“EL LECTOR” O EL JUEGO DE LAS MIRADAS

Muchos pueden ser los motivos que nos impulsan a seguir leyendo una obra literaria: el enigma de los manuscritos de Melquíades en “Cien años de soledad”; la rebeldía de Adela en “La casa de Bernarda Alba”; el secreto del protagonista en “San Manuel Bueno, mártir”; etc.

En “El lector”, la razón que me ha incitado a seguir leyendo ha sido la relación amorosa entre Michael y Hanna: la seducción inicial; el enamoramiento; los roles que desempeñan cada uno de ellos; la traición; la separación; las consecuencias de ésta; el reencuentro en la distancia y la ruptura definitiva.

Bernhard Schlink, a través de la figura del narrador, se encarga de recordarnos que el hilo existente entre los dos amantes se mantiene, incluso cuando ella huye repentinamente o cuando es juzgada y cumple condena.

La seducción se produce por una mirada de Michael, a través de la puerta entornada de la cocina, donde Hanna se pone las medias:

“Yo no podía apartar la vista de ella. De su nuca y de sus hombros, de sus pechos, que la combinación realzaba más que ocultaba, de sus nalgas, que se apretaron contra la combinación cuando ella apoyó el pie sobre la rodilla y lo puso sobre la silla, de su pierna, primero desnuda y pálida y luego envuelta en el brillo sedoso de la media.”

A partir de este momento, se inicia la relación y, aunque, a veces, podemos pensar que es sólo Michael el que siente amor hacia Hanna, si leemos detenidamente, nos damos cuenta de que el enamoramiento es recíproco e incluso mayor de ella hacía él.

Hay dos miradas que nos confirman esta impresión:

Cuando Hanna, antes de huir, va a buscar a Michael a la piscina, donde éste se encuentra con sus amigos:

“No me acuerdo en absoluto de lo que estaba haciendo –cuenta Michael- cuando levanté la vista y la vi. Estaba a unos veinte o treinta metros, con pantalones cortos y una blusa desabrochada, anudada en la cintura y me miraba. Yo la miré a ella. A aquella distancia no pude interpretar la expresión de su cara. En vez de levantarme de un salto y echar a correr hacia ella, me quedé quieto preguntándome qué hacía ella en la piscina, si acaso quería que yo la viera, que nos viesen juntos, si quería yo que nos viesen juntos. Nunca nos habíamos encontrado casualmente y no sabía qué hacer. Y entonces me puse en pie. En el breve instante en que aparté la vista de ella al levantarme, Hanna se fue.”

Y cuando Michael va a visitarla, por primera vez, a la prisión, días antes de que la pongan en libertad. Él la busca con la mirada en el jardín, hasta que la reconoce, sentada en un banco:

“Se dio cuenta de que la miraba y giró la cara hacia mí. Vi la emoción en su rostro, lo vi resplandecer de alegría al reconocerme, vi sus ojos tantear toda mi cara. Y cuando me acerqué, los vi buscar, preguntar, y enseguida volverse inseguros y tristes, hasta que se apagó el resplandor. Cuando llegué junto a ella, me sonrió con amabilidad, pero con gesto cansado.”

Son dos miradas, en la distancia, que reflejan los auténticos sentimientos de Hanna, y que representan la entrega amorosa, que tanto echaba en falta Michael. Éste, en cambio, en ninguno de estos dos momentos, está a la altura de las circunstancias: en la piscina, a causa de sus dudas e inseguridad; y en el jardín de la prisión, porque su amor ya ha disminuido y el aspecto descuidado de ella acaba por extinguirlo definitivamente.

La reacción de Michael, ante estas miradas de Hanna, condiciona las dos decisiones radicales que toma esta: la huida repentina, que pone fin a la relación amorosa y el suicidio, porque, habiendo comprobado que él ya no la quiere, su vida carece de sentido. 

Pero hay una mirada más: la que le dirige Hanna a Michael en el juicio, después de que se descubra que las favoritas, que tenía en el campo de concentración, le leían libros noche tras noche:

“Entonces Hanna se volvió y me miró. Su mirada me localizó de inmediato, y comprendí que ella había sabido todo el tiempo que yo estaba allí. Se limitó a mirarme. Su cara no pedía nada, no reclamaba nada, no afirmaba ni prometía nada. Se mostraba, eso era todo. (…) Al verme enrojecer, apartó la mirada y volvió a fijarla en el tribunal.”

Quizás es el momento en que Michael descubre que es analfabeta y que, por esta razón, las chicas judías, en el campo de concentración, y él mismo, cuando la conoció, eran sus lectores.

Curiosa novela esta en la que las miradas significan más que las palabras, pues nos desvelan los sentimientos verdaderos de los personajes y sus más íntimos secretos.

EL TÍTULO DE LOS LIBROS

Una de las cuestiones sobre las que solemos reflexionar en clase es el título de los libros. Hace unos días, debatiendo sobre “Bodas de sangre”, comentamos lo acertado del título, pues en él se sugiere su argumento. No obstante, para algunos alumnos esto le restaba interés a la lectura, porque se sabe, desde el principio, lo que va a ocurrir. Si ya, desde el título, adivinamos el argumento de una obra, ¿dónde reside el interés de la misma?, se preguntaban. La respuesta es en la forma, que es lo que hace diferente a la literatura. Técnicamente, se denomina predominio de la función poética, la cual refleja una especial preocupación por el modo en que está escrito el mensaje.

En la misma línea de adelantar los acontecimientos, está “Crónica de una muerte anunciada” de García Márquez, que leímos el curso pasado en el club de lectura y cuyo título nos indica la construcción de la novela.

Otras veces, los libros llevan como título el nombre del protagonista, como, por ejemplo: “Don Quijote de la Mancha”, “Lazarillo de Tormes”, “Edipo Rey”, “Don Juan Tenorio” o, sin ir más lejos, la novela de Unamuno que leímos, hace dos meses, “San Manuel Bueno, mártir”.

En ocasiones, se utilizan títulos simbólicos, como “La colmena” de Camilo José Cela, que alude al ir y venir constante de los personajes, que el autor va tomando, dejando y volviendo a tomar, o “El tragaluz” de Buero Vallejo, que no sólo es una ventana del semisótano donde se desarrolla la acción, sino que representa, además, las obsesiones de los personajes y el ruido del tren.

Incluso hay títulos no exentos de ironía, como “Un mundo feliz”, pues la auténtica felicidad no puede ser impuesta a las personas, en una sociedad donde todo está planificado y donde triunfan los dioses del consumo y la comodidad.

En cualquier caso, la elección del título de una obra siempre pretende captar la atención de los posibles lectores y supone un esfuerzo para el escritor: hay quien pone el título y, a partir del mismo, va definiendo el camino de los personajes, y quien no se lo plantea hasta el final.

Os invito a comentar los títulos de las obras que hayáis leído: lo acertado o desacertado de los mismos; si pensáis que es fácil o complejo titular un libro; si el título debe sugerir o no su contenido; etc.

LA OBLIGACIÓN DE SER FELICES

Curiosamente, la última novela, sobre la que hemos debatido en el club de lectura, habla de un mundo, donde están prohibidos los sentimientos.

Uno de los personajes, Helmholtz, se ve obligado a ocultar su deseo de expresar éstos poéticamente. Así, se lo cuenta a Bernard:

“¿No has tenido nunca la sensación de que dentro de ti hay algo que sólo espera que le des una oportunidad para salir al exterior? ¿Una especie de energía adicional que no empleas, como el agua que se desploma por una cascada, en lugar de caer a través de las turbinas?”

Y más adelante, le explica lo que es para él la poesía:

“Las palabras pueden ser como los rayos X, si se emplean adecuadamente: pasan a través de todo. Las lees y te traspasan. Esta es una de las cosas que intento enseñar a mis alumnos: a escribir de manera penetrante.”

Un día, se decide a leer sus versos a los alumnos de «Ingeniería emotiva», para inducirles a sentir lo mismo que él sentía, al escribirlos. La consecuencia fue la amenaza de expulsión y quedar marcado, desde ese momento, por el estigma de la diferencia. Como lo estaban otros dos personajes de la novela: el Salvaje, por su afición a la lectura prohibida de los dramas de Shakespeare, que atentan contra la estabilidad social; y Bernard, que deseaba tener la libertad de ser feliz, en un mundo donde todos lo eran por obligación:

“Sí, hoy día todo el mundo es feliz. Esto es lo que ya le decimos a los niños a los cinco años. Pero ¿no te gustaría tener la libertad de ser feliz… de otra manera? A tu modo, por ejemplo; no a la manera de todos.”

Este es el aspecto que más me ha interesado de la novela y que, desde mi punto de vista, más actualidad tiene: el valor de lo diferente. Frente a un mundo que trata de uniformar las conductas y controlar las vidas de las personas, en nombre de una falsa idea de progreso, los tres personajes citados defienden el derecho a ser diferentes. Por eso, son rechazados: porque piensan por sí mismos y tienen sus propias ideas; porque son vulnerables y accesibles; porque poseen sensibilidad; porque, a veces, se sienten tristes.

De la misma manera que el verbo “leer” no soporta el imperativo, la felicidad nunca puede ser una obligación, aunque debamos hacer lo posible para que todas las personas la disfruten.

LA NECESIDAD DE RECUPERAR EL TIEMPO

El museo Chillida-Leku dejará de funcionar, a partir del próximo 1 de enero. La razón que han dado los familiares del escultor, que lo gestionan, desde su apertura, hace diez años, es el déficit que padece, es decir, la falta de dinero para mantenerlo.

Bernardo Atxaga publicó ayer, en el diario El País, un artículo en el que lamentaba el cierre del museo, que él relaciona con la desaparición del tiempo “para ver pasar a la gente por la calle o para escuchar el canto de un pájaro…” o para pasear tranquilamente por el Chillida-Leku “contemplando el paisaje y las esculturas y hablando de lo que sea…”.

Frente a la falta de tiempo para vivir, se impone hoy día la lógica del dinero y los mercados, que marcan las pautas a seguir por los gobiernos. No hay más que fijarse en el nuestro y en cómo trata de reducir el déficit público, bajando el sueldo de los funcionarios y privatizando empresas del estado, aunque los principales causantes de la crisis hayan sido los bancos, con sus operaciones de alto riesgo.

A veces, en clase, cuando hemos leído un texto poético de cierta dificultad, hemos comentado la necesidad de volver una y otra vez sobre él, hasta entenderlo, porque la poesía necesita tiempo, como la lectura, en general. Tiempo para comprender y disfrutar, identificando un sentimiento que también nosotros hemos experimentado o para sumergirnos en una historia, que reconocemos como propia. Y sobre todo tiempo para recrearnos en la forma, porque cada vez que leemos un pasaje literario bien escrito o un poema de bella factura nos evoca cosas distintas; o cada vez que contemplamos una escultura de Chillida, el contraste entre la materia y el vacío, es como si tuviera vida y conversara con nosotros.