EL ORIGEN DEL LENGUAJE Y LAS JARCHAS

Según las últimas investigaciones del biólogo neozelandés Quentin D. Atkinson, el habla humana, tal y como hoy la entendemos, tiene entre 50.000 y 100.000 años de antigüedad, cuando la lingüística tan sólo le daba 9.000.

La utilización del lenguaje por el hombre y la posibilidad de nombrar los seres y las cosas que le rodeaban le dio el dominio de la naturaleza y del reino animal. A través de este instrumento, fue capaz de transmitir la cultura y de elaborar textos orales y escritos, en los que no siempre lo importante era el contenido sino también la forma de expresar éste.

Así surge la literatura, que es una forma especial de utilizar el lenguaje. En castellano, las primeras manifestaciones literarias, que nos han llegado, son las jarchas, breves poemas en mozárabe, que actuaban como estribillos de una composición mayor, llamada moaxaja, y que datan los más antiguos del siglo X.

Al leer en el periódico la noticia de las investigaciones de Quentin D. Atkinson sobre el origen del lenguaje, he pensado en estos breves poemas, protagonizados por mujeres, que hablan de sus experiencias amorosas:

“¡Tanto amar, tanto amar,

amado, tanto amar!

Enfermaron mis ojos brillantes

y duelen tanto.”

* * * *

“Mi corazón se va de mí.

Oh Dios, ¿acaso volverá a mí?

¡Tan fuerte mi dolor por el amado!

Enfermo está, ¿cuando sanará?”

(Traducción al castellano moderno)

Cada curso, cuando leo en clase las jarchas, me identifico con esas voces femeninas que expresan la intensidad de su amor o lamentan la pérdida o la ausencia de la persona amada, y no deja de sorprenderme que, mediante un lenguaje tan sencillo, valiéndose sólo de las exclamaciones, las repeticiones y los diminutivos, calen tan hondo. Y cuando, a veces, compruebo que los alumnos experimentan las mismas sensaciones, mi satisfacción, como profesor de lengua, es doble. Esos momentos placenteros me reconfortan y me resarcen de otros, que no lo son tanto.

DUELO POR LOS DERROTADOS

Con esta novela, que consiguió el Premio de la Crítica y el Nacional de Narrativa del año 2004, Alberto Méndez cumple con el duelo por los que sufrieron la derrota en nuestra Guerra Civil. “El duelo -dice Carlos Piera en el prólogo- no es ni siquiera cuestión de recuerdo: no corresponde al momento en que uno recuerda a un muerto sino a aquel en que se patentiza su ausencia definitiva”.

Esta es la sensación que produce la lectura de “Los girasoles ciegos”: hacer nuestra la ausencia definitiva de los derrotados. Durante muchos años -los que duró la dictadura del general Franco- los españoles del bando republicano habían permanecido en el olvido, como si representaran al maligno, a esa parte oscura del ser humano, que aflora sin que la podamos controlar y que nos trae las mayores desgracias.

En este sentido, “Los girasoles ciegos” es un libro necesario sobre las consecuencias de la Guerra Civil. Las cuatro historias que se cuentan nos llegan al corazón: la decisión del capitán Alegría de rendirse, un día antes de finalizar la contienda, porque los sublevados estaban prolongando innecesariamente esta, para matar al mayor número de republicanos; el relato del joven poeta, que huye atemorizado con su mujer embarazada, a la que acaba perdiendo en el parto; el profesor de música que decide acabar con la impostura, para que el hijo del coronel franquista pueda ser considerado como lo que fue: un asesino; y la vida clandestina, que se ve obligado a pasar Ricardo Mazo.

Todas son historias de derrotados o de quienes sufrieron las consecuencias de la derrota. Cuatro relatos sutilmente engarzados entre sí y contados desde diferentes puntos de vista. Esto último no le resta unidad a la novela; al contrario, nos ofrece perspectivas distintas de un elemento común: la derrota. Además, las historias están escritas como una necesidad:

“Escribo porque no quiero recordar cómo se reza ni como se maldice” -leemos en el manuscrito del joven poeta, Eulalio Ceballos-, es decir, como una forma de superar el dolor.

“Aún estoy vivo, pero cuando recibas esta carta ya me habrán fusilado (…) Renuncio a seguir viviendo con toda esta tristeza” le escribe a su novia Juan, horas antes de contarle al coronel y a su mujer el criminal de baja estofa que había sido su hijo.

“Recuerdo aquellos años como una inmensidad vivida en un espejo, como algo que tuve la desdicha de sufrir y observar al mismo tiempo”. Quien así se expresa es Lorenzo, ya adulto, recordando una niñez, en la España de Franco, que sigue asustándole.

Es esta forma de escribir como un necesidad lo que nos atrapa, porque da verosimilitud a las historias que se cuentan y nos hace sentir el dolor de la derrota como nuestro.

Reconforta leer “Los girasoles ciegos”, especialmente, ahora, en que los sectores más conservadores del país se oponen a la Ley de la Memoria Histórica y a la exhumación de los restos de los soldados republicanos fusilados y enterrados en fosa comunes. Aunque solo sea para rendirles un último y merecido homenaje a los muertos de nuestra posguerra, merece la pena embarcarse en la lectura de esta novela. Además, el lenguaje en el que está escrita posee la propiedad y la precisión de lo que ha sido pensado y madurado durante mucho tiempo.

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