Internet ha revolucionado el mundo de las comunicaciones –se suele decir- para señalar uno de los aspectos que más ha cambiado la vida de las personas en los últimos años. Antes era frecuente conversar hasta altas horas de la madrugada, intercambiando impresiones sobre un libro o una película, o analizando la situación del país y la necesidad de un sistema de democrático que garantizara una vida en común, con respeto a todas las opiniones e ideologías.
Conozco a un viejo amigo, que la primera vez que entró en Facebook proclamó a los cuatro vientos su deseo de comunicarse con la masa anónima de receptores virtuales, ignorando quizá las limitaciones de las redes sociales en cuanto al número de caracteres de cada comentario. Seguramente, añoraba nuestras largas conversaciones de los años de universidad, sentados en alguna taberna del casco antiguo, o en las escaleras desgastadas de la Plaza Mayor, cantando a coro “Alfonsina y el mar”, la poetisa argentina, que acabó sus días suicidándose en el Mar del Plata.
Hoy, Javier Marías, en su artículo semanal del diario El País, lamenta precisamente un hábito, cada vez más extendido entre los jóvenes, que pertrechados de su iPhone o su iPad, como si se tratara de un extremidad más del cuerpo, intercambian mensajes electrónicos, sin levantar la mirada de la pantalla, completamente ajenos a lo que sucede a su alrededor, e ignorando a quienes se encuentran a su lado.
Concluye el articulista afirmando que “la verdadera conversación pertenece al pasado”. Quizá sea excesivo afirmar esto; pero lo que sí tengo claro es que conversar, como leer un libro, requiere tiempo, para ir conociendo poco a poco lo que piensa la otra persona; y puestos a elegir, yo al menos prefiero que esté presente, es decir, que pueda verla y escucharla en su propio timbre de voz.