Esta obra de Mario Benedetti es una larga conversación entre un torturador y un torturado, donde el maltrato físico no está presente como tal, aunque sí como una sombra que pesa sobre ambos. Esta ausencia nos permite a los espectadores, como dice el autor uruguayo en el prólogo, mantener una mayor objetividad para juzgar el proceso de degradación que sufre el primero de estos personajes, el capitán, pues el segundo, Pedro, acaba siendo el vencedor moral, al preferir la muerte a la delación de sus compañeros.
La sobriedad en la escenografía del montaje que la compañía cordobesa Círculo Teatro nos ofreció ayer -una mesa con un flexo, y dos sillas- contribuyó a que nos centráramos sobre todo en la interpretación. Hablando con Blanca Vega, directora de la compañía, conocimos que llevan 46 representaciones, muchas de ellas realizadas en pequeños espacios, incluido el salón de su propia casa, donde los actores deben hacer uso de todos sus recursos expresivos.
El aspecto físico de Antonio Aguilar y Manuel Monzón se compagina con los papeles que representan: la delgadez y las ojeras pronunciadas del primero le van como anillo al dedo al personaje de Pedro; y el físico más contundente del segundo, responde a las características del capitán.
Así pues, todo hacía presagiar que asistiríamos a un gran representación; todo menos la actitud de un grupo de alumnos de 1º de Bachillerato, quienes con sus risitas, comentarios e incluso conversaciones prolongadas, impidieron la concentración necesaria de los actores y perjudicaron el seguimiento de la obra por parte de los que asistíamos a la representación, que prácticamente completamos el aforo del salón de actos del IES Gran Capitán.
Una lástima, la verdad, porque, si algo exige un representación teatral es el silencio, más, si cabe, en una obra, como la de Benedetti, donde aparecen en escena: un personaje que acaba de sufrir torturas terribles y, en consecuencia, expresa con el cuerpo, con la voz y con los gestos, todo su dolor; y otro que evoluciona desde la prepotencia de quien se siente en poder de la razón, hasta la angustia que acaba provocándole la toma de conciencia de un trabajo indigno.
No obstante, y a pesar de las dificultades externas para identificarnos con los dos personajes, que se desnudan anímicamente ante nosotros, pudimos reconocer el trabajo minucioso que hay detrás de la construcción de los mismos: los movimientos y los gestos medidos, que reflejan la prepotencia y la ironía del capitán, convencido de vencer la resistencia de Pedro; y el cuerpo desmadejado, los espasmos nerviosos, y la mirada perdida de éste, que expresan la voluntad de mantenerse fiel a sus principios éticos. E igualmente el esfuerzo de los dos actores por imitar en su forma de hablar el acento uruguayo, que consiguen con nota y que contribuye a situarnos en este país latinoamericano, donde se desarrolla la acción.
Hubo momentos, en el primer acto y en el cuarto, donde Manuel Monzón y Antonio Aguilar brillaron con especial intensidad, mostrándonos los matices expresivos a los que acabamos de referirnos. Lo pudimos apreciar mejor los espectadores que nos encontrábamos junto a ellos en el escenario.
Quizá donde más se resintió el montaje, a causa de los factores externos mencionados, es en la evolución de los personajes, porque exigía de los actores una concentración máxima, en particular del capitán, que experimenta un cambio más radical. Además, en una obra de ritmo lento, como esta, los espectadores disponemos de más tiempo para fijarnos en los gestos y movimientos que reflejan estos cambios.
La música, especialmente en las transiciones entre los actos, con esos aldabonazos secos que nos aplastaban contra los asientos, coadyuvó a que nos imagináramos las torturas infligidas al detenido. La iluminación, predominantemente blanca, estuvo en consonancia con los interrogatorios que se llevan a cabo en escena. Y el vestuario, el adecuado: traje y corbata, el capitán; y pantalones sucios y desgarrados, Pedro.
Gracias a la Compañía Círculo Teatro por ofrecernos este montaje tan cuidado, donde se denuncia la violencia ejercida por los sistemas represivos, y por haber desafiado la leyenda –como afirma su directora en el programa de mano- de que para crecer en la profesión de actor hay que emigrar a tierras más prósperas en el negocio, como Madrid y Barcelona. Claro que para que los grupos cordobeses permanezcan en nuestra ciudad debemos tratarlos como se merecen: con respeto y consideración.