Las personas mayores

El primer día de clase les pregunté a mis alumnos si la lectura se encontraba entre sus aficiones favoritas. Comencé explicándoles que en mi caso sí lo estaba, entre otras razones, porque, tras la lectura de un libro, siempre hay una vida en forma de sentimientos, de historia más o menos ficticia, o de conflicto; una vida con la que busco una identificación o al menos un acercamiento.

Puse el ejemplo de la novela que estoy leyendo estos días, Patrimonio. Una historia verdadera, en la que su autor cuenta la relación que mantuvo con su padre, a raíz de que le detectaran  un tumor cerebral. Uno de los momentos más terribles tiene lugar después de la biopsia que le hacen para saber si es maligno o benigno. El padre se encuentra en casa del hijo, pero como lleva varios días sin defecar, como consecuencia de la anestesia, se caga encima, manchando todo el cuarto de baño, y éste tiene que limpiarle, «poniendo a un lado el asco e ignorando la náusea».

Les comenté que cada vez que releía este pasaje, pensaba en mi propio padre, que también está muy delicado de salud, pues ha perdido buena parte de su capacidad cognitiva. Se ha convertido, como el padre de Philip Roth, en una persona dependiente, como hay tantas en nuestra sociedad.

Esto dio lugar a un debate sobre las personas mayores: sobre cómo debemos llamarlas (viejos, abuelos, ancianos, tercera edad…); si son excluidas socialmente o ellas mismas contribuyen a su exclusión, con frases como “en mi época era distinto” o “eso es cosa de jóvenes, que decidan ellos”, como queriéndonos decir que ya ha pasado su tiempo; si deben permanecer en sus casas o en la de sus hijos, o bien alojarse en residencias; si la vejez tiene también aspectos positivos; etc.

Como quedaron muchas cosas en el tintero, os propongo que retoméis el tema interviniendo a continuación.

Recordad que el castellano tiene sus normas para escribir correctamente.

Sobre las lecturas obligatorias

Cada curso sucede igual: los profesores de Lengua Española, que vamos a impartir el mismo nivel educativo, nos reunimos, a principios de septiembre, para programar la asignatura y decidir las lecturas obligatorias. Sobre éstas lo que nos interesa por encima de todo es que los alumnos disfruten leyendo, como nosotros lo hacemos.

El problema surge cuando hay que elegir dentro del canon oficial de la historia de la literatura española. Si se trata de 3º de ESO, como es el caso, nos encontramos con textos antiguos de la Edad Media, el Renacimiento y el Barroco, escritos en un lenguaje con el que no están familiarizados.

¿Pueden leer nuestros alumnos de enseñanza secundaria obras completas, como La Celestina, El Quijote o La vida es sueño? La voz de la experiencia nos dice que no, pues corremos el riesgo de alejarlos definitivamente de la lectura. Los inicios alambicados de las tres obras citadas se elevarían ante ellos como una montaña infranqueable  y les impedirían afrontar su lectura como algo placentero.

Desechada la posibilidad de escoger libros escritos en castellano antiguo, nos quedan dos opciones: leer versiones actualizadas de éstos o inclinarnos por la literatura juvenil. Para un purista de la lengua ambas alternativas serían censurables: la primera porque no deja de ser una adulteración del texto original y la segunda porque se trata de un tipo de “literatura industrial” que reproduce estereotipos a granel.

Pero algunos profesores hace tiempo que hemos dejado de ser puristas en la enseñanza de la lengua y literatura, y no queremos que la lectura de libros se convierta en el azote de los adolescentes, máxime en una época en la que sus rivales más distinguidos (Internet, juegos de ordenadores, televisión…) son casi invencibles.

Así que, en lo que a lecturas obligatorias se refiere, le llevaremos la contraria a los que defienden las esencias de la lengua castellana y nos pondremos del lado de Daniel Pennac y su derecho a leer cualquier cosa, entre otras razones, porque quizá, pasado el tiempo, nuestros alumnos acaben adentrándose en las grandes obras de la literatura castellana en versión original.

 

 

Diario de invierno

El título de este último libro de Paul Auster no sólo alude a que lo escribió, durante el invierno del año pasado, sino también metafóricamente a su propia edad física, 64 años, cuando aparecen las primeras señales de la vejez.

El autor norteamericano deja a un lado las historias de ficción, a las que nos tiene acostumbrados y se adentra en su propia vida; pero, como en el caso de Ernesto Savato (Antes del fin), no nos ofrece un libro de memorias al uso, sino “un catálogo de datos sensoriales”, producto de indagar lo que ha sido vivir en el interior de su cuerpo, desde el primer día que recuerda estar vivo, hasta el momento presente.

Así, va relatando sus vivencias y recuerdos: los dos accidentes que tuvo en su infancia, las primeras experiencias sexuales, los viajes por países de todo el mundo, las numerosas casas donde ha vivido, sus ataques de pánico, los dos matrimonios contraídos, sus momentos de cólera y de cobardía, la muerte de sus padres, el aprendizaje del oficio de escritor y las dificultades para vivir del mismo, etc. Lo hace, además, sin seguir un orden cronológico estricto, pues va de la niñez a la vejez, de la vejez a la adolescencia, de la adolescencia al periodo adulto, etc., relacionando episodios, que han tenido lugar en diferentes etapas de su vida. Esto desconcierta, en un principio, pero acaba resultando grato adaptarse al discurrir aparentemente caprichoso de su memoria, donde en realidad hay un orden interno que nos viene dado por la presencia más o menos persistente de los placeres y los dolores.

Las diferentes historias nos las cuenta una segunda persona, tras la que se oculta el propio autor, y que le permite, sin renunciar a la verosimilitud de lo narrado, evitar la subjetividad de la primera persona, es decir, marcar distancias con respecto a esta y, de este modo, alcanzar un mayor grado de autenticidad. Destacan, en este sentido, las páginas dedicadas a su madre, un prodigio de ternura e introspección, donde describe las tres mujeres que habitaban en ella:

“A un lado estaba la diva, la persona encantadora (…), que embelesaba al mundo en público, la joven con el obtuso y negligente marido que anhelaba atraer sobre ella los ojos de los demás (…). En medio, que era con mucho el espacio más amplio que ocupaba, había una mujer seria y responsable, una persona inteligente y humana, la que te cuidaba de pequeño, la que iba a trabajar, la mujer que emprendió pequeños negocios a lo largo de muchos años (…) la insuperable contadora de chistes y un as en los crucigramas (…). Al otro lado, en el extremo de su personalidad, estaba la débil y asustadiza neurótica, la desamparada criatura presa de virulentos ataques de ansiedad, la mujer llena de fobias cuyas incapacidades fueron creciendo con el paso de los años…”

Son palabras que nos presentan a una mujer compleja y que nos hacen reflexionar sobre nuestra propia vida y escribir mentalmente nuestro propio libro de memorias. Esto es lo máximo que se le puede pedir, como lector, a un libro y quizás el principal logro de Paul Auster en Diario de invierno.