Una mujer vital y clarividente

Existen dos posiciones en torno a la prostitución: hay quien la condena sin paliativos, considerándola una humillación para las mujeres, y hay quien defiende la libertad de ejercerla. En este sentido, la historia que cuenta Alberto Moravia en la novela La Romana causaría hoy día bastante controversia: “Yo había perdido, al menos por ahora, el matrimonio y todas las modestas ventajas que de él me prometía; pero, en compensación, había recuperado mi libertad (…) Aquella mañana, por primera vez, consideré mi cuerpo como un medio bastante cómodo de conseguir los fines que el trabajo y la seriedad no me habían permitido alcanzar”.

A mí personalmente me ha desconcertado, pero al mismo tiempo me ha causado admiración este personaje, que es plenamente consciente de su situación en el mundo, hasta el punto de aceptar la prostitución de forma positiva, tomando las riendas de su destino, sin depender de los demás. Demuestra así su relativismo moral, tal y como afirma en el prólogo Ana María Moix, “Adriana no condena, en ningún momento, a ninguno de los retorcidos y complejos personajes con quienes entabla relación en su peculiar modo de ganarse la vida, ni siquiera juzga al asesino con el que se acuesta en una ocasión”. Ni tampoco condena a Gino del que estaba enamorada y que le traiciona ocultándole un aspecto importante de su vida. Se limita a vivir, aprovechándose de la hermosura y exuberancia de su cuerpo, y aunque en general no disfrute de las relaciones con los hombres, experimenta un fuerte sentimiento de complicidad y sensualidad, cuando le pagan por sus servicios. 

Hay una huella indudable del existencialismo en este novela, pues la protagonista, a la que acabamos de referirnos y que tiende a reflexionar sobre lo que le sucede, experimenta a menudo un extravío intenso, que le lleva a ver su vida y las cosas que hace carentes de significado, simples apariencias absurdas: “Me decía: Yo estoy aquí y podría estar en cualquier parte (…) Pensaba que había salido de una oscuridad sin fin y que pronto volvería a otra oscuridad igualmente ilimitada, y que mi breve paso habría estado marcado tan solo por actos absurdos y casuales. Comprendía entonces que mi angustia no era debida a las cosas que hacía, sino, más profundamente, al mero hecho de vivir, que no era ni malo ni bueno, sino sólo doloroso e insensato”.

Recuerda, en este sentido, al Meursault  de la novela El extranjero de Camus, al que la realidad le resulta absurda e inabordable, aunque Adriana, a diferencia de este personaje que no experimenta ningún tipo de sentimiento, pues todo en él es  indiferencia, abulia y apatía, sí siente, unas veces, alegría y satisfacción, y otras, como en el fragmento anterior, dolor y angustia. Su mayor asidero en este sentido es el amor, sentimiento que da sentido a su vida.

Después de la frustrada relación con Gino, encuentra en el joven estudiante, Jacobo, la posibilidad de ser feliz, aunque éste, que se deja guiar siempre por la razón, no le corresponde con la misma entrega e intensidad: “Hago todas las cosas del mismo modo… sin amarlas ni sentirlas en el corazón… sino sabiendo con la cabeza cómo se hacen y, a veces, haciéndolas incluso, en frío y desde fuera… soy así y, a lo que parece, no puedo cambiarme”. 

Sólo, cuando le lee en voz alta pasajes de sus libros favoritos, abre su alma y afloran sus sentimientos: “En verdad, durante estas lecturas, él se abandonaba del todo, sin temor ni ironía, como quien se encuentra a sí mismo en su elemento y no teme ya mostrarse sincero. Este hecho me impresionó, porque hasta entonces había pensado que el amor y no la lectura era la condición más favorable para que se abriera el alma humana. A Mino, en cambio, a lo que parecía, le pasaba lo contrario; y ciertamente nunca le vi en la cara tanto entusiasmo y tanto candor, ni siquiera en los raros momentos de sincero afecto hacia mí, como cuando, alzando la voz en curiosos tonos cavernosos o bajándola en manera discursiva, me recitaba a sus autores preferidos”.

Este canto a la lectura en voz alta enlaza con toda una tradición de literatura oral, porque no es lo mismo leer en silencio para uno mismo que hacerlo para los demás poniendo en juego la entonación y el timbre de la voz, para matizar o realzar el significado de las palabras.

Pero en la novela no importan sólo las reflexiones de Adriana sino que también hay una intriga que gira en torno a una polvera que robó en la casa donde trabajaba Gino, cuyas consecuencias condicionan su vida y la de los que le rodean. Alberto Moravia va dejando cabos sueltos sobre este hecho, que acaban relacionando a los personajes principales, para que permanezcamos atentos a la lectura.

Así se explica el final dramático donde se cruzan las vidas de tres de los amantes de Adriana: el oficial de policía secreta, Astarita, que ama a esta hasta la servidumbre, aunque no es correspondido; el siniestro asesino Sonzogno, que la trata como un objeto de su propiedad; y el mencionado Jacobo, que rechaza la idea de estar enamorado de ella. 

La romana , publicada en 1947, es una novela que se lee con facilidad, de la mano de una primera persona, que corresponde a la protagonista, Adriana, la cual cuenta la aventura de su existencia, como los pícaros de los Siglos de Oro. Tras el desconcierto inicial que nos causa, al conocer su decisión de dedicarse libremente a la prostitución, poco a poco, a través de sus reflexiones, acaba causándonos admiración por su vitalidad, capacidad y clarividencia para superar errores, contradicciones y sobre todo situaciones adversas: “Qué traición ni traición… se ha matado, ¿qué más quieren?, ninguno de ustedes dos hubiera tenido coraje de hacer otro tanto… y les digo también esto: ustedes dos no tienen ningún mérito si no han traicionado… porque son dos desgraciados, dos pobretones, dos miserables, y si las cosas van bien, tendrán al final lo que nunca han tenido y estarán bien ustedes y sus familias… pero él era rico, había nacido en una familia rica, era un señor, y si lo hacía era porque creía en ello y no porque esperaba nada… él tenía mucho que perder, al contrario de ustedes que solo pueden ganar… eso es lo que digo… y debieran avergonzarse de venir a hablarme de traición”. Con estas palabras lúcidas les réplica a los dos compañeros de Jacobo, que le habían insistido en la traición de éste, al delatarlos a la policía.

 

Hablaremos de esta novela de Alberto Moravia el 25 de septiembre, miércoles, a las 18 horas, en Club de Lectura del IES Gran Capitán.

 

La historia de una espera

Tom, casado con Berta Isla, define así a los espías: “Nosotros somos las atalayas, los fosos y los cortafuegos; somos los catalejos, los vigías, los centinelas que siempre estamos de guardia, nos toque esta noche o no. Alguien tiene que estar atento para que el resto descanse, alguien ha de detectar las amenazas, alguien ha de anticiparse antes de que sea tarde”. Porque, en efecto, esta última novela de Javier Marías, publicada en 2017, trata de este tipo de personas, que, según la definición de la RAE, observan o escuchan lo que pasa con disimulo y secreto para comunicarlo, después, al que tiene interés en saberlo, que normalmente es el Estado. Personas que garantizan que las cosas, incluidas las más corrientes, como que haya pan en las panaderías o  que cada uno reciba a fin de mes su salario, sucedan con normalidad. Personas imprescindibles e insustituibles, que están rindiendo un servicio esencial a los demás y que no pueden desaparecer, para que todo funcione.

La historia se cuenta desde dos puntos de vista: comienza con un narrador omnisciente que nos presenta a los personajes y la difícil situación en la que se encuentran, a pesar de que se conocían desde casi niños: “Berta Isla sabía que vivía parcialmente con un desconocido. Y alguien que tiene vedado dar explicaciones sobre meses enteros de su existencia se acaba sintiendo con licencia para no darlas sobre ningún aspecto. Pero también Tom era, parcialmente, una persona de toda la vida, que se da por descontada como el aire. Y uno jamás escruta el aire”. 

Después, la voz narradora pasa a la propia protagonista, la cual cuenta la vida con su marido, un hombre reclutado para los servicio secretos, por sus excepcionales cualidades para las lenguas y los acentos. La novela es, en este sentido, la historia de una espera, que se refleja en la imagen de ella misma asomada al balcón de su piso con la mirada perdida, como Penélope, que de noche destejía lo que había tejido de día, aguardando el regreso de Odiseo. Una espera y también la obligación de convivir en medio de la ocultación y el miedo, lo cual le lleva a plantearse el dilema de seguir o no al lado de Tom, “ignorando la mitad de su existencia (…), sin saber en qué andaba metido ni cuánto se manchaba las manos y el ánimo, si engañaba mucho, si traicionaba a quienes lo considerarían compañero o amigo, si los enviaría a prisión o a la muerte, y todo ello sin preguntar. Con riesgos para mí y para el niño…”.

Y es que, por encima de la anécdota y de la intriga, en torno a lo que sucede, que sabe generar Javier Marías, está su estilo introspectivo, ese indagar en el pensamiento de los personajes, en sus dudas, al tomar una decisión, como el dilema Berta, o las de Tom para contarle a esta lo que le obligó a llevar la vida de agente secreto; en la necesidad de callar lo que sucede en las misiones secretas, que para eso son estrictamente confidenciales: “Nada de eso existe para ti. No debería existir ni para mí. De hecho no existe, como quieres que te lo diga. No acontece, no tiene lugar (…) Estamos obligados.  Para siempre. De lo contrario nos acusarían de revelar secretos de estado, y eso no es ninguna broma, te lo aseguro”; en las dolorosas ausencias necesarias, que separan de su familia al que trabaja en este menester; en los posibles escrúpulos morales por haber propiciado la detención de quienes han depositado la confianza en ti. 

O reflexionar sobre la diferencia entre los servicios secretos de una democracia avanzada, como Inglaterra, que supuestamente deben atenerse a leyes estrictas y estar controlados por políticos elegidos y por jueces honrados, y los llamados sociales de nuestra dictadura, hacia los que sentíamos aversión y desprecio, por su comportamiento despiadado e indigno; sobre la veleidad del pueblo que nunca es responsable de nada: “¿Qué culpa tuvo del franquismo en España, como del fascismo en Italia o del nazismo en Alemania y Austria, en Hungría y Croacia? ¿Qué culpa del estalinismo en Rusia ni del maoísmo en la China? Ninguna, nunca; siempre resulta ser víctima y jamás es castigado”; o sobre la asunción de la muerte de un ser querido y el largo periodo en el que su ausencia se siente como transitoria.

Estas introspecciones a veces van acompañadas de textos de dos escritores ingleses: Shakespeare y  Eliot. Por ejemplo, una escena de Enrique V, en la que el Rey, la noche antes de la batalla, haciéndose pasar por una persona normal y corriente, escucha cómo un soldado se pregunta por la causa de la guerra, le sirve a Berta para cuestionar las razones por las que actúa su marido.  O el verso “Como la muerte se parece a la vida”, perteneciente al poema “Little Gidding”, describe la situación de Tomás, que lleva casi dos años sin regresar a casa, pues ambas, la muerte y la vida, son posibles en su caso: “Podía no regresar nunca, en todo caso, aunque aún respirara en un lugar lejano. Yo podía optar por no esperarlo más o seguirlo esperando, cabía ‘declararlo’ muerto a todos los efectos o ‘decidir’ que todavía pisaba la tierra y cruzaba el mundo; todo interiormente, para mis adentros”.

Hay también críticas a las malas prácticas de los Estados: “Si usted supiera la cantidad de gente en el mundo que cobra por no hacer nada, por figurar en un consejo de administración o ser miembro de un patronato, por asistir a un par de reuniones al año, por asesorar sin asesorar. En realidad cobra por estarse quieta y callar. Los Estados cargan con parásitos, y lo hacen de sumo grado”. Así, le justifica Tupra a Berta el sueldo que va a cobrar sin hacer absolutamente nada.

En el último tramo de la novela, cuando la ausencia de Tom se prolonga, cambia el punto de vista en favor de un narrador omnisciente, que le permite  a Javier Marías distanciarse de la historia, sin renunciar al mundo interior de los personajes, y al mismo tiempo aunar las perspectivas de ambos. Pero no solo eso, pues en la historia hay un cabo suelto, una intriga sin resolver, relacionada con Janet, que se retoma. El confidente de este secreto, y a través de él nosotros los lectores, es Mr Southworth, antiguo profesor de Tom en la universidad y con quién éste conversaba, cuando se le comunicó su posible implicación en la muerte de esta  joven.

Reaparece también la voz narradora de Berta para cerrar la novela. Ella y su futuro marido, cuando se enamoraron, no dudaban de que iban a ser importantes en la vida; pero con el tiempo, como suele ocurrir con todos los jóvenes, a medida que pasa el tiempo y se hacen mayores, toman conciencia de que pertenecen “a esa clase de personas que no se ven protagonistas ni de su propia historia, sacudida por otros desde el principio; que descubren a mitad del camino que, por únicas que todas sean, la suya no merecerá ser contada por nadie”. 

Las novelas de Javier Marías no defraudan, pues además de sus argumentos muy bien trabados y, en el caso de Berta Isla, su capacidad para generar la intriga y mantenerla hasta el final, está su estilo original, inconfundible; su frase larga para introducirse en la mente de los personajes y explorar los recovecos de la psicología humana.