Max Aue, un oficial de las SS, cuenta en primera persona su experiencia, durante la Alemania nazi. Hasta ahora, la historia del genocidio judío nos la habían contado las víctimas: presos de los campos de concentración, como Primo Levi, que lograron sobrevivir; pero Jonatham Littell, en esta novela documentadísima, de cerca de 1000 páginas, se sitúa en el punto de vista de los verdugos. Y sorprende, desde el principio, la ausencia de arrepentimiento de este joven oficial, que hace las veces de narrador y que entiende su participación en la matanza de judíos como un trabajo que debía realizar por orden del führer, que encarna la voluntad del pueblo alemán. Así, cuando éste ordena acabar también con la vida de las mujeres y los niños judíos, Max Aue, como buen nacionalsocialista, está obligado a obedecer. Él mismo en sus reflexiones habla de tres formas de afrontar el exterminio, entre sus colegas de las SS: los que mataban por voluptuosidad, es decir, que se comportaban como criminales; los que lo hacían por deber, aunque les repugnara; y los que consideraban a los judíos como animales, a los que había que matar, como un carnicero degüella una vaca. Aue encaja en el segundo de estos modelos; pero su repugnancia ante las masacres es fundamentalmente estética: a su sensibilidad de hombre culto le hiere contemplar escenas extremadamente violentas, como la de un colega suyo, Turek, golpeando salvajemente, con el filo de una pala, la cabeza de un judío, hasta partirle el cráneo; aunque en realidad no hace nada por evitarlas.
Al propio estado alemán le eran indiferentes las razones por las que sus servidores mataban a los judíos, a lo gitanos o a los rusos. Lo importante era llevar a cabo el exterminio en el menor tiempo posible y con la mayor eficacia. Esta forma de actuar fría y calculadora se refleja también en la descripción de las cámaras de gas y los hornos crematorios, donde mataban y se deshacían de los cadáveres de sus víctimas: “Allí tenemos –dice Höss, responsable del campo de concentración de Auschwitz- otros dos crematorios, pero mucho mayores: las cámaras de gas son subterráneas y caben hasta dos mil personas. Aquí las cámaras son más pequeñas y tenemos dos por Krema; resulta mucho más práctico para los convoyes pequeños.”
En ocasiones, los lectores tenemos la impresión de que a Max Aue le mueve la compasión y el sentimiento de humanidad, como cuando se indigna por el trato que reciben los presos que trabajan en las fábricas, subalimentados, vestidos con harapos sucios en pleno invierno y golpeados brutalmente por cualquier motivo; pero no son razones humanitarias las que le impulsan a actuar de esta manera, sino mejorar el rendimiento, para que aumente la productividad; porque los presos no son considerados como personas, sino como una pieza más de la maquinaria, que hay que tener bien engrasada.
A las atrocidades cometidas por los nazis, que nos contaba Primo Levi en “Si esto es un hombre”, se une ahora, en la novela de Littell, la frialdad con la que planificaban todo, que incrementa nuestra perplejidad e indignación y nos lleva a la convicción de que la guerra, cualquier guerra, parece limpia, en comparación con el exterminio de los judíos.
Todo está contado, además, en un estilo sobrio, sencillo, casi lapidario: “Intenté rematar a los heridos. Saqué la pistola y me acerqué a un grupo; un hombre muy joven lanzaba berridos de dolor, le apunté con la pistola a la cabeza y apreté el gatillo, pero no salió el disparo; se me había olvidado quitar el seguro; lo quité y le metí una bala en la frente; dio un respingo y se cayó de repente. Para llegar a algunos heridos, había que pisar los cuerpos, que eran resbaladizos; la carne blanca y fofa se movía bajo las botas, los huesos se quebraban a traición y me hacía trastabillar, me hundía hasta los tobillos entre el barro y la sangre.”
Paralelamente a esta bajada a los infiernos del nazismo, descubrimos la dolorosa vida personal del narrador, condicionada por una niñez traumática, abandonado por su padre y con unas relaciones incestuosas con su hermana gemela, Una, cortadas de raíz, que le obsesionan y le torturan psicológicamente.
Las dos facetas de la vida de Max Aue, la personal y la social, se entremezclan, a lo largo de la novela, en un incesante juego de ida y vuelta, con extraños sueños donde aparece su amada Una, bañada en sus propios excrementos, como las mujeres evacuadas de Auschwitz, andando, con las piernas cubiertas de mierda, porque a las que paraban a defecar las ejecutaban en el acto; un juego de ida y vuelta, de lo personal a lo social y de lo social a lo personal, que termina arrasando su pensamiento y el del propio lector.
Pero, mientras avanzamos en la lectura, sumergidos en estos sueños, una pregunta viene continuamente a nuestra mente: ¿por qué mataban a los judíos? También el narrador se la plantea; pero no encuentra una sola respuesta, sino una gama de motivaciones: porque el führer lo había decidido así; por temor a la omnipotencia judía; por razones económicas… Al final, le reconforta asirse al tópico darwinista: “no es crueldad, es la ley de nuestra vida, somos más fuertes que los demás seres vivos y disponemos, según nos place, de su vida y de su muerte…, y es normal que, entre nosotros, nos comportemos de la misma forma, que todos y cada uno de los grupos humanos quieran exterminar a quienes le disputan la tierra, el agua, el aire. ¿Por qué, efectivamente, se le va a dar mejor trato a un judío que a una vaca o que a un bacilo de Koch, si es que está en nuestra mano? Y si el judío pudiera, haría lo mismo con nosotros, o con otros, para garantizar su propia vida, es la ley de todas las cosas, la guerra permanente de todos contra todos…”
Si miramos a nuestro alrededor; si consideramos la política exterior de EEUU o la violencia ejercida por el estado de Israel contra el pueblo palestino, habría que llegar, aunque sólo sea por una vez, a la misma conclusión que Max Aue: “las frágiles vallas que alzan los hombres para intentar regular la vida en común, leyes, justicia, moral, ética, importan poco…”