galería abierta al buen humor”. Y sobre todo el recuerdo agradable de aquellas cenas, en compañía de amigos comprometidos con la libertad y contra la dictadura, en contraste con el presente amargo de la enfermedad: “Y allí de pie frente a mi imagen envejecida, pienso que loados sean los días en que los jóvenes corríamos por las desgastadas orillas del Pirineo a la búsqueda de las flores de nieve. Huyeron para siempre y sólo las últimas cenas de Casa Emilio me libera de la tristeza del tiempo que arruina”.
Muy reconfortante leer estas memorias de un hombre honesto e insobornable, especialmente en un momento de nuestra historia, como el actual, donde se necesitan ejemplos que nos sirvan de referencia. Además, su sentido del humor, al que nos hemos referido antes y que se reconoce en el propio título, «Regular, gracias a Dios», puede ayudarnos a afrontar con una cierta distancia los problemas que nos depare la vida.