A Toni, el protagonista de esta novela, que trabaja como profesor de Filosofía en un instituto de enseñanza secundaria y que vive en el barrio de la Guindalera, en Madrid, no le gusta la vida: “La vida me parece un invento perverso, mal concebido y peor ejecutado”, aunque no siempre fue así. Por eso, ha previsto suicidarse dentro de un año, un plazo que se ha fijado con la finalidad de averiguar por qué no quiere seguir viviendo, para lo cual va anotando cada día sus impresiones y recuerdos en una especie de diario, del 1 de agosto de 2018 al 31 de julio de 2019, sabiendo que no los va a leer nadie. Esto nos permite a los lectores, como ha dicho el propio Fernando Aramburu en alguna entrevista, ver a una persona por dentro, con todos sus detalles íntimos.
Toni no ha conseguido ser un hombre al servicio de un ideal, como quería; no ha conocido el amor verdadero, aunque fingió conocerlo, como todos; no se acepta como es y se considera un pobre hombre; no aguanta a sus compañeros de trabajo, salvo excepciones, ni a los bestias de sus alumnos; siente pena y rechazo hacia su hijo, al que ve como una víctima; odia a su hermano Raúl por el mero hecho de serlo y de haberle disputado la atención de su madre; tiene una especial fijación con su padre, al que temió y admiró en vida, porque en el fondo experimentaba ante él una sensación de inferioridad y fracaso; siente también aversión hacia su suegro, por su defensa del régimen franquista; y con respecto a su mujer, Amalia, pasó “de la simpatía al desprecio, de los besos y las risas a un odio desatado”.
Pero el hecho de que se haya fijado un plazo para morir hace que, a partir de ese momento, Toni se trace una estrategia vital diferente, pues cosas que tenían interés para él, como sus libros o su ropa, ahora no lo tienen, y viceversa. Mientras tanto, los lectores, inquietos y expectantes, vamos descifrando lo que nos cuenta, para saber si finalmente llevará a cabo su intención de suicidarse.
Su relación con Patachula, con quien comparte secretos, sentimientos y vivencias, le permite sobrellevar su frustración existencial: “Considero muy valiosa la amistad que nos une. Yo prefiero la amistad al amor. El amor, maravilloso al principio, da mucho trabajo. Al cabo de un tiempo no puedo con él y termina resultando fatigoso. De la amistad, en cambio, nunca me harto. La amistad me transmite calma. Yo mando a Patachula a tomar por saco, él me manda a mí a la mierda y nuestra amistad no sufre el menor rasguño. No tenemos que pedirnos cuentas de nada, ni estar en comunicación continua, ni decirnos lo mucho que nos apreciamos”.
También encuentra placer en una muñeca sexual que guarda en el armario y que es su ideal femenino, porque está completamente sometida a él: “Tina no envejece, no juzga, no me amarga la vida con reproches, no experimenta cambios repentinos de humor, no tiene la regla, no finge orgasmos, no pide recompensas materiales o de cualquier otro tipo a cambio de las satisfacciones que me procura.”
Los vencejos, como su anterior novela, Patria, está escrita con sencillez y haciendo gala de un sentido del humor que llega a la burla, por ejemplo, al describir a los Perfectos, o sea, a la familia de Raúl, la cual tiene todo programado para ser feliz: “Se dijera que para ellos la felicidad constituía una especie de obligación existencial; una tarea de panaderos de la vida que amasan su pan feliz juntando un día y otro los mismos ingredientes: orden, normas y sensatez. Todo lo hacían bien; en consecuencia, todo les salía bien, a menos que interviniera de mala fe una mano ajena”. O también, al evocar a Amalia, cuando esta se enfada y se le enciende en el rostro la fuerza natural de su atractivo: “De pronto se traslucía una suerte de resolución fiera en sus labios. El inferior, más grueso, más sensual y cariñoso que su compañero, parecía decidido a perseverar en la comunicación verbal, aunque sólo fuera en el grado de réplica; pero el de arriba, irascible y severo, se lo impedía apoyándose sobre él hasta inmovilizarlo. El acto del habla quedaba así suspendido y, dentro de la boca, las palabras no dichas acababan primero comprimidas, después trituradas entre los dientes que se adivinaban fuertemente apretados”.
Fernando Aramburu juega eficazmente con el tiempo, alternando secuencias del presente y del pasado: de las visitas de Toni a la residencia para ver a su madre afectada por Alzheimer, al atentado del 11- M, en el que perdió la pierna su mejor amigo; de la elaboración mental de la lista de personas que, después del suicidio llorarán por él, que se reduce a ninguna, a un viaje de placer y sexo con su exmujer, Amalia, a Lisboa; de la amante rumana de Patachula, a quien éste socorría a cambio de sexo, al día en que Toni discutió con el fracasado de su padre; de la muerte súbita de su compañera de instituto, Marta, a los paseos hasta la orilla del Guadarrama, acompañado de su perra, para avistar a los vencejos; de su campaña de suelta de libros y otros objetos personales por la ciudad, a la discusión con Amalia en la azotea cuando esta se echó una amante; etc.
Este juego temporal le lleva a veces a dejar en suspenso una historia para incentivar el interés de los lectores, como cuando sugiere un posible retraso mental de Nikita o cuando deja en el aire la posible agresión de éste a su madre, o cuando interrumpe la visita de Olga, amante de su mujer, para hablarnos del odio que ha experimentado hacia diferentes personas.
Los vencejos, que dan título a la novela, simbolizan lo positivo, la única esperanza, en la desgraciada vida de Toni: “Hoy ha sido todo un poco distinto de otros comienzos de curso. He mirado a los alumnos con la simpatía, por no decir con la ternura que se me pone en los ojos cuando, de camino al instituto, observo los vencejos en el aire de la mañana. Adoro los vencejos que vuelan sin descanso, libres y laboriosos”, porque estos pájaros pasan su vida en el aire, y ven el mundo desde arriba, sin hablar con nadie ni plantearse preguntas existenciales: “Conforme me desprendo de mis propiedades crece en mí una sensación de ligereza, de ascenso en el aire hacia mi soñada conversión en vencejo”.
Periódicamente, recibe, en su buzón, notas anónimas, como una especie de voz de la conciencia, que le incomodan y alteran su estado de ánimo, porque en ellas se ponen de manifiesto sus debilidades y complejos, sobre todo a raíz del divorcio de Amalia: “¿Te suena? Te esperan años de soledad, hombre perdedor. Disfruta, canta, no te amargues. Siempre te quedará el recurso de la masturbación”. O se critica su trabajo como profesor: “Se rumorea que no pones interés en tus clases, que no las preparas y son aburridas (…) Si no estás en condiciones de desempeñar adecuadamente tu trabajo, deja el puesto a una persona capaz”.
A medida que nos aproximamos al final, Toni no acaba de encontrar respuesta a su pregunta de por qué suicidarse, aunque cree que ha disfrutado lo suficiente en la vida y que lo que le queda por vivir hasta la vejez no deja de ser un valor añadido. Eso sin contar las penalidades que surgen cuando uno es viejo: dependencia de los fármacos, cansancio por cualquier esfuerzo, pérdida de la memoria, mal olor corporal, etc. En cambio, su amigo Patachula, que ha tomado la misma decisión que él, no ha dejado ni un momento de sentirse humillado por la amputación de una de sus piernas en el atentado terrorista del 11 M: “De vez en cuando la prótesis le causa molestias. Cuando menos se lo espera le vuelven los dolores. Sufre pesadillas por las noches, le salen llagas, le sobrevienen rachas de languidez. Resiste a duras penas con ayuda de antidepresivos”.
Leyendo Los vencejos, nos encontramos agudas reflexiones sobre la vida: las relaciones en la familia y en la sociedad, la felicidad y los deseos frustrados, los sentimientos de amor y odio, el mundo de las apariencias y la realidad, las diferencias entre el hombre y la mujer, la espontaneidad y la resignación, el pensar hoy una cosa y mañana otra distinta, el sistema educativo, el mundo de la política, etc. Además, la novela no sólo mantiene el interés hasta el final, con la incertidumbre sobre el suicidio del protagonista, sino que tenemos la oportunidad de ir conociendo la vida interior de una persona, incluyendo aquellos aspectos oscuros que normalmente no se cuentan.