El juego metalingüístico de reflexionar sobre lo que vas a escribir o sobre lo que estás escribiendo es una constante en las novelas de Javier Cercas, desde Soldados de Salamina hasta Anatomía de un instante. Así lo refleja también la última que ha publicado, El impostor, donde el personaje del narrador, que representa al propio Cercas, se plantea por qué no quería escribir el libro que está escribiendo sobre Enric Marco -un barcelonés que, durante 30 años, se hizo pasar por un deportado en la Alemania nazi-, aunque finalmente lo escribe, para tratar de entender la impostura de este hombre, no para rehabilitarle de las afrentas sufridas, desde que estalló el escándalo.
Es un juego eficaz que nos sitúa a los lectores a la altura del escritor, en su misma perspectiva, con lo que podemos soñar o hacernos la ilusión de asistir al proceso de elaboración de la novela.
Parte de la convicción de que una mentira, como la impostura de hacerse pasar por un prisionero en el campo de concentración de Flossenbürg, sólo pudo triunfar, si estaba amasada de pequeñas verdades, y justamente eso es lo que se propone: reconstruir la vida verdadera de Enric Marco, para lo que lleva a cabo un trabajo de documentación arduo y en el que implica a su propia mujer e hijo. De este trabajo, que incluye entrevistas con el personaje, que cuenta ya con 90 años, pero que goza de una buena memoria, nos va dando cuenta Cercas, así como de las dudas de escribir el libro, que le asaltan continuamente.
Al reproducir las declaraciones de Enric Marco utiliza reiteradamente la forma verbal “dice”, quizá para que no olvidemos a quien corresponden las palabras, aunque es un recurso que empobrece el estilo envolvente y preciso de Cercas, y llega a resultar cansino: “Dice que hicieron el viaje de ida en un barco llamado Mar Negro (…) Dice que un recuerdo básico es un recuerdo básico de desorden absoluto y de desorganización permanente (…) Dice que viajó pegado a la protección real de su tío Anastasio (…) Dice que durante la travesía se unió a un grupo de chavales (…) Dice que cree recordar…”
En el proceso de investigación sobre la verdadera existencia del personaje, comprueba que no mintió sólo, haciéndose pasar por un deportado en el campo de concentración, sino también en su propia vida personal, pues cambió de ciudad, de mujer, de familia, de oficio e incluso de nombre, con lo cual llega a la conclusión -coincidiendo en esto con Vargas Llosa en un artículo publicado en El País- de que Enric Marco actúa como un novelista que inventa una vida ficticia para esconder su vida real, mezclando verdades y mentiras. Así, consigue engañar a miles de personas.
Lo cierto es que se convirtió en un símbolo de la recuperación de la memoria histórica del antifranquismo y del antifascismo, con sus numerosas charlas, sobre todo en centros de enseñanza secundaria, donde se mostraba, además, como una persona que había sufrido todo tipo de penalidades, pero que nunca se había dejado doblegar ni por la guerra civil ni por los campos de concentración nazis ni por la policía franquista.
Javier Cercas sostiene que Marcos construyó un pasado ficticio en una época, la de la transición de la dictadura a la democracia en España, donde muchísima gente también lo hizo “mintiendo sobre lo verdadero o maquillándolo o adornándolo con el deseo de probar que eran demócratas de toda la vida”.
No hay duda de que hubo personas que maquillaron su pasado, como algunos ministros de la UCD y del PP; pero no la mayoría. Del mismo modo que no se puede negar que la transición fue un pacto de olvido político, al contrario de lo que afirma Cercas, pues los crímenes del franquismo han permanecido impunes y los partidos de izquierdas, como el PSOE y el Partido Comunista, de firmes convicciones republicanas, aceptaron la monarquía parlamentaria como forma de estado.
Por eso, no es acertado el paralelismo entre Marco y la mayoría de la población, porque éste no fue una persona normal sino un impostor, que mintió a lo largo de toda su existencia, aunque tenga interés la aproximación crítica a nuestro pasado reciente, que plantea Cercas y que no debe limitarse a los años de la transición democrática.
Al final, da otra vuelta de tuerca a la historia, enfrentando al narrador y al protagonista, en un diálogo tenso, donde el segundo echa en cara al primero la misma impostura que éste ha mostrado de él, pues lleva toda la vida escondido detrás de lo que escribe. Así, se invierten los papeles y el acusado se convierte en acusador; el personaje literario, como en la novela Niebla de Miguel de Unamuno, se rebela contra su propio autor.
Con este enfrentamiento, podría haber acabado El impostor, pero Cercas aún quiere mostrarnos cómo la abierta animadversión del narrador hacia Enric Marco se convierte en comprensión, cuando éste aparentemente se quita la máscara y reconoce su culpa. No era necesario, porque este último diálogo entre los dos aporta poco literariamente a la novela, como lo que le dice Santi Fillol, director de una película sobre Marco, a Javier Cercas, en la cena que ambos comparten, que le demuestra justo lo contrario y que se ve confirmado en el viaje, que realiza con su hijo al campo de concentración de Flossenbürg.
En su intento de abarcar toda la realidad, estira quizá demasiado el proceso de investigación, cuando la historia ya no da más de sí; quiere contar todo lo que ha averiguado con pelos y señales, cuando ya los lectores tenemos una idea clara sobre el personaje y las razones de su impostura, con lo cual, llega a saturarnos.
No obstante, se trata de una novela que se lee con gusto, y en la que Javier Cercas consigue de nuevo seducirnos, a partir de un suceso real, llevando a cabo un proceso de investigación sobre el mismo, como ya había hecho en Soldados de Salamina y Anatomía de un instante.