Ayer podíamos leer en El País que el religioso español, José Ángel Arregui, preso en Chile, bajo la acusación de poseer pornografía infantil (2.000 fotos y más de 400 horas de vídeo), incluidos los abusos a menores cometidos por el mismo, cree que esta práctica es algo socialmente aceptado.
Hace unos días, este mismo periódico daba a conocer el sumario por el que han procesado a Fernando Torres Baena, ex campeón de España de Kárate, por abusos sexuales continuados y corrupción de menores; en su academia, se fomentaban las relaciones sexuales entre menores y también entre menores y adultos. Para el citado Torres Baena, estas prácticas constituían un estilo de vida, como otro cualquiera.
Los dos individuos vienen comportándose así, desde hace casi 20 años, y aprovechaban la facilidad que tenían para acceder a los niños y jóvenes -uno como director de una academia de Kárate y otro como profesor de gimnasia- para cometer sus fechorías, sin levantar sospechas.
Hace falta tener un grado de cinismo muy alto o padecer una enfermedad que te ocasione una deformación de la realidad, para considerar los abusos a menores como algo perfectamente normal.
Claro que todo resulta más fácil de entender, si consideramos que los agresores han contado con la protección o la connivencia de personas e instituciones. Por ejemplo, la iglesia católica sistemáticamente ha ocultado las agresiones sexuales cometidas por sus clérigos y sacerdotes y, en el caso del ex campeón de kárate, la ayuda de su pareja y la de algunos profesores de la academia, resultó fundamental para que no salieran a la luz los abusos a menores.