El inicio de estas memorias es demoledor: “Odio el tenis, lo detesto con una oscura y secreta pasión, y sin embargo sigo jugando porque no tengo alternativa. Y ese abismo, esa contradicción entre lo que quiero hacer y lo que de hecho hago, es la esencia de mi vida”. ¿Cómo es posible una afirmación tan desconcertante, tratándose de un tenista que ha ganado ocho títulos del Grand Slam?,nos preguntamos. Pero no hay tiempo para encontrar la respuesta, porque el tono confesional e intimista en el que están redactadas nos atrapa e incita seguir leyendo.
No obstante, y después de la espléndida narración de su último partido contra el griego Bagdatis, empezamos a entrever el motivo de ese odio, pues, desde pequeño, su padre le sometió a unos entrenamientos muy exigentes, sin preguntarle nada: “mi padre decidió, mucho antes de que naciera, que yo sería jugador profesional de tenis y que llegaría ser el número uno del mundo”. En realidad, el deporte que le gustaba es el fútbol, donde las derrotas no recaen sobre un solo jugador, como en el tenis, sino sobre todo el equipo; pero la determinación de su progenitor fue absoluta y no admitió la más mínima oposición.
Por eso, Andre se siente como en una prisión, primero en casa, y después, en la academia de tenis de Nick Bollettieri, donde éste y su padre deciden por él. Esto le va a convertir, con el paso del tiempo en un rebelde, que se resiste a cualquier tipo de autoridad, lo cual se manifiesta, por ejemplo, en su particular estética, con unos pantalones cortos de tela vaquera y una melena de mechas doradas.
En el fondo, Andre está intentando averiguar quién es, pues su vida nunca le ha pertenecido, y en esta función le va a ayudar Gil, un mexicano que trabaja en la Universidad de Nevada-Las Vegas, entrenando al equipo de baloncesto. Su ayuda pretende ser decisiva, especialmente, en el fortalecimiento de su mente, después de perder inesperadamente la final de Roland Garros contra el ecuatoriano Andrés Gómez, por haber estado pendiente de que no se le cayera la peluca postiza, que oculta su prematura calvicie, más que de ganar el partido: “Sueña despierto, Andre”, le aconseja Gil, o “cánsate, Andre, porque ahí es donde llegarás a conocerte a ti mismo. Al otro lado del cansancio”.
El triunfo por primera vez en una Grand Slam tardará en llegar varios años, hasta que, por un lado, aprenda a lidiar con el fantasma del miedo a perder, y por otro, abandone su afán perfeccionista, de conseguir el tiro perfecto en cada jugada, y estudie las debilidades del contrario, para provocar sus errores, como le hace ver el que será su entrenador Brad Gilbert. Y resulta sorprendente lo que experimenta, al conseguirlo: “Ahora que he ganado un Grand Slam, sé algo que se permite saber a pocas personas en este mundo: las victorias no nos hacen sentir tan bien como mal nos hacen sentir las derrotas, y las buenas sensaciones no duran tanto como las malas. Con gran diferencia”. Es decir, lo que nos hace cambiar y madurar como personas y deportistas son las derrotas, no las victorias.
Tampoco le satisface plenamente llegar a número uno: “Lo he conseguido. Soy el mejor jugador de tenis del mundo, y sin embargo, me siento vacío. Si ser el número uno me hace sentir así, ¿qué sentido tiene serlo? ¿Por qué no me retiro y punto?”. Necesita trazarse, como cualquier persona, una nueva meta, un nuevo aliciente, de tal forma que jugar no se convierta en una rutina.
Y entre partido y partido, la necesaria recuperación, que a veces se complica con las lesiones, consecuencia lógica del esfuerzo continuo, desafiando los límites físicos del cuerpo humano. También la necesidad de recuperarse de las derrotas, como la que le infligió Pete Sampras en el Open de USA de 1995: “Esta es la derrota final, el alfa y omega de las derrotas que eclipsa todas las otras. Mis derrotas anteriores contra el mismo rival, mis derrotas contra Courier, mi derrota contra Gómez… todas ellas fueron heridas superficiales comparadas con esta, que siento como si me hubieran clavado una lanza en el corazón. Aunque pasan los días, la derrota parece reciente. Cada mañana me digo mí mismo que debo dejar de recrearme en ella, pero no lo consigo. Lo único que me alivia algo es pensar en la retirada”.
Las reflexiones son continuas, a lo largo de estas inusuales y atractivas memorias de Andre Agassi, escritas con la ayuda del premio Pulitzer J.R. Moehringer: sobre las derrotas y las victorias, y cómo tanto unas como otras dependen con frecuencia de pequeños detalles; sobre las dudas que surgen, en ocasiones, y que le atemorizan; sobre el miedo a perder, que siempre, en un deporte individual, como el tenis, se incrementa más (“Si hubiera entrado, yo le habría roto el servicio, habría cambiado el impulso, y podría ganar el siguiente juego, y el partido, sacando yo. Pero ahora, como cree que puede ganar, Philippoussis se crece un poco más y me rompe el saque. Me derrumbo enseguida. Hace un minuto he estado a punto de tener el partido a un juego, y ahora él levanta los brazos, triunfante”); sobre su odio al tenis y a sí mismo, cuando, en un periodo de su trayectoria deportiva, perder se convierte en una costumbre, y cae en la tentación de las drogas; etc.
Andre Agassi se desnuda en «Open», mostrándose tal cual es: una persona insegura, que, después de una búsqueda continua, acaba encontrando un sentido a su vida, como deportista, mediante la creación de una fundación para niños maltratados y abandonados, para la cual se propone recaudar fondos; y también a su vida sentimental, al iniciar una relación con Stefanie Graf, una tenista que, como él, debió lidiar con un padre dominante y obsesionado por el éxito.