La memoria es probablemente el principal recurso de los escritores y de ella se nutre El jugador, novela, que se ha considerado tradicionalmente como autobiográfica, porque Dostoievski la escribió, cuando se cumplía el plazo de una deuda de juego. Leyéndola se percibe esa inquietud del que puede perder todo su dinero apostando en el casino; pero también y sobre todo la atracción irresistible de jugar, de caminar excitado al lugar donde la posibilidad de hacerse rico depende de los dados que se deslizan nerviosos sobre el tapete de la ruleta; el azar, que pretende controlar el protagonista, Alexéi Ivánovich, apostando al cero o al rojo o al negro; las ganas irreprimibles de desafiar al destino que se presenta ante él, no como algo sobrenatural e inevitable, sino que depende de la fuerza mental ejercida sobre el movimiento de esos objetos cúbicos, que marcan la distancia entre la gloria y el fracaso.
Es una forma de vivir la que propone Dostoievski, contraria a la mayoría de las personas: la del riesgo y la inseguridad permanentes. Y la presenta, mediante el realismo psicológico, utilizando la introspección como medio para penetrar en la mente del protagonista y descubrirnos sus inquietudes y preocupaciones; sus sentimientos; y, por encima de todo, su afición irresistible al juego.
Nos atrapa desde el principio in media res, que sitúa la acción en Ruletanburs, espacio inventado que significa ciudad de las ruletas. No hay tiempo para presentaciones innecesarias, pues Alexéi ya está sometido a las leyes de los juegos de azar, que ejercen sobre él una fuerza mayor que la del sentimiento amoroso.
Aunque está dispuesto a todo, incluso a convertirse en su esclavo, para conseguir el amor de Polina, cuando parece que ésta le corresponde, el juego se interpone entre ambos. Le acompañamos en su visita al casino, participando del vértigo que le hace apostar una y otra vez; experimentando su misma inquietud, su misma pasión irresistible, mientras vemos deslizarse los dados sobre el tapete; sólo los dados y la voz del crupier: ¡Hagan juego, señores!
Si gana, se acercan a él las personas interesadas, los carroñeros que viven de los demás; pero, si pierde, la soledad se convierte en su única compañera. Así era la sociedad de entonces y así sigue siendo, aunque desgraciadamente ahora el riesgo no lo corremos nosotros voluntariamente, como Alexéi o la tía del general, sino obligados por las circunstancias; es un riesgo condenado al fracaso, porque ya han jugado por/con nosotros.
El final abierto de la novela despierta nuevas expectativas sobre el destino del protagonista, aunque en realidad ya sabemos lo que sucederá, porque no le importa tanto ganar o perder como sentirse al borde del abismo, más allá del resultado de las apuestas.