El primer día de clase les pregunté a mis alumnos si la lectura se encontraba entre sus aficiones favoritas. Comencé explicándoles que en mi caso sí lo estaba, entre otras razones, porque, tras la lectura de un libro, siempre hay una vida en forma de sentimientos, de historia más o menos ficticia, o de conflicto; una vida con la que busco una identificación o al menos un acercamiento.
Puse el ejemplo de la novela que estoy leyendo estos días, Patrimonio. Una historia verdadera, en la que su autor cuenta la relación que mantuvo con su padre, a raíz de que le detectaran un tumor cerebral. Uno de los momentos más terribles tiene lugar después de la biopsia que le hacen para saber si es maligno o benigno. El padre se encuentra en casa del hijo, pero como lleva varios días sin defecar, como consecuencia de la anestesia, se caga encima, manchando todo el cuarto de baño, y éste tiene que limpiarle, «poniendo a un lado el asco e ignorando la náusea».
Les comenté que cada vez que releía este pasaje, pensaba en mi propio padre, que también está muy delicado de salud, pues ha perdido buena parte de su capacidad cognitiva. Se ha convertido, como el padre de Philip Roth, en una persona dependiente, como hay tantas en nuestra sociedad.
Esto dio lugar a un debate sobre las personas mayores: sobre cómo debemos llamarlas (viejos, abuelos, ancianos, tercera edad…); si son excluidas socialmente o ellas mismas contribuyen a su exclusión, con frases como “en mi época era distinto” o “eso es cosa de jóvenes, que decidan ellos”, como queriéndonos decir que ya ha pasado su tiempo; si deben permanecer en sus casas o en la de sus hijos, o bien alojarse en residencias; si la vejez tiene también aspectos positivos; etc.
Como quedaron muchas cosas en el tintero, os propongo que retoméis el tema interviniendo a continuación.
Recordad que el castellano tiene sus normas para escribir correctamente.