Una mujer adelantada a su tiempo

En el siglo XIX, época en la que vivió Concepción Arenal, los reclusos recibían diferente trato, según sus recursos económicos: los ricos, a diferencia de los pobres, podían entrar y salir de la cárcel y disfrutaban de una vida mejor en su interior, donde existía confinamiento, insalubridad y tratos vejatorios, de tal forma que su permanencia en ella, en lugar de reformar la vida de los reclusos, la arruinaba. Por eso, la mayor preocupación de esta pensadora y la temática de sus libros y artículos es la reforma de las cárceles y asilos, así como la concienciación de la sociedad española sobre la necesidad de disponer de una administración moderna donde no exista la corrupción de los funcionarios.

El problema con el que se enfrentó Arenal es que, en su época, esta ambición de pensamiento y acción para cambiar el mundo estaba reservada a los hombres, lo cual la hizo ser prudente en su vida privada, cuidando de su casa y sus dos hijos, y a la larga le impidió asistir a los numerosos congresos en el extranjero, donde era reconocida como una autoridad mundial en todo lo que se refiere a la represión y prevención del delito.

Escribe Anna Caballé en la introducción a su magnífica biografía: “En Pontevedra -se refiere al hallazgo en cuatro cajas de manuscritos de Concepción Arenal- comprendí que junto a la severa pensadora y reformista latía otra mujer, rebelde, enamorada, desafiante y orgullosa, sobre la cual la primera se había impuesto con los años en un esfuerzo enorme por ser coherente con su pensamiento y con las obras por las que sería conocida”. Es decir, a causa de su obsesión por hacerse respetar como intelectual, llegó a negarse a sí misma como mujer, adoptando al escribir la voz masculina y vistiendo como un hombre.

Concepción Arenal recurre a escribir poesía, para expresar  sus sentimientos, sobre todo en los momentos de angustia, pues ella se siente absolutamente alejada de las demás jóvenes, por sus inquietudes intelectuales y por su espíritu rebelde e independiente, y no sabe cómo enfrentarse a su propia identidad.

Fue una pionera de las “sin sombrero”, por su forma de vestir masculinizada, pues no llevaba nunca sombrilla, guantes, mantilla o abanico. Se casó con Fernando García Carrasco, con el que tuvo tres hijos, y con el que compartía el talante liberal, así como la defensa del progreso y la ciencia. Por desgracia, el marido, de salud quebradiza, muere de tuberculosis nueve años después de la boda, cuando Concepción tiene 37 años, produciendo en esta una honda impresión.

En su primer ensayo (1858), Dios y libertad, opone la vida convencional a su amor a la ciencia; la mujer de casa a la mujer del porvenir; la filosofía del creyente frente a la del no creyente; la España católica a la España liberal; la fe a la razón… Ella busca una síntesis de contrarios, que sólo pueden armonizarse con un espíritu abierto y que se encuentra en la inteligencia y el sentimiento humanitario. Su conclusión es que la religión, que es necesaria para la moral, no puede existir sin libertad, “porque al prohibir que el hombre piense, se le prohíbe que pueda creer, pues carece de la libertad para que sus creencias sean una elección responsable y comprometida… El catolicismo, que se mantiene a la defensiva, debe abrirse sin miedo a la libre discusión de las ideas, huyendo de un neo catolicismo asfixiante y dañino”.

Después de este ensayo, adopta una actitud reflexiva, que reconocemos en su memoria sobre la beneficencia, Manual del visitador del pobre, concebido para ser útil a las visitadoras de San Vicente de Paúl, una guía práctica de cómo y con qué actitud acercarse a los pobres, que está por encima del antagonismo de clases, pues, según la autora, bastaría un cambio de actitud de unos y otros para solventarlo. También se reconoce esta actitud reflexiva en Memoria sobre la igualdad, ensayo, donde aborda por primera vez la cuestión de la mujer, postergada intelectualmente a lo largo de la historia, puesto que a nadie le interesó su educación y siempre dependía económicamente del varón.

A partir de la primavera de 1864, acepta el cargo de visitadora de prisiones, donde constata el mal trato a las presas; la pésima calidad de la comida, pues se desvía dinero destinado a la alimentación; y las malas condiciones de vida en general. En esa época trabajaba a diario en las conferencias de San Vicente de Paúl, con su gran amiga, la condesa de Mina, que tenía las mismas inclinaciones sociales que ella. Arenal ve en la ignorancia, pues la mayoría no saben leer ni escribir, y en el embrutecimiento en que viven los presos, el obstáculo principal para su regeneración. Para paliar esta ignorancia y con la finalidad de que los presos reflexionen sobre su pasado y tomen conciencia sobre qué les ha llevado a infringir la ley, elabora una serie de cartas dirigidas a ellos, donde además explica con palabras sencillas y con ejemplos el Código Penal español. Todas las cartas las reunió en un libro, El visitador del pobre, que se publicó en 1865, con el objetivo de que pudiera ser leído en las cárceles.

Paradójicamente, la publicación de este libro, que tanto esfuerzo le había costado escribir, fue seguida de su cese fulminante como visitadora, sin ningún tipo de agradecimiento a su labor. Probablemente Arenal, que denunció las malas prácticas y la corrupción imperantes en las prisiones, no encajaba en los planes del gobierno el cual no tenía ninguna intención de reformar estas, como lo prueba la desaparición del cargo de visitadora, que había desempeñado.

El impacto en su salud fue inmediato, tanto física como psíquicamente, pues cae en un estado de abatimiento y melancolía: “Arenal (…) vuelve a ser una mujer hundida, todavía más, si cabe, que a la muerte de su marido (…) pues la herida esta vez se ha infringido a su orgullo (…) No puede entender que no se la trate como se merece”. Ella tiene un alto concepto de sí misma y considera que su dolor es más grande que ningún otro. 

El siguiente libro (1867) es contra las ejecuciones públicas, que, en su opinión no sirven para nada, porque muchos crímenes se cometen bajo un impulso incontrolable y la vista pública de las mismas es un factor embrutecedor, pues a veces son presenciadas por niños que reciben un honda impresión.

En 1868, guiada siempre por su preocupación social, escribirá un folleto titulado La voz que clama en el desierto, donde plantea la necesidad de reformar el campo castellano, para que “España no deje morir de hambre a uno solo de sus hijos”. En concreto propone: evaluar los daños de las cosechas, apoyar la obra pública para luchar contra el desempleo, conceder créditos sin interés a los más perjudicados, dar plena libertad al asociacionismo, informar de lo que pasa por parte de la prensa sin concesiones al poder, facilitar la llegada de suministros a las poblaciones más necesitadas…

Ese mismo año, en septiembre, se produce la insurrección militar contra Isabel II, ajena a todas las desdichas de su país, que se ve obligada a emigrar. Se impone el sexenio democrático, con un espíritu renovador, pero de imposible realización política. Arenal se sitúa en una posición equidistante entre los extremos: vencedores y vencidos, monárquicos y republicanos, católicos y krausistas…

Es nombrada inspectora de casas de corrección de mujeres, cargo del que la habían cesado, y pone toda su ilusión en el proceso revolucionario, reclamando una reforma de las prisiones en la línea de acabar con el hacinamiento, la corrupción de los funcionarios, la falta de actividad de los presos y su nula instrucción.Para ello, propone: la restricción de la prisión preventiva, la profesionalización del personal, el fomento de la actividad entre los presos con el fin de reinsertarse en la sociedad, cuando queden libres, etc. 

El nuevo orden de cosas requiere nuevas formas de pensar y actuar, y a esto responde La mujer del porvenir, un ensayo donde denuncia que la mujer no tenga los mismos derechos ante la ley, por ejemplo, que no pueda acceder al sacerdocio ni se le permita una simple transacción financiera o acudir a la universidad, pero sí, en cambio, las mismas obligaciones, pues la ley criminal la equipara al varón y le aplica iguales penas cuando comete un delito.

Pero todos sus proyectos de reglamentación, todos sus planes de mejoras  cayeron en saco roto, tanto bajo el régimen de Amadeo de Saboya como en la República. Tampoco los derechos de la mujer que reivindica se equiparan a los del varón. Por eso, se hunde en la melancolía y la desesperación, al ver que su voz clama en el desierto.

Su forma de superar esta decepción es fundar La voz de la Caridad, una revista dedicada a la beneficencia y a los establecimientos penales, donde se da la voz a “los pobres, los tristes y los encarcelados” y desde donde se llevan a cabo iniciativas, como campañas de socorro para lo heridos de guerra contra el carlismo, las inundaciones en el Levante, la mejora de los asilos, la ayuda a los huérfanos, el estado de las cárceles, etc. Su idea al crearla es llegar a donde no llegan las instituciones públicas o el estado, lo cual supone para Arenal ejercer un papel comprometido, educador y socialmente activo ante la desgracia.

En 1873, con la proclamación de la República, desaparece su cargo de inspectora de la cárcel de mujeres de Madrid, porque el proyecto de reforma de las prisiones de Arenal no gusta a las autoridades que acaban aprobando en las Cortes otro distinto. Pero sigue su trabajo incansable en la revista y colabora activamente con la Cruz Roja, institución inspirada en valores aconfesionales y apolíticos, recién creada en España, y que prestó un servicio importante durante la guerra carlista, socorriendo a los heridos de uno y otro bando. Por esta época escribe una colección de veinticuatro relatos que muestran las consecuencias del conflicto: el dolor de los soldados, el sufrimiento de las madres, las escenas de desolación, la presencia de la muerte…

Con la vuelta de la monarquía en 1875, se elimina la libertad de cátedra y son detenidos y encarcelados los profesores más significativos del liberalismo, como Gumersindo de Azcárate, Nicolás Salmerón y Francisco Giner de los Ríos, lo cual provoca la indignación de Arenal. En la cárcel surge la idea de crear una universidad libre, la Institución Libre de Enseñanza, que comienza en 1876.

La obra que le daría a Concepción Arenal una proyección internacional es Estudios penitenciarios, donde reúne sus aportaciones diseminadas en artículos y folletos, sobre la necesaria reforma de las cárceles. Le sigue Ensayo sobre un derecho de gentes, donde plantea la necesidad de legislar un derecho internacional con la finalidad de evitar las guerras y que sea respetado por todos los países; y defiende propuestas que hoy son de uso común, como el sentirse ciudadano del mundo. En La mujer de su casa considera un anacronismo este ideal tradicional, pues así considerada, como ama de casa, la mujer vive por debajo de sus derechos y de sus obligaciones como ser social: “Nada de lo que ocurra fuera de él -se refiere al hogar- le interesa (…) porque nada conoce; en nada piensa, más allá del bienestar que transcurre entre las cuatro paredes y en nada serio está implicada… Al hombre la mujer que sólo es ama de casa le conviene porque, al sentirla inferior a él en muchos aspectos, puede dominarla y verse en superior tamaño del que posee en realidad… A la mujer no se la ve, ni ella se ve, como un fin en sí misma, sino un medio del varón…” 

Su salud está cada vez más deteriorada, a causa de una bronquitis crónica, y en sus últimos años de vida, tiende a aislarse, consciente quizá de que “era la voz que clama en el desierto de una sociedad indiferente a su discurso, a su utopía reformista”. Es la misma conciencia de fracaso que experimentaron, al final de sus días, las mujeres románticas de aquella época, que habían tenido juventudes inquietas y rebeldes: la condesa de Mina, Carolina Coronado, Cecilia Böhl de Faber, Gertrudis Gómez de Avellaneda, etc. No obstante, Concepción Arenal sigue combatiendo hasta el final por sus ideales de justicia. Como prueba, su último libro, El visitador del preso, donde defiende de nuevo la necesidad de que la sociedad civil, aparte de la iglesia, asuma la formación moral de los más débiles o que tienen un comportamiento extraviado, porque ella cree firmemente en la reinserción social de estos. Además, plantea que cuanto menos tiempo esté en la cárcel, mejor, y si su pena es escasa, no debería ingresar, como sucede ahora con las inferiores a dos años.  Es decir, que Arenal se adelantó a su época con estos planteamientos tan novedosos, que fueron cristalizando con el tiempo.

Falleció de una neumonía, en aquella época incurable, el 4 de febrero de 1893. Se podría decir, siguiendo el razonamiento de Anna Caballé, que Concepción Arenal es la pensadora más interesante del siglo XIX, en España, incluyendo el género masculino. Además su pensamiento, siempre ligado a lo social, abarca muchos ámbitos: desde la deficiente situación de las prisiones, necesitadas de una urgente reforma, o el atraso del campo castellano, que exige una transformación para que no mueran de hambre los que trabajan en él, pasando por el dogmatismo de la religión, que debe abrirse a la libre discusión de las ideas, o la discriminación de la mujer que ha de tener los mismos derechos que el varón, hasta el sin sentido de la guerra, que causa dolor y sufrimiento no sólo a los que participan directamente en ella sino también a sus familias, o, en fin, la pobreza que impide a las personas vivir con dignidad. Muchas de estas propuestas, en particular las relacionadas con la reforma de los centros penitenciarios, que en su época no fueron aceptadas, hoy día son de uso común.

Por esta biografía, Anna Caballé, recibió el Premio Nacional de Historia 2019. El jurado argumentó su elección “por reunir todos los requisitos de excelencia en una obra de historia: novedad historiográfica y metodológica, pluralidad de fuentes y un planteamiento científico y riguroso del estudio biográfico sobre un personaje todavía no suficientemente conocido pero importante en la historia de España”.

Un lugar donde volver

Al Landero fabulador de historias, protagonizadas por personajes que sueñan, se le suma el de El huerto de Emerson o El balcón en invierno, obras donde se encuentra el origen real de estos seres de ficción. Son dos libros que en sus propias palabras nos sugieren a los lectores un lugar donde volver: nuestro propio pasado. En el primero de ellos, a partir de vivencias personales, reflexiona sobre diferentes aspectos de la condición humana: el arte de escribir, el paso inexorable del tiempo, la profesión docente, la naturaleza cambiante, la infancia prolongada, el amor platónico, los diferentes roles de la mujer y el hombre, las crisis de creación, etc.

Al hilo de estas reflexiones, aparecen escritores y obras que le marcaron como lector: Emerson, que da título al libro; Faulkner, Joyce, Proust, García Márquez, Kafka, etc. También personas normales que se cruzaron en su vida y que le dejaron huella, como Manuel Pache o el señor Bordas, que trabajaba como oficinista en la Tabacalera y era un auténtico maestro del lenguaje. Y episodios desperdigados, que no se le borran de la memoria y que son Iluminaciones para él, como el día en que vio a una mujer orinar en cuclillas: “Debí de sentir algo parecido al deseo y a la repulsión -ansia. avidez, animadversión, rabia…-, ganas de huir y ganas de quedarme y de seguir mirando y de no cansarme ya nunca de mirar, aterrado y maravillado ante el prodigio, como los pastorcillos ante la aparición celestial”. 

El huerto de Emerson está compuesto por quince evocaciones, casi todas de su infancia, algunas de carácter literario, otras reflexivas, o una mezcla de ambas. En la primera, Tiempo de vendimia, reflexiona sobre el arte de escribir, que plantea como “la cosa más natural del mundo”, si uno quiere hacerlo con voluntad y libertad. Encontrar la primera frase es la clave, pues a partir de ella irán apareciendo muchas más, y en ese momento hay que poner orden, tachando lo que haya que tachar, añadiendo lo que haya que añadir, sufriendo cuando te atascas y no se te ocurre nada, y guiándose siempre por el asombro del niño “para el que todo el mundo está por descubrir y por decir”. No obstante, a veces, pasa por períodos de esterilidad creativa y esos días eleva La plegaria al señor de la invención y de la gramática: “Oh, señor!, a ti me encomiendo, socórreme en estos momentos de aflicción en que al tomar la pluma no sé si empuño el látigo o el cetro, lléname la cabeza de fantasías y concédeme la gracia de encontrar el nombre exacto de las cosas, de hacer poderosas las palabras humildes, interesante lo vulgar, nuevo lo viejo, de modo que pueda imaginar lo que nadie ha imaginado antes, y decirlo como nadie lo ha dicho nunca”.

En el El viento en la vela, paseando por el cementerio de la Almudena, piensa en el paso inexorable del tiempo y se da ánimos, ante la crisis vital y de creatividad por la que estaba pasando: “Confía en ti, me dije. No codicies los frutos ajenos. Acuérdate de Emerson y labora en tu huerto sin angustia ni prisas. Sobre todo sin prisas. Estás enfermo de impaciencia, ya te lo decían en la infancia. No te disperses, concéntrate, embrida el pensamiento, no saltes de una cosa a otra, dejando todo a medio pensar.” 

En el siguiente, Un hombre sin oficio, se refiere a todos los miembros de su familia por parte de padre, como hombres sin oficio y en los que se inspira para crear sus personajes literarios: “alumbramos un afán, nos entregamos a él con el mayor empeño, como si en eso nos fuera la vida, y al poco tiempo lo dejamos, desencantados o aburridos. Sigue una época de hastío y angustia existencial, hasta que no tardamos en encontrar una nueva pasión”. Así, el propio Landero se considera, más que de saber académico, un profesor de detalles, de vislumbres y caprichos, que han ido dejando las lecturas en su memoria.

El niño y el sabio evoca el primer día de clase con sus alumnos, donde les decía que todos somos únicos, como nuestras huellas dactilares o nuestras caras, y que en cada uno de nosotros está la semilla de la originalidad, pero hay que ganársela trabajando en lo concreto, buscando en nuestra memoria, en nuestro huerto, y sin olvidar nunca la infancia y nuestra capacidad de asombro ante las cosas, de donde nace el conocimiento, por ejemplo, “el olor de una manzana, el sabor de la magdalena, el tacto de una hoja de higuera, la expresión de miedo de un condenado a muerte, el sonido lejano de un trueno…”

El noviazgo entre Cipriana y Florentino es un pretexto para evocar el atardecer en su pueblo, Alburquerque, evocación donde Landero demuestra su destreza como escritor: “Lejos se oía acaso el paso tardío y apresurado de una caballería. Con la última luz, alta y escueta en el mirador de la palmera o de un tejado, la urraca venía con su estribillo a increpar y a burlarse del día antes de irse a dormir”.

La nostalgia de la niñez le acompaña siempre y sólo encuentra acomodo para este viaje en la escritura: “Personalmente, a veces pienso que no he superado el drama de dejar de ser niño, y que todo lo que hago lleva la marca de una infancia prolongada en secreto. Lo demás, la literatura, la guitarra, la enseñanza, el obligado amor son cosas que he ido encontrando en el camino, tributos y servidumbres impuestos por la madurez”. 

Los diferentes roles de los hombres y las mujeres le dan pie para reflexionar de nuevo sobre el tiempo, sobre la lentitud de los primeros al actuar y la rapidez con la que hacen las cosas las segundas: “Las mujeres de mi familia solían ir deprisa, en tanto que los hombres parecía que, más que ir de viaje, se habían sentado a esperar al borde del camino y no tenían prisas en proseguir la marcha. Vivían, y el tiempo iba haciendo su oficio. Antes de llegar a viejos, ya los hombres habían renunciado a seguir adelante. Las mujeres en cambio no paraban de andar hasta el último aliento”.

El viejo marino trata sobre la esperanza y la emoción de la vuelta, que siempre es más gustosa que el regreso, del mismo modo que lo imaginado o deseado es más placentero que su cumplimiento. Es decir, trata sobre lo que son en realidad los personajes de sus novelas: soñadores, a los que no satisface nada, porque en el ensueño precisamente está la clave de sus vidas.

Y esto enlaza con su afición por viajar a través de los libros y novelas de aventuras de Stevenson, Homero, Cervantes o Julio Verne, acompañando a los héroes de papel en sus maravillosas andanzas. También viajar a ciudades, donde lo que más le gusta al visitarlas por primera vez es sentarse en la terraza de un café para observar a la gente ir y venir y escuchar la música callejera. Para regresar a casa y reinventar lo vivido, soñando el viaje, porque necesita “un poquito de realidad para escribir”.

Disfrutar con la escritura es lo que se propone Luis Landero en El huerto de Emerson, este pequeño libro sobre su vida: “Qué gusto da escribir, qué alegría, notar el llenor de las palabras, los viejos sones de la música, el gozo casi físico que uno siente cuando consigue convocar en unas líneas a los cinco sentidos, o cuando alcanza el sencillo y extremado arte de la precisión, de un solo tiro abatir limpiamente la pieza. La lascivia de la exactitud”. Y este mismo disfrute es el que experimentamos los lectores al adentrarnos en sus recuerdos, escritos con brillantez y autenticidad, que nos hacen evocar nuestra propia vida.