Recuerdo de una pasión

Cuenta la relación homosexual, entre dos hombres muy diferentes: un joven pintor español discreto y  bien vestido, perteneciente a una familia acomodada, y Michel, un obrero normando entrado en años y de familia humilde. El primero causaba sospechas en el mundo de la noche, pero el segundo infundía respeto y todo se le toleraba, porque era considerado como uno de ellos. Ambos frecuentan Vincennes, un barrio de París, aparentemente tranquilo y acomodado, aunque con zonas de sombra: “bolsas de miseria concentradas en desvanes y patios que un día fueron almacenes, cuadras y talleres, y cuyas dependencias han sido habilitadas como dudosas viviendas en las que se aprietan familias asiáticas o norteafricanas, jubilados en situación de quiebra que se ven en apuros para pagar la calefacción, gente en el filo, tipos a los que las sombras se tragan sin que nadie los eche de menos”. 

La historia la narra uno de los dos personajes, el joven pintor, con extraordinaria crudeza, porque la pasión les arrastra, desde el primer encuentro, y se trata de una relación gozosa y complicada, violenta y tierna, y llena de necesidades y recriminaciones mutuas. Todo es un deambular continuo por la noche, consumiendo alcohol y practicando sexo de modo desenfrenado. Michel ya está hospitalizado en el momento de la narración y el recuerdo del amor se mezcla con la tristeza por ver cómo se deteriora poco a poco su estado físico: “Las manos huesudas en las que destacaban las venas azules, las piernas frágiles como cañas cubiertas por un cuero adobado, nada tienen que ver con el hombre maduro y fuerte al que amé, del que gocé -y al que hice gozar, durante casi un año”.

También vamos conociendo la infancia terrible de éste, durante la guerra, con su madre ejerciendo la prostitución, para mantenerlo a él y a sus hermanos, mientras el padre está en el frente. Y en perfecta simetría, el narrador nos informa igualmente sobre su propia pasado, cuando su madre descubre horrorizada su homosexualidad, al leer las cartas que Bernardo le ha dirigido “Diez años más tarde, agita una hoja de papel. ¿Esto quiere decir lo que dice? En la otra mano lleva media docena de sobres. Eso quiere decir que te dedicas a registrar cajones que no son tuyos, le respondo. Deja caer los sobres al suelo, y su cuerpo sobre una butaca, mientras se lleva las manos al pecho y estalla en sollozos”.

Paris-Austerlitz está construida con un deliberado desorden temporal, pues el presente tedioso y terrible de la enfermedad fatal de Michel se mezcla con el pasado gozoso en que se conocieron, donde vivían el instante del amor: “La alegría de los primeros meses abriéndose paso entre la pegajosa telaraña de los recuerdos que llegan luego. La distancia que suaviza y convierte el pasado en engañoso caramelo”. Y también, como se ha dicho, intercala con sutilidad y acierto narrativo anécdotas personales de uno y de otro, antes de conocerse. 

Así avanza esta novela breve e intensa que no da tregua, porque la tensión está minuciosamente calculada y porque predomina la ambigüedad de sentimientos del narrador, que, por una lado, rechaza al antiguo amante y, por otro, lo echa de menos y no puede soportar “la imagen de su cuerpo entre las piernas de otro”.

El final coincide con el final de la relación, que como todas las rupturas, no es aceptada por ambos de la misma manera, pues siempre hay uno que desea “que el tren vuelva a la estación de partida y las agujas a la salida del andén lo conduzcan a otra estación de destino”. Pero también es el final de Michel, así como la vuelta del joven pintor a Madrid, con lo que se aúnan los tiempos: el pasado de la historia de amor y el presente de las vidas de los antiguos amantes.
A diferencia de  La larga marcha, La caída de Madrid, Los viejos amigos o En la orilla, novelas de carácter social, en las que Rafael Chirbes nos muestra la España de la segunda mitad del siglo XX (la posguerra, la oposición a la dictadura franquista, la transición democrática, el boom inmobiliario y sus excesos, etc.) París-Austerlitz es una novela muy personal, retomada y abandonada durante veinte años, desgarradora por los efectos destructivos del amor.

Nombrarlas para que existan

Tierra de mujeres

“Las casas de nuestros abuelos están llenas de retratos. Nos observan desde el cristal y parece que de un momento a otro podrían arrancarse a hablar. Algunas veces pienso que callan demasiado. Otras, que nos recriminan con la mirada. Me gusta pararme a pensar en cómo se hicieron esas fotografías y por qué, quién eligió la escena, el marco y el lugar idóneos para que pudieran terminar siempre congelados en un instante, contemplándonos desde la pared”. Así empieza este ensayo de María Sánchez, que nos hace pensar de inmediato en nuestra propia vida, porque, como diría León Felipe, “la historia es la misma, la misma siempre que pasa, desde una tierra hasta otra tierra, desde una raza a otra raza, como pasan esas tormentas de estío desde esta a aquella comarca”.

Está escrito con extraordinaria sobriedad, a base de frases cortas y palabras sencillas, pero está impregnado de un lirismo, que deriva de su autenticidad, como cuando confiesa que de niña sus referentes eran los hombres: “Quería ser como ellos. Demostrarles que era tan fuerte y estaba tan dispuesta como ellos. Porque si hay algo que nos queda claro desde pequeños es esto. Que los hombres de sangre y tierra nunca lloran, no tienen miedo, no se equivocan nunca. Siempre saben lo que hay que hacer. Siempre”.

Y es que las mujeres, no sólo en su casa sino en todos los ámbitos de la vida, eran sombras, invisibles y siempre “al servicio del hermano, del padre del marido, de los mismos hijos”, aunque estaban disponibles para todo: “porque preparan a los hijos para ir a la escuela, cocinan, dejan la casa limpia, bajan al huerto y cuidan las gallinas, arreglan a los suyos (a los vivos y a los muertos), no salen de esa lista infinita de tareas domésticas y siguen teniendo tiempo. Tiempo para ellos, claro. Porque después de los cuidados, van al campo a ayudar al marido, al padre o al hermano en las tareas del día a día, sin nisiquiera tener peso en la toma de decisiones o recibir algo a cambio”. 

Por eso, Maria Sánchez se plantea contar la vida de las mujeres de nuestros pueblos, con las que al final acaba identificándose: “Una narrativa que descanse en las huellas. En las huellas de todas esas mujeres que se rompieron las alpargatas pisando y trabajando, a la sombra, sin hacer ruido, y siguen solas, esperando que alguien las reconozca y comience a nombrarlas para asistir”. 

Contribuye a la inmediatez y a la credibilidad de este ensayo, que esté basado en la experiencia personal de la autora; que sea una mujer, que vive en el medio rural, la que reivindica el feminismo, la que denuncia la doble jornada de trabajo; la que habla de la titularidad compartida de la tierra; la que demanda acabar con la discriminación y la invisibilización, en especial, de las trabajadoras temporeras inmigrantes; la que exige que se escuchen sus voces para decir qué sienten, qué quieren, qué les hace falta… Porque la cultura de las mujeres del campo no debe desaparecer: “Somos pastoras, jornaleras, agricultoras, arrieras, aceituneras, ganaderas. Somos la mano que cuida y que ha hecho posible que los lugares que hoy se consideran parques nacionales y naturales de este país lo sean”. De lo contrario, todo ese conocimiento, toda esa cultura, se perderá.

Empieza por recoger y reivindicar palabras que ha escuchado muchas veces a su familia o a la gente que conoce por su oficio de veterinaria, pero a las que no ha prestado atención ni sabe su significado: “fardela”, la talega de los pastores; “galiana”, camino más pequeño de los trashumantes; “empollo”, la primera hierba que nace en otoño tras las primeras lluvias; etc. También menciona elementos de la naturaleza (árboles, pájaros, insectos…) o espacios protegidos o formas de producción, como la ganadería extensiva, que la mayoría de la gente desconoce, sobre todo los niños, y se pregunta cómo proteger y cuidar aquello que se desconoce. Porque se trata -escribe- de que “este libro se convierta en una tierra donde poder asentarnos y encontrar el idioma común. Un tierra donde sentirnos hermanos, donde reconocernos y buscar alternativas y soluciones. Sólo entonces podremos rascar más profundo y hablar de despoblación, agroecología, cultura, ganadería extensiva…”

A continuación, en la segunda parte, se centra en tres mujeres: su tatarabuela Pepa, que llevaba todas las tareas domésticas; su abuela Carmen a la que llamaban la gordita; y su mamá, del mismo nombre. La primera se sentía muy enraizada a la tierra: “Mi tatarabuela conocía muy bien todos sus árboles, aunque ya no pudiera ir a verlos como antes (…) Sabía reconocer perfectamente de qué encina o de qué alcornoque estaban hablando sus hijos. Porque ella seguía allí, con ellos, aunque no los viera ni los tocara. Esa era su genealogía”. La Segunda también nació y creció en el campo: “Desde pequeña, tenía que ir sola todos los días a llevarles la comida a los hombres que trabajaban en el campo, una hora de camino, a pie”. Y la tercera, que fue una perfecta desconocida para su hija durante años y a la que no quería parecerse, por encontrarse siempre a la sombra de su padre, se ha acabado convirtiendo en un resplandor entre la oscuridad: “La historia de mi madre es la misma de tantas mujeres de este país que dedicaron su vida entera a su familia, poniéndose a ellas mismas en última posición. Nunca enfermaban, nunca se quejaban, nunca había un problema (…) Tan solo les tocó vivir en una época machista en la que la mujer quedaba reducida al espacio doméstico, donde se convertía en madre y compañera”.

María Sánchez, con este ensayo, escrito con sentimiento y autenticidad, pretende y consigue servir de altavoz y plataforma a estas tres mujeres de su familia, que representan a otras muchas, para que recuperen su espacio, sin sentir temor ni vergüenza. Pero también reivindica el medio rural, sus costumbres, sus historias, su cultura, y toda la biodiversidad que vive en él, para que no desaparezca.

Homenaje a los libros


Al inicio de este ensayo tan original, hay varias frases, de las que entresaco esta de Antonio Basanta, porque contrarresta el efecto letárgico que me está produciendo el confinamiento prolongado en casa: «Leer es siempre un traslado, un viaje, un irse para encontrarse. Leer, aun siendo un acto comúnmente sedentario, nos vuelve a nuestra condición de nómadas». 

En el prólogo, Irene Vallejo explica cómo empezó a pergeñar El infinito en un junco, a partir de una serie de preguntas: “¿cuándo aparecieron los libros?, ¿cuál es la historia secreta de los esfuerzos por multiplicarlos o alquilarlos?, ¿qué se perdió por el camino, y qué se ha salvado?, ¿por qué algunos de ellos se han convertido en clásicos?, ¿cuántas bajas han causado los dientes del tiempo, las uñas del fuego, el veneno del agua?, ¿qué libros han sido quemados con ira, y qué libros se  han copiado de forma más apasionada?, ¿los mismos?”. 

La primera escala de este viaje por el mundo de los libros es la Biblioteca de Alejandría que, a diferencia de las anteriores, tenía papiros sobre cualquier tema, procedentes de todas las partes del mundo, y que fueron traducidos al griego, que era como ahora el inglés. Además, no se trataba de una Biblioteca privada sino que estaba abierta a todas las personas con deseo de saber. La idea de crearla se atribuye a Alejandro Magno y casa bien con su sueño de poseer el mundo y crear un imperio mestizo; pero en realidad fue su general Ptolomeo el que la materializó.

A esta primera escala le siguen: La Ilíada y la Odisea de Homero, donde encontramos enseñanzas con valiosas dosis de sabiduría antigua, pero también expresiones de ideología opresiva hacia la mujer, que reflejan el papel secundario de esta en la sociedad: “Madre, marcha a tu habitación y cuídate de tu trabajo, el telar y la rueca, y vigila que las esclavas cumplan sus tareas. La palabra debe ser cosa de hombres, de todos, y sobre todo cosa mía, porque yo estoy al mando en este palacio”. 

Ambos poemas épicos se difundieron, en un principio, de forma oral, por un bardo  que domina el arte de las pausas y el suspense, que introduce en su narración nombres y peculiaridades de la zona donde se encuentra, y que la interrumpe en un momento muy calculado para seguir al día siguiente. La literatura, así, se concierte en un arte efímero, porque cada representación es única y diferente. 

Cuando se inventa la escritura -según las teorías más recientes, por una razón práctica: anotar las listas de propiedades por parte de los ricos-, los textos se fijan para siempre. Además, con este invento, “la literatura ganó la libertad de expandirse en todas las direcciones”. Aparecen sucesivamente: el primer escritor con conciencia social, Hesíodo (700 años a. C.), que es crítico con las autoridades que favorecen a los poderosos y rapiñan a los pobres, en Los trabajos y los días; los primeros filósofos, como Heráclito (540-480 a. C.), para el cual todo fluye, nada permanece; el primer historiador, Herodoto (siglo V a. C.), quien, siguiendo el método del periodista, viajó, observó y extrajo conclusiones para escribir las Historias; el primer bibliotecario, Calímaco (siglo III a. C.), que “trazó un atlas de todos los escritores y de todas las obras” que había en la Biblioteca de Alejandría, por orden alfabético; y una de las escasas mujeres que escribieron en la antigüedad, la romana Sulpicia, de la que nos han llegado versos de su pasión por un hombre, que en aquella época fueron claramente transgresores: 

¡Al fin llegaste, Amor!

Llegaste con tal intensidad

que me causa más vergüenza

negarte

que afirmarte.

Cumplió con su palabra Amor,

te acercó a mí.

Conmovido por mis cantos,

te trajo Amor a mi regazo.

Me alegra haber cometido esta falta.

Revelarlo y gritarlo.

No, no quiero confiar mi placer

a la estúpida intimidad de mis notas.

Voy a desafiar la norma,

me asquea fingor por el qué dirán.

Fuimos la una digna del otro,

que se diga eso.

Y la que no tenga su historia

que cuente la mía.

La escritura de Irene Vallejo es sencilla, pero muy cuidada y cuenta la historia de los libros como si se tratara de una ficción. Así, describe la forma de leer en la antigüedad: “En la Antigüedad, cuando los ojos reconocían las letras, la lengua las pronunciaba, el cuerpo seguía el ritmo del texto, y el pie golpeaba el suelo como un metrónomo. La escritura se oía”.

El infinito en un junco, según la propia autora, es un dédalo, un desorden ordenado, pues salta de un género a otro, de la narración a la poesía, de la historia a la autobiografía, de la crónica de viaje al periodismo, etc. Pero, en ningún momento, pierde el rumbo de lo que nos quiere contar. Le interesan sobre todo las personas que han contribuido a la transmisión de los libros: narradores orales, bibliotecarios, escritores, libreros, copistas, esclavos, viajeros, monjes y monjas de los monasterios, etc. Precisamente, este original ensayo empieza y acaba con dos anécdotas muy significativas: la de los caballeros que recorrían las provincias del imperio de Alejandro Magno recogiendo ejemplares para la Biblioteca de Alejandría; y la de las jóvenes amazonas bibliotecarias que recorren los valles aislados de Kentucky, con las alforjas cargadas de libros, para los habitantes de aquel empobrecido territorio del este de los Estados Unidos.

Su originalidad reside en las continuas referencias al presente, que ponen de manifiesto que las ideas se repiten a lo largo de la historia. Por ejemplo, el desafío de organizar la información en la Biblioteca de Alejandría tiene su parangón hoy día en el nombre de “ordenadores”, que se ha puesto a los aparatos informáticos y que alude a la necesidad de ordenar los datos. También, ha permanecido la labor de traducción que se llevó a cabo en la famosa biblioteca y que facilitó el intercambio cultural y el cosmopolitismo, en línea con el sueño de globalización de Alejandro Magno. E igualmente, se han repetido, a lo largo de la historia, las guerras desencadenadas con la finalidad de “capturar prisioneros, poseerlos y traficar con ellos”. O del mismo modo que los romanos ricos se apropiaron de las bibliotecas griegas, grandes magnates norteamericanos, como Peggy Guggenheim, compraron a precio de ganga, durante la segunda guerra mundial, obras de arte de pintores europeos y las llevaron a Estados Unidos. 

Con El infinito en un junco Irene Vallejo nos muestra su ilimitado amor a los libros en sus diferentes formatos: ”a los juncos, a la piel, a los harapos, a los árboles y a la luz hemos confiado la sabiduría”. Y al mismo tiempo, reivindica su capacidad de supervivencia, pues han superado guerras, desastres naturales, tiempos de saqueo, persecuciones, incendios, inundaciones, etc. Porque los libros, que han venido expresando las mejores ideas de la especie humana (“los derechos humanos, la democracia, la confianza en la ciencia, la sanidad universal, la educación obligatoria, el derecho a un juicio justo, y la preocupación social por los débiles”) y también las peores, constituyen un espacio inmenso con los otros y se escriben para unir a lectores de distintas procedencias y de épocas diferentes; y así, como dice Stefan Zweig, “defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido”.