Releer El camino

La primera vez que leí El camino, hace ya bastantes años, me cautivaron la sencillez y autenticidad de sus personajes, así como la ternura con la que Delibes se acerca a ellos. Por ejemplo Mariuca-uca, una niña huérfana de madre desde su nacimiento, que ha sido criada por su padre y que sigue por todas partes a Daniel, el Mochuelo, porque está enamorada de él; el propio Daniel, protagonista de la novela, al que le hubiera gustado elegir su destino, quedándose en el pueblo, pero debe acatar la decisión de su padre de enviarle a la ciudad, para estudiar el Bachillerato; Roque, El Moñigo, que tiene fama de golfo y zascandil, y sabe más de la vida que los demás niños, a los que le gusta retar para que hagan lo que él es capaz de hacer; etc.

También me sedujo el arte de la descripción de Delibes, tanto de personajes, como de paisajes, lugares y objetos. Como ejemplo, esta descripción impresionista del cementerio del pueblo, el día que enterraron a Germán, el Tiñoso, donde selecciona detalles (la puerta de hierro, la pequeña fosa, los cipreses, la ausencia de panteones) que impresionaron a Daniel, el Mochuelo, para mostrarnos el lugar, desde su punto de vista:

“Doblaron el recodo de la parroquia y entraron en el minúsculo cementerio. La puerta de hierro chirrió soñolienta y enojada. Apenas cabían todos en el pequeño reciento. A Daniel, el Mochuelo, se le aceleró el corazón al ver la pequeña fosa, abierta a sus pies. En la frontera este del camposanto, lindando la tapia, se erguían adustos y fantasmales, dos afilados cipreses. Por lo demás, el cementerio del pueblo era tibio y acogedor. No había mármoles, ni estatuas, ni panteones, ni nichos, ni tumbas revestidas de piedra. Los muertos eran tierra y volvían a la tierra, se confundían con ella en un impulso directo, casi vicioso, de ayuntamiento. En derredor de las múltiples cruces, crecían y se desarrollaban los helechos, las ortigas, los acebos, la hierbabuena y todo género de hierbas silvestres. Era un consuelo, al fin, descansar allí, envuelto día y noche en los aromas penetrantes del campo.”

Pero recientemente he vuelto a leer “El camino”, y he podido comprobar que esta novela es más compleja de lo que la sencillez de los personajes y de la historia misma parece indicarnos, sobre todo si nos fijamos en su estructura interna y en el punto de vista narrativo.

Con respecto a la primera, Delibes parte de un presente, la noche previa a la marcha a Madrid de Daniel, durante la cual se produce un salto atrás o analepsis, en el que evoca desordenadamente la vida del niño: pequeñas historias que se entrecruzan entre sí y que se supeditan a la historia principal. La novela finaliza al amanecer del mismo día, con lo que se vuelve al tiempo inicial.

Sin embargo, la evocación de estos episodios, que fluyen en la mente de Daniel, se alterna con retornos al presente que está viviendo, de tal modo que se produce un juego temporal, un ir y venir continuo, que podría haber resultado caótico y desordenado, de no ser por la habilidad de Delibes para conectar todos los cabos sueltos. En efecto, diferentes nexos narrativos le sirven para relacionar las historias y los capítulos: motivos que se repiten (el origen de la vida, el amor, el sexo, la amistad, la muerte); dosificación de una historia (al final del capítulo IV, hay una referencia a Lola, la tendera, cuya retrato esperpéntico se desarrolla en el capítulo siguiente); capítulos que empiezan con la misma palabra con la que había finalizado el anterior (el II y III, con la palabra “valle”.); anécdotas que cuenta en un capítulo, como la de la Mica, cuando cogió robando manzanas a Daniel y sus amigos en el jardín de su casa, y que retoma de nuevo, varios capítulos después; etc.

En cuanto al punto de vista, corresponde al de un narrador omnisciente, pero impregnado de la visión ingenua de la vida que tiene Daniel. Por eso, tras este narrador, percibimos los sentimientos del niño, por ejemplo, el dolor que experimenta el día que entierran a su amigo Germán, el Tiñoso, cuando se imagina como uno de los insectos que coleccionaba el cura de la Cullera, de tal forma que cada campanada “era como una aguja afiladísima que le atravesaba una zona vital de su ser”. Pero, al mismo tiempo, el narrador es capaz de reflexionar, como un adulto, ante este hecho dramático: “Le dolía que los hechos pasasen con esta facilidad a ser recuerdos; notar la sensación de que nada, nada de lo pasado, podría reproducirse. Era aquella una sensación angustiosa de dependencia y sujeción.”

Delibes podría haber optado por el narrador protagonista; pero entonces no hubieran sido creíbles reflexiones filosóficas, como esta, sobre la fugacidad de la vida, en la mente de un niño.

Releer El camino, teniendo en cuenta su complejidad narrativa, ha sido un aliciente añadido a una historia, protagonizada por personajes de carne y hueso; que está contada mediante un lenguaje sencillo, depurado de retórica; y que, en último extremo, viene a decirnos que el verdadero camino no es el que eligen los demás por nosotros, sino el que elegimos nosotros libremente.