El fútbol como anestesia

En la última reunión del club de lectura, elogiábamos la condición de profeta de Ray Bradbury, en su novela “Fahrenheit 451”, publicada en 1953; su capacidad de predecir el futuro, por ejemplo, en la función que han acabado desempeñando los deportes de masas: “Más deportes para todos, espíritu de grupo, diversión, y no hay necesidad de pensar” dice uno de los personajes.

Sabemos que en las dictaduras se han utilizado los deportes de masas para vender una imagen positiva de las mismas, como hizo la junta militar argentina, cuando la selección del país ganó el campeonato mundial de fútbol, en 1978; o el régimen de Franco que encontró en los éxitos del Ral Madrid una magnífica embajada en todo el mundo.

Pero también las democracias son un buen caldo de cultivo para ello. Escribió Mario Benedetti: “El fervor de los sábados y domingos -se refiere al fútbol- es estupendo por varias razones, entre otras porque sirve para olvidar las incumplidas promesas de los jerarcas, la injusticia, las componendas del resto de la semana”.

Probablemente, en estas palabras esté la explicación de que, en un periodo de crisis como el que nos encontramos, haya crecido en España la asistencia a los estadios de fútbol y hayan aumentado las audiencias televisivas, en especial, de los partidos que juega la selección española y de los duelos, cada vez más frecuentes, entre el Real Madrid y el Barcelona.

Cuando vemos un partido de fútbol, en el campo o a través de la televisión, todos somos iguales: el trabajador en paro y el empresario explotador; el ciudadano ejemplar y el político corrupto; el cliente del banco que paga religiosamente los intereses de su préstamo y el banquero responsable, por sus operaciones de riesgo, de que éstos suban cada vez más; etc.

Sin embargo, cuando acaba el partido, todo vuelve a la normalidad y las desigualdades sociales se restablecen, aunque tengamos la ilusión de que un poco menos,si nuestro equipo ha resultado ganador.

 

 

La poesía nos hace pensar

La poesía nos hace pensar, especialmente, pues se trata de un género literario donde las anécdotas y los sentimientos se concentran. Ayer lo pudimos comprobar en la clase de 4º de ESO A, al comentar dos poemas, representativos del modernismo: “Recuerdo infantil” de Antonio Machado y “Lo fatal” de Rubén Darío.

«RECUERDO INFANTIL

Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de lluvia tras los cristales.

Es la clase. En un cartel
se representa a Caín
fugitivo, y muerto Abel,
junto a una mancha carmín.

Con timbre sonoro y hueco

truena el maestro, un anciano
mal vestido, enjuto y seco,
que lleva un libro en la mano.

Y todo un coro infantil
va cantando la lección:
«mil veces ciento, cien mil;
mil veces mil, un millón».

Una tarde parda y fría
de invierno. Los colegiales
estudian. Monotonía
de la lluvia en los cristales.”

Este poema describe una escena infantil, probablemente vivida por el poeta, en la que un maestro autoritario enseña la tabla de multiplicar a los alumnos. Su lectura nos dio pie a preguntarnos sobre las diferencias y semejanzas entre el sistema educativo que existía en España, a finales del XIX, y el actual. Paradójicamente, la mayoría de los alumnos había conocido docentes parecidos al descrito en el poema, aunque, al mismo tiempo, ellos se sentían muy distantes de los colegiales sumisos a los que se refiere Machado. En cualquier caso, entendían que el clima de miedo y tristeza que se desprende de “Recuerdo infantil” había sido desterrado por completo de las aulas.

“LO FATAL

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura, porque ésta ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror…
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por

lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
¡y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!…»

En este segundo  poema, Rubén Darío reflexiona amargamente sobre la incertidumbre de la vida en contraste con la certeza de la muerte.

“Me ralla” fue la respuesta de una de las alumnas a mi pregunta sobre si se habían planteado en alguna ocasión estas cuestiones existenciales. Quería decir que no había pensado nunca en ellas, no que le molestaran o le resultaran pesadas.

La conversación derivó hacia las creencias religiosas, pues la inquietud que siente el poeta por “no saber a dónde vamos ni de dónde venimos”, no debería experimentarla, al menos teóricamente, un creyente, salvo que tenga dudas sobre la existencia de Dios, o sobre la vida eterna, como Miguel de Unamuno. Sin embargo, la forma de vivir la religiosidad de los alumnos es muy diferente a la del escritor vasco. Y por otra parte, tampoco aceptan las respuestas que da la religión a estas cuestiones, como la que se encuentra en el Génesis de que Dios creó al hombre a su imagen, pues su confianza en la ciencia, que niega este tipo de respuestas inverosímiles, es cada vez mayor.

En ese momento, sonó el timbre indicando el final de la clase y, aunque seguimos conversando, durante unos minutos, quedaron en el aire algunas interrogantes, como la postura de los ateos y agnósticos, a los que probablemente se sentiría cercano Rubén Darío, así como la posición concreta de cada alumno ante lo que plantean los dos poemas.

Ahora que viene un periodo de descanso muy relacionado con la religión y que en Córdoba se vive con especial intensidad, podríamos releerlos y escribir sobre el contenido de los mismos.

Una visita original al Palacio de Viana

Hubo un tiempo en el que utilizar recursos propios del teatro de la provocación era algo habitual y saludable en las salas españolas. Existía la conciencia de que no utilizarlos era hacer un teatro antiguo, pasado de moda; pero la repetición mecánica de estos recursos (implicación de los espectadores en la representación, ruptura del espacio escénico, etc.) acabó convirtiéndose en una rutina y perdiendo su sentido original de causar asombro.

Sin embargo, en ocasiones, surge la chispa de la creación y la rutina se transforma en frescura y originalidad. El viernes pasado, en la visita dramatizada al Palacio de Viana, tuvimos la oportunidad de disfrutar de una de esas ocasiones.

El montaje de la compañía Ñaque Teatro, dirigido por José Antonio Ortiz, contó con el siguiente elenco de actores:

  • Nieves Palma y Alejandro Bueno (pareja de turistas catalanes).
  • Ricardo Luna (duque de Rivas y mayordomo).
  • Federico Vergne (enamorado y rey Alfonso XIII)
  • Carlos de Austria (Teobaldo y José de Saavedra).
  • Belén Benítez (enamorada y criada).
  • Lua Santos y Pilar Nicolás (criadas).

La música interpretada al piano correspondió a Alberto de Paz.

Aproximadamente a las 8:30 de la tarde, hora anunciada para la representación, se abrieron las puertas del palacio y los cincuenta privilegiados espectadores penetramos en el patio del Recibo. Pasaban los minutos y la obra no comenzaba. Este leve retraso era el primer recurso teatral utilizado, pues entre los espectadores se encontraban dos actores de la compañía, interpretando a un matrimonio catalán, que empezaba a discutir. Aparentemente, se trataba de dos turistas que esperaban impacientes el inicio de la visita; pero en realidad iban a ser ellos los encargados de guiarnos. ¡Qué espontaneidad y qué capacidad de improvisación la mostrada por esta pareja! Interactuaban continuamente con los sorprendidos espectadores; se reprochaban cosas entre sí, como cualquier matrimonio, y todo dicho con un acento catalán muy conseguido. En su compañía, nos adentramos en el palacio de Viana para conocer su historia y sus características arquitectónicas. Pero en las diferentes dependencias del mismo nos esperaban nuevas sorpresas: en la sala de Firmas, el duque de Rivas conversaba con uno de sus hijos, Teobaldo, que a la postre sería el primer marqués; en la reja de Don Gome disfrutamos de una escena de amor entre Filomena y Pepe, que incluso pudo seguirse en la calle contigua; en otra de las salas, ya sentados, escuchamos la historia del palacio y de sus dueños, contada por dos criadas en un diálogo chispeante y lleno de gracia.

Después, Jordi y Montse, que formaban el entrañable matrimonio catalán,  nos dirigieron a las dependencias de la planta alta. A estas alturas de la visita, como dijo el primero, ya nos habíamos convertido en amigos. En el salón, donde los marqueses solían recibir a las visitas importantes, asistimos a un diálogo entre Alfonso XIII y José de Saavedra, que nos situó en la época histórica. Mientras que Federico Vergne construye con solidez su personaje del rey, a Carlos de Austria, que nos deleitó hace unas semanas con su Jerry de «Historia del zoo», lo notamos algo inseguro.

Pero lo mejor de la visita estaba por llegar. De nuevo en la planta baja y, guiados por la música lejana de un piano tocado por las manos inconfundibles del siempre brillante Alberto de Paz, penetramos en una amplia sala, donde los marqueses celebraban las cenas. El diálogo que entablaron las criadas y el mayordomo, ingenioso y divertido, puso el broche final al recorrido. Particularmente, la interpretación de Ricardo Luna hizo las delicias de todos los que nos encontrábamos allí, con réplicas, a cuál más graciosa; y con gestos y movimientos, que recordaban al mejor Charles Chaplin.

Una vez más, José Antonio Ortiz nos sorprendió con un montaje sumamente original, en el que cada pieza encaja dentro del engranaje general. Quizá hay alguna caída de ritmo, como en la escena del duque de Rivas y Teobaldo, que suena un tanto a impostada; pero en conjunto predomina la calidad y el buen tono. Durante la hora, aproximadamente, que duró la visita, respiramos un atmósfera de libertad creativa y espíritu de experimentación de la mano de una incomparable pareja de cómicos, que recordaban a los primeros happening del Black Mountain College, entreverada de escenas interpretadas con el rigor y la profesionalidad, marca de la compañía.

Ñaque Teatro consiguió convertir en arte un acto de nuestra vida cotidiana, como la visita cultural a un palacio. Al final, todos salimos convencidos de que esta había sido como un lienzo pintado a la limón por actores y espectadores.

Larga vida a estas originales visitas al palacio de Viana.

P.D. Hemos conocido que Carlos de Austria tuvo apenas dos días para preparar los dos papeles que interpreta, lo cual explica las dudas que mencionábamos.

 

Alea iacta est

El domingo el diario El País se hacía eco, en uno de sus editoriales, de una noticia, que conocimos el martes de la semana pasada: la Enciclopedia Británica dejará de publicarse en papel.

Estas obras de consulta surgieron hace más de dos siglos como respuesta al viejo proyecto de la Ilustración de saberlo todo, lo cual hoy día está fuera de lugar en un mundo donde basta con apretar un botón en el teclado del ordenador o en nuestro móvil para acceder a cualquier tipo de información. En efecto, Internet nos ofrece, de forma inmediata, los conocimientos almacenados por las enciclopedias, que todavía adornan los muebles y estanterías de nuestras casas.

Me pregunto si también los libros de lectura impresos y los periódicos están a punto de pasar a la historia.

Sé de compañeros que ya han adquirido  “tablets” o dispositivos de lectura inalámbricos. Algunos de ellos leen prácticamente todo, incluidas novelas, obras de teatro o libros de poesía, en estos soportes, porque entienden que el futuro, ya presente , se encuentra en la red y en las nuevas tecnologías. Otros, en cambio, se resisten a utilizarlos, porque están habituados al formato impreso y porque asocian la lectura al tacto y al olor del papel.

Yo, personalmente, estoy más cerca de estos que de aquellos, aunque entiendo que el periódico, que aún compro todos los días en el quiosco y los libros que, con frecuencia, adquiero en las librerías, tienen los días contados, como la Enciclopedia Británica.

Supongo que será cuestión de tiempo acostumbrarnos a la ausencia de olor de las nuevas tecnologías y a pasar páginas con apenas un roce de nuestro dedo sobre la pantalla.

En cualquier caso, la magia y la intimidad del acto de leer permanecerán. Parafraseando las palabras de Paul Auster, cuando recibió el Premio Príncipe de Asturias, en la lectura de un libro, con independencia del formato utilizado, colaboran a partes iguales dos personas extrañas, que se encuentran en condiciones de absoluta intimidad: el autor y el lector.

 

 

La antiutopía de Fahrenheit 451

Hay temas que preocupan a Ray Bradbury, como el futuro, el desarrollo tecnológico, la destrucción del mundo, o la vida en otros planetas, y que se repiten en su obra literaria: en sus cuentos, como los incluidos en el libro “Crónicas marcianas”, y en sus novelas, como esta que comentamos: “Fahrenheit 451”, que se ha convertido en un clásico de la literatura universal.

Su protagonista, Guy Montag, es un bombero que disfruta quemando libros, en la brigada, comandada por el capitán Beatty, porque viven en un país donde están prohibidos. Pero su encuentro casual con un chica joven, Clarisse, va a cambiar su forma de ver la vida, suscitándole dudas sobre su trabajo y el sentido del mismo.

Sin embargo, lo que en verdad se plantea en esta novela es una antiutopía: lo que puede ser la vida humana programada por un estado omnipresente, que aparentemente vela por la felicidad, aunque se trata de una felicidad artificial, no elegida por sus ciudadanos, cuyos movimientos, e incluso sus pensamientos, son controlados en todo momento. De ahí que esté prohibido pensar y preocuparse por los problemas, porque éstos no existen y, si existen, los soluciona papá estado: “Si no quieres que un hombre se sienta políticamente desgraciado, no le enseñes dos aspectos de una cuestión, para preocuparle; enséñale sólo uno. O, mejor aún, no le des ninguno.”

Recuerda este mundo descrito por Ray Bradbury a los regímenes totalitarios, que no respetan las libertades individuales y adoctrinan a sus ciudadanos, desde pequeños, tal como sucedió en la dictadura franquista, en la Alemania nazi o en el régimen de Stalin; por ejemplo, en la época de Franco, se impartía en las aulas “Formación del Espíritu Nacional”, para educar a los alumnos en los principios y valores del régimen. Un mundo donde no se hacen preguntas: “ha de saber que nunca hacemos preguntas o, por lo menos, la mayoría no las hace; no hacen más que lanzar respuestas, y nosotros sentados allí durante otras cuatro horas de clase”. Por eso, se le da a la gente concursos televisivos que puedan ganar recitando de memoria canciones populares o nombres de capitales; no materias que hagan pensar, como la filosofía o la sociología, pues por este camino se llega a la melancolía. 

Pero Ray Bradbury no sólo describe lo que sucede en las dictaduras, sino que se anticipa al mundo de hoy día, en especial, en la función que atribuye a la televisión de entretener a las personas, evitándoles que piensen y cuestionen al poder establecido. También en esa visión de la felicidad, como algo obligatorio y programado, que conecta con el hedonismo predominante en la actualidad.

Una obra, Fahrenheit 451, que quizá no nos cautive por la forma en que está escrita; pero que nos pone en alerta sobre el futuro que se avecina, ya bastante presente, si descuidamos la defensa de las libertades individuales y el valor de los libros, impresos o digitales, indispensables para pensar y cuestionarnos las verdades impuestas.