La mujer frustrada

“Papá es el jefe, él es el actor principal, es él quien manda, es lógico, es el más alto, el más fuerte, él conduce ese coche que va tan rápido. Mamá es el hada, la que acuna, consuela, sonríe, la que da de beber y comer. La que siempre está cuando la llaman”. Así, se expresa la protagonista de esta historia, una mujer casada cuya única ocupación es el hogar: hacer las tareas domésticas (barrer la casa, ir al supermercado, preparar la comida, fregar los platos, hacer el amor quizá, dormir y volver a empezar); y cuidar a su bebé (ver cómo se despierta, alimentarlo, acunarlo, guiar sus primeros pasos, responder a sus primeras preguntas). Todo es una rutina aburrida para ella y, además, tiene la obligación de sentir la grandeza de ejercer el más bello oficio del mundo. 

Por eso,  esta mujer se siente insatisfecha, porque está renunciando a sí misma: “a veces, en el parque, empujando el cochecito, tuve la extraña impresión de estar paseando a Su Hijo, no al mío, de ser una pieza activa y obediente de un sistema aséptico, armonioso, que gravitaba a su alrededor, él, el marido y padre, y que lo tranquilizaba”. Resume su estado de absoluto sometimiento con estas palabras en verdad desoladoras: “Desde el principio del matrimonio, tengo la impresión de correr detrás de una igualdad que se me escapa constantemente”.

Quiere tener un oficio y saca las oposiciones, pero no se convierte en una profesora sino en una mujer-profe, porque el ejercicio de su nueva profesión no le exime de las tareas del hogar y del cuidado del hijo.

Annie Ernaux, Premio Nobel de Literatura de este año, lo cuenta todo con fina ironía. Por ejemplo, cómo logra conciliar el instituto con la casa o cómo tiene que desdoblar su personalidad para estar a la altura de las circunstancias:

“Por mi parte, y cómo, también mordí el anzuelo de la mujer total, al final hasta orgullosa de conciliarlo todo, de llevar en mis brazos la subsistencia, un crío y tres grupos de francés, guardiana del hogar y dispensadora de saber, supermujer, no sólo una intelectual, en definitiva, una mujer armónica”

“Y ojo, además, dos voces, una para los alumnos, enérgica, lo más parecida posible a la de la autoridad masculina, padres que gritan y arrean en casa, la voz de fuera, la otra, para el interior y las salidas con él, de pajarito, anodina, de intervenciones moderadas, discreta en lo relativo a la vida de fuera, las clases, la pedagogía”

El matrimonio, así, se convierte en un simulacro total. Además, con el segundo hijo las tareas sencillamente se cuadruplican: “La cabeza lacerada de gritos a las cinco de la mañana, primera toma, re-interrupción de sueño a las siete, desayuno familiar, preparación del Renacuajo para ir al parvulario, segunda toma, y luego la limpieza ya continuación la intendencia, agobiante, ni un momento para una misma”

Pero consiguió criar también al segundo hijo: “Lo crié, al segundo, lo conseguí y dar clase de lengua francesa a tres grupos y la compra y las comidas y coser cremalleras y comprarles zapatos a los dos. Qué hay de extraordinario en ello puesto que él me convence siempre, soy una privilegiada, tengo niñera cuatro días y medio a la semana. “Entonces, qué hombre no es un privilegiado, con su mujer de la limpieza preferida siete días a la semana”

Como sugiere el título la protagonista de esta historia, probablemente trasunto de la propia autora, es una mujer “helada”, porque sus deseos de realización personal, sus inquietudes, su curiosidad, poco a poco, se han ido  atrofiando por la rutina y las obligaciones del matrimonio. 

Un relato cuya acción está a punto de explotar

Así se define un cuadro que tenía colgado en su habitación uno de los personajes, tal era su intensidad, su concentración de alto voltaje. Y así podríamos definir esta novela, porque J. C. Oates es capaz de involucrarnos en la historia de los Mulvaney, desde el principio hasta el final. Desconocemos la causa de su caída en desgracia, pero la intriga se genera cuando Judd, el hijo menor, que actúa como narrador testigo, anuncia en las primeras líneas que va a contar, aunque pueda doler, la verdad de su familia:

“Durante mucho tiempo nos envidiaron, nos compadecieron. 

Durante mucho tiempo nos admiraron; luego, pensaron: «Dios mío, se lo merecen». —Demasiado directo, Judd —diría mi madre, retorciéndose las manos con inquietud. 

Pero yo creo en la verdad, aunque duela. Especialmente, si duele”.

De forma sutil y progresiva va dando a entender la causa de esta caída en desgracia:

“Creo que por eso nos envidiaba mucha gente. Antes de los sucesos de 1976, cuando todo se derrumbó y nunca pudo reconstruirse del mismo modo”.

“Nadie sería capaz de mencionar lo que había sucedido”

“Patrick ni siquiera había pensado en preguntarle a Marianne por qué necesitaba que la fueran a recoger en coche para regresar a casa”

Durante este viaje de regreso a su casa, ella se encuentra tensa, rígida, con las manos cruzadas con fuerza sobre el regazo, rezando.

Pero Oates no sólo sabe generar la intriga sobre la historia principal, sino sobre cualquier acontecimiento, como el accidente que tuvieron Corinne y su madre, cuando ella era pequeña, a causa del viento y de la nieve. O sobre lo que sucedió el día del discurso de graduación que debió pronunciar Patrick, como mejor alumno de su promoción.

También de forma gradual vamos conociendo a unos personajes complejos y llenos de matices, especialmente después de lo que le sucedió a  Marianne, que tiene unas consecuencias terribles para la familia: las relaciones entre sus miembros se deterioran; los amigos y conocidos reaccionan de forma insolidaria ante la desgracia; Marianne inopinadamente se ve obligada a abandonar la casa, a pesar de su condición de víctima; Corinne, la madre, busca consuelo en la religión; el negocio de la familia pierde clientela y poco a poco se viene abajo; el padre y el hermano mayor eluden su responsabilidad de hacer justicia, el primero entrando en una espiral de autodestrucción que le lleva al maltrato, y el segundo ingresando en el ejército como marine; Patrick, otro de los hermanos, abandona la casa, aunque, contra su instinto de hombre racional,  acaba asumiendo el papel de justiciero; etc.

Sin embargo, como le dice a Judd, años después, su forma de hacer justicia fue diferente: “Creo que la venganza ha de ser buena. Los griegos lo sabían… que la sangre llama a la sangre. Creo que debe ser innato, debe de estar en nuestro genes, el instinto de justicia. La necesidad de restaurar el equilibrio. Habría podido desgarrarle el cuello con los dientes, o casi. Pero, bueno…”

Joyce Carol Oates tiene una especial habilidad para ofrecernos fragmentada la historia, alternando la vida de cada personaje; para jugar con el tiempo, dejando siempre cabos sueltos aquí y allá que estimulan nuestra imaginación, como cuando deja en suspenso las consecuencias del incidente de Michael padre quien, impotente y preso de ira, derrama un vaso de cerveza sobre el rostro del juez Gerald Kikland, en la cafetería del Club de Campo, o al narrarnos fragmentariamente la particular venganza de Patrick, desde que llama a la casa con el fin de que Judd le ayude hasta que finalmente la materializa.

Después de tantos infortunios, después de una bajada al mismísimo infierno, sorprende el final de la novela con una reunión en la nueva casa de Corinne, donde parece que la familia ha recuperado la felicidad perdida: “Para la posteridad -dijo Whit, el marido de Mariannne, después de hacer una foto del grupo- y para demostrar que los Mulvaney habéis existido en la misma época.

Hablaremos de esta novela, Qué fue de los Mulvaney, de Joyce Carol Oates, en la sesión del Club de Lectura de esta tarde, que celebraremos, a las 18 horas, en el Albergue Juvenil.