LIBROS QUE HAN CAMBIADO NUESTRA VIDA

“Cien Años de soledad”, sobre la que debatimos en la última reunión del Club de Lectura, marcó a mi generación, de tal modo, que se puede hablar de un antes y un después de la lectura de esta novela de García Márquez. Nos impresionó como lectores y también como escritores, porque, cuando uno empieza a leer,  suele tener, igualmente, la tentación de escribir.

Fue a finales de los ochenta, cuando cayó en mis manos un ejemplar de “Cien años de soledad”, publicado por la Editorial Sudamericana. Su lectura supuso para mí descubrir una forma distinta de hacer literatura. La mezcla de realidad y fantasía que, desde la primera página, con la llegada del gitano Melquíades, nos plantea el escritor colombiano, constituyó un reto, que podía aceptar o no. Obviamente, lo acepté, como acepté también una forma de escribir envolvente, que apenas te da tregua y te impulsa a no dejar de leer, arrastrado, además, por una historia y unos personajes extraños, tanto por su forma de comportarse como por las cosas que les suceden. Pienso, por ejemplo, en José Arcadio Buendía, que se entusiasma con los inventos de Melquíades, hasta perder el juicio; también, en este enigmático personaje y sus no menos misteriosos escritos; en Úrsula, que nos descubre cómo el tiempo parece no avanzar y “da vueltas en redondo”; en Remedios la Bella, que rechazó a todos sus pretendientes y ascendió a los cielos, como una virgen; o en Mauricio Babilonia, cuya presencia era  anunciaba siempre por una nube de mariposas amarillas.   

Contribuyó, igualmente, a esta fascinación por “Cien años de soledad” la concepción cíclica del tiempo: cómo se van sucediendo las generaciones de los Buendía; cómo se repiten los mismos sueños; cómo heredan los mismos gustos e inclinaciones; cómo se transmiten las mismas cualidades y defectos. Por ejemplo, la tendencia a la introversión de los personajes que se adentran en los manuscritos de Melquíades, con la finalidad, casi bíblica, de descifrarlos, como si fuera un estigma que los persigue. Así, hasta el final apoteósico con que se cierra la novela, en el que se desvela este secreto.

Nada volvió a ser igual, desde la lectura de “Cien años de soledad”, pues mis gustos se decantaron inevitablemente por la corriente literaria que ha recibido el nombre de realismo mágico; y mi forma de escribir, incluso para redactar un informe profesional o un trabajo de clase, tendía inconscientemente a imitar el estilo de García Márquez.  

Pues bien, ahora, transcurrido bastante tiempo de aquella lectura, he vuelto a coger entre mis manos el viejo ejemplar de la Editorial Sudamericana y, afortunadamente, a pesar de mis temores iniciales –porque me ha sucedido con otras obras que no soportaron bien el paso de los años- las buenas sensaciones han vuelto a repetirse: la imperiosa necesidad de seguir avanzando en la lectura, que me ha atrapado desde el principio; la fuerza de los personajes, que no han cesado de sorprenderme; el placer de reconocer una construcción narrativa envolvente;  la satisfacción final de un desenlace inesperado, que tiene el poder de evocarte, en un instante, la historia completa de los Buendía…  

Os invito a que comentéis qué libro ha cambiado vuestra vida. Sí, ya sé que, para los más jóvenes, las lecturas no han sido tan numerosas; pero seguro que hay un libro que no habéis olvidado, porque os mantuvo intrigados desde el principio, o porque os sentisteis identificados con alguno de los personajes, o porque la historia os conmovió…

SAN MANUEL BUENO, MÁRTIR

Hay un poema de Antonio Machado, en el que habla de una angustia, que le ha acompañado desde siempre y que él compara con la que puede experimentar un niño que se pierde en una noche de fiesta. Es la angustia, como el propio poeta nos descubre en el último verso, del que busca a Dios entre la niebla, del que se debate entre el corazón, que le impulsa a creer, y la razón, que le niega esa posibilidad.

Al volver a leer, un año más, “San Manuel Bueno, mártir” de Miguel de Unamuno, he recordado este poema de Machado, porque el protagonista de la novela vive inmerso también en esa lucha existencial, que actúa como motor de su vida.

Frente a este tipo de personas, que afrontan la realidad espiritual en términos dinámicos, están los que se sienten seguros, bien, porque afirman la existencia de Dios, o bien, porque la niegan.

Pero el problema de Manuel Bueno es su condición de sacerdote, la cual incrementa su sufrimiento, porque le obliga a fingir, continuamente, ante sus feligreses, su fe en la vida eterna.

Podríamos preguntarnos si es un mal sacerdote, a causa de este fingimiento o, por el contrario, como él mismo considera, lo verdaderamente importante es que los demás crean, en especial, los más desfavorecidos de este mundo, que encontrarán la felicidad en el cielo.

Los habitantes de Valverde de Lucerna, donde ejerce de párroco, lo adoran y la narradora, Ángela Carballino, lo considera su padre espiritual, aunque comprende que no debe revelarle al obispo, que ha promovido la beatificación de don Manuel, el secreto de éste: “Confío en que no llegue a su conocimiento todo lo que en esta memoria dejo consignado. Les temo a las autoridades de la tierra, a las autoridades temporales, aunque sean las de la Iglesia.”

En cambio, el propio Unamuno en el epílogo de la novela, manifiesta estar convencido de que, si el pueblo hubiese conocido el secreto, no lo habría creído, porque, por encima de las palabras, están las obras, la conducta irreprochable de don Manuel, siempre entregado a los demás.

También cabe preguntarse si es válida esta forma de entender la religión, como opio del pueblo, tal y como la definió Carlos Marx; es decir, como algo que consuela y da felicidad al pueblo de sus males de este mundo.

Además, de sobre estas cuestiones, os invito a que expreséis vuestra opinión sobre esta novela breve, pero densa, que ha sido considerada por los críticos como el testamento espiritual de Miguel de Unamuno:  si os ha resultado pesada su lectura, por la ausencia de acción, o por el contrario, os habéis sentido atraídos por la intensidad de su contenido.

CONTROLAR NUESTRAS VIDAS

Hace dos semanas, Javier Marías publicó un artículo en El País, donde criticaba la tendencia, cada vez más extendida, de airear la vida privada de las personas, a través de redes sociales, como Twitter o Facebook.  Esto ha llevado a algunas empresas de Alemania a “consultar” las citadas redes para contratar o despedir a los trabajadores. La prohibición posterior de estas prácticas por el gobierno alemán no va a servir de mucho, pues el acceso a Internet es libre.

Leyendo el artículo, he recordado una charla, que dio en nuestro centro, hace, aproximadamente, un año, un inspector de policía, sobre el uso de Internet por los jóvenes: las precauciones que debían tener; los riesgos que corrían, si proporcionaban datos personales, que podían ser utilizados por terceras personas; etc.

Creo que fueron alumnos de 1º de ESO los que asistieron a la charla y la mayoría de ellos tenía perfiles en Facebook o Twitter, probablemente, con información acerca de su persona (nombre, fotografías, aficiones,  gustos, etc.), y sobre sus actuaciones diarias (qué he hecho hoy, dónde voy a ir mañana, cuándo me reúno con mis amigos, etc.).

Es como “El show de Truman”, película en la que se critica la intromisión de la televisión en las vidas humanas; pero, al revés, pues, a diferencia del protagonista de la misma, nuestros alumnos no sólo son conscientes de ser grabados, sino que manejan ellos mismos la cámara, porque han perdido el miedo a ser observados y han renunciado a su intimidad.

Supongo que tomaron buena nota de las advertencias y consejos del inspector; aunque, en cualquier caso, no deja de sorprender que, en esta sociedad democrática, en la que vivimos, sea más fácil conocer y controlar las vidas de las personas, que en la época de la dictadura franquista, donde, si algo aprendimos  muy pronto fue  -como afirma Javier Marías en su artículo- “el riesgo de que se supiera mucho de nosotros y a no dejar algunos rastros”. Son quizá los inconvenientes de un mal uso de Internet.

LA SÁTIRA

El diccionario de la Real Academia Española define la sátira como un escrito o discurso, cuyo objeto es censurar o poner en ridículo a alguien o algo.

Este procedimiento fue el que utilizó el grupo de teatro Els Joglars, el pasado viernes,  en el Gran Teatro de Córdoba, en su obra “2036 Omega – G”, que es una parodia de la vejez,  representada por los propios componentes del grupo, convertidos en ancianos.

Pero la sátira se ha utilizado, desde siempre. Si nos fijamos en la historia de la literatura española, durante la Edad Media, circularon poemas anónimos, en los que se ridiculizaba al rey Enrique IV y a otros personajes de la Corte. Son las famosas coplas de “Mingo Revulgo”. En el Renacimiento, el autor también anónimo del “Lazarillo de Tormes” critica la avaricia del clérigo de Maqueda, mediante este mismo recurso. Francisco de Quevedo en “El Buscón” lleva hasta el extremo de la caricatura el hambre que pasaba el protagonista. También, en el siglo XIX, Mariano José de Larra utiliza la sátira para criticar la ineficacia de la administración del estado o las zafias costumbres de los castellanos viejos.

Precisamente, en junio de este año, en la prueba de selectividad de Lengua Castellana, pusieron un texto periodístico titulado “Sátiras”, en el que su autor, Jon Juaristi, a partir de una original propuesta del escritor inglés Martin Amis de que se instalen, en las calles del Reino Unido, cabinas, donde los ancianos puedan poner fin a su penosa e inútil existencia, defiende el uso de la sátira para llamar la atención sobre los problemas sociales.

Cabe preguntarse si habría que poner límites a la utilización de este recurso, aunque sea muy saludable tener sentido del humor, según los psicólogos, o, por el contrario, todo es susceptible de burla y cualquier situación es válida para provocar o despertar el interés hacia algo.