Una obra que te hace pensar sobre la humanidad

La carretera, Libros Prohibidos.

Cuenta la historia del fin del mundo, con un padre y un hijo como únicos supervivientes. El estilo es austero y preciso, lapidario, casi podría decirse: “Cruzaron la ciudad a mediodía del día siguiente. Él tenía la pistola a mano sobre la lona doblada que cubría el carrito. Llevaba el chico pegado a él. Casi toda la ciudad estaba quemada. No había señales de vida. Coches en la calle con una costra de ceniza, todo cubierto de ceniza y polvo. Rastros fósiles en el fango reseco. Un cadáver en un portal, tieso como el cuero. Haciéndole un mohín al día”. 

Caminan hacia el sur, hacia regiones más cálidas, pero apenas tienen para comer y las ropas y calzado de los que disponen no son suficientes para combatir el frío intenso, sensación que domina la novela de principio a fin. Ambos se necesitan mutuamente, pero todas las ciudades y casas que se encuentran están cubiertas por el polvo, que lo invade todo. Además, deben tener cuidado con las restantes personas que han sobrevivido a la catástrofe, algunas de las cuales han vuelto al canibalismo por necesidad.  

El hombre le explica a su hijo que, en esta lucha por la supervivencia, ellos son los buenos: “Querías saber qué pintan tenían los malos. Pues ya lo sabes. Podría ocurrir otra vez. (…) Se quedó allí sentado con la manta por capucha. Al cabo de un rato levantó la vista. ¿Todavía somos los buenos?, dijo. Sí. Todavía somos los buenos. Y lo seremos siempre”.

De vez en cuando, al padre le vienen los recuerdos de su mujer y madre de su hijo, que prefirió renunciar a seguir viviendo en una situación de apocalipsis como la que se encuentran: “Fui una estúpida. Ya lo hemos hablado un montón de veces. No me he convencido yo sola de esto. Me han convencido a la fuerza. Y no puedo más. Incluso había pensado no decirte nada”.

El que cuenta la historia es un narrador omnisciente, que se dirige a veces al hombre, cuya identidad desconocemos, para recordarle lo que tiene que hacer y el peligro que corre: “Tendrías que subir agua. Podrías ponerte al descubierto”. O para preguntarle: “Crees que tus padres están observando? ¿Que te ponderan en su libro mayor? ¿Con relación a qué?”.

En medio del desastre y la desolación, a veces, surgen momentos de extraordinaria ternura, como, cuando el hijo cree haber visto a otro niño en una ciudad calcinada: 

“El chico le estaba tirando de la chaqueta. Papá, dijo.

¿Qué?

Tengo miedo por ese niño.

Lo sé, pero no le pasará nada.

Deberíamos ir a buscarlo, papá. Podríamos llevarlo con nosotros. (…) Y yo le daría al niño la mitad de mi comida”. 

O en el mar, durmiendo sobre la arena, cuando el hombre recuerda otra noche junto a su mujer: “Cuando volvió al fuego, se arrodilló junto a ella y acarició sus cabellos mientras dormía y dijo que si él fuera Dios habría creado el mundo tal cual sin ninguna diferencia”.

La narración te absorbe, porque la situación del padre y el hijo es cada vez más dramática: “Efectivamente se estaban muriendo de hambre. Una región saqueada, esquilmada, arrasada. Desvalijada hasta la última migaja. Noches de un frío intenso y una negrura de ataúd y la mañana tardaba en llegar y traía consigo un silencio terrible”. 

Además, el pragmatismo del primero choca con el sentimiento de solidaridad del segundo, por ejemplo cuando encuentran al viejo medio ciego, que dice tener 90 años, al que el chico desea ayudar. También con el hombre harapiento que les robó el carrito con todas las provisiones en la playa, al que persiguen y acaban cogiendo. O cuando el padre quiere contarle un cuento y el chicó se niega: 

“Esos cuentos no son verdad.

No tienen por qué. Son Cuentos.

Sí, pero en esas historias siempre estamos ayudando a gente y nosotros no ayudamos a la gente.”

La suerte parece cambiar, cuando encuentran un refugio subterráneo con alimentos y bebidas; pero, en cuestión de poco tiempo, la situación vuelve a ser dramática. El chico se despierta asustado por la noche, aunque el padre trata de que no se rinda ante la adversidad: “Cuando sueñes con un mundo que nunca existió o con un mundo que no existirá y estés contento otra vez, entonces te habrás rendido. ¡Lo entiendes? Y no puedes rendirte. Yo no lo permitiré”.

La carretera, publicada en 2006, es una novela de ciencia ficción, descorazonadora, que nos habla del apocalipsis: las carreteras sembradas de escombros, las ciudades destruidas, el océano cubierto de ceniza, los bosques calcinados, los ríos secos o con las aguas turbias y lodosas, los puentes caídos, y sobre todo las personas, cuyos cadáveres se pudren en todos los lugares. No se sabe muy bien por qué ha sucedido esta catástrofe, pero afecta a todos los países del mundo. La penosa marcha a ninguna parte de los dos personajes, cada vez más lenta, refleja esta agonía del fin del del mundo; y, cuando sólo queda el hijo, continúa adelante, porque “no se sabe lo que puede deparar la carretera” y quizá pueda encontrar a los buenos. El lenguaje seco y frío, lapidario, sin apenas adorno, así como la ausencia de puntuación en los diálogos, contribuyen a esta atmósfera de desolación, Es probable que no sea la mejor lectura para esta situación en la que nos encontramos; pero tiene el ritmo sostenido y el poder de seducción de las grandes novelas.

Visión amarga de la realidad

Esta novela de cerca de seiscientas páginas cuenta la desdichada existencia de Ferdinand Bardamu, que tiene numerosos paralelismos con el propio Céline. El estilo aparentemente desenfadado, a base de frases cortas y palabras sencillas, sin excluir vulgarismos, así como su antibelicismo, se aprecian desde el principio de la novela: “Conque ¿no había error? Eso de dispararnos, así, sin vernos siquiera, ¡no estaba prohibido! Era una de las cosas que se podían hacer sin merecer un broncazo. Estaba reconocido incluso, alentado seguramente por la gente seria, ¡como la lotería, los esponsales, la caza de montería!”. Se trata de una primera persona que corresponde a un chico francés de 20 años que se ha alistado, de modo circunstancial y no del todo convencido, en la guerra contra Alemania, y se acaba arrepintiendo de ello, : “¡Ah, qué no habría dado, cretino de mí, en aquel momento por estar en la cárcel en lugar de estar allí!”. Lo dice, porque las balas de los alemanes vuelan por el aire, formando un estruendo que se mete en la cabeza y permanece en ella durante largo rato, incluso cuando ha cesado el tiroteo.

Son simples reflexiones, que reflejan una visión amarga de la existencia humana y una falta de confianza en los hombres, de los que hay que tener miedo, porque están locos. Pero el ritmo de la narración es dinámico, porque no dejan de suceder cosas: la muerte del coronel y del mensajero, la distribución de la carne para el regimiento, el desmayo, el nombramiento de cabo, el comandante Pinçon: “La aldea estaba reservada en exclusiva para el Estado Mayor, sus caballos, sus cantinas, sus bagajes, y también para el cabrón del comandante. Se llamaba Pinçon, aquel canalla, el comandante Pinçon. Espero que ya haya estirado la pata (y no de muerte suave). Pero en aquel momento de que hablo, estaba más vivo que la hostia, el Pinçon”. 

La sorna permanente, en especial, para criticar el trato humillante que recibían de los superiores, se convierte en un atractivo para los lectores, a quienes no cesa de sorprendernos el tono anti épico del narrador protagonista, contando sus recuerdos de la Primera Guerra Mundial, después de haber transcurrido muchos años. Además, hay algo que le diferencia de sus superiores y que él define así: “Cuando se carece de imaginación, morir es cosa de nada; cuando se tiene, morir es cosa seria” (27). Por eso, Bardamu se alegra de caer herido, para sobrevivir en un ambiente tan hostil, porque no le encuentra sentido a la guerra.

Resulta insólito que el protagonista de Viaje al fondo de la noche sea un cobarde o, por decirlo en sus propias palabras, un hombre que ama demasiado la vida como para perderla en la guerra, porque el protagonista habitual en este tipo de novelas solía ser un héroe, caracterizado por su valor en el campo de batalla, que es lo que la sociedad demanda, como escribe el propio Bardamu, ponderando la actitud de las enfermeras que trabajan en el bastión donde él convalece, precisamente a causa de su miedo a morir: “exigían héroes y quienes no lo eran del todo debían presentarse como tales o bien prepararse para sufrir el más ignominioso de los destinos”.

Al horror de la Guerra Mundial, le siguen, en este viaje continuo: el periodo de baja en París, donde se ve obligado a fingir para evitar ser enviado de nuevo al frente de batalla; la pobreza, el calor sofocante y las enfermedades de la selva africana, donde se siente solo; el aislamiento también en Nueva York, en medio de multitudes anónimas que se desplazan de un sitio a otro, y donde, como en toda América sólo hay o millonarios o muertos de hambre; y de vuelta en París, donde sobrevive ejerciendo la medicina, en un barrio marginal, en el que ni siquiera es capaz de cobrar sus honorarios. 

Como consecuencia de estas experiencias, aparecen de nuevo las reflexiones amargas: “A medida que te quedas en un sitio, las cosas y las personas se van destapando, pudriéndose, y se ponen a apestar a propósito para ti”. Y el hastío irresistible, que le lleva a plantearse las razones para seguir viviendo: “ánimo, Ferdinand, -me repetía a mí mismo, para alentarme-, a fuerza de verte echado a la calle en todas partes, seguro que acabarás descubriendo lo que da tanto miedo a esos todos, a todos esos cabrones, y que deben de encontrarse al fin de la noche. ¡Por eso, no van ellos hasta el fin de la noche”. Sólo encuentra un poco de paz y sentido a su vida en compañía de algunas mujeres, como Lola, la norteamericana que vino a ayudar a Francia, durante la Primera Guerra Mundial; y sobre todo Molly, una prostituta a la que conoce en su estancia en Detroit.

De su sátira no se salva nadie, ni siquiera los ancianos de un hospital, donde se halla convaleciente, que dedican todo su tiempo a cotillear de los demás, ni tampoco la iglesia, representada por Protiste, cura al que conoce cuando ejerce como médico en París y al que le echa en cara su regusto de superioridad: “Según su idea, estábamos, todos los humanos, en una especie de sala de espera de eternidad en la tierra con números. El número de él era excelente, por supuesto, y para el Paraíso. Lo demás se la sudaba”. Ni por supuesto los ricos: “Os lo aseguro, buenas y pobres gentes, infelices, baqueteados por la vida (…) cuando a los grandes de este mundo les da por amaros, es que van a convertiros en carne de cañón. Es la señal infalible”.

Su situación parece cambiar en su último destino: el manicomio, donde se convierte en director y pasa por un periodo sin apuros económicos, aunque él cree que no va a durar: “Sólo que yo siempre había pensado que no duraría el milagro. Tenía un pasado con muy mala pata, que me repetía, como eructos del destino” (528). Y en efecto sucede algo que va a poner de manifiesto su falta de compasión hacia el ser humano.

En resumen, Ferdinand Bardamu, trasunto, como decíamos, del propio autor, huye continuamente de un sitio a otro, buscando un sentido a su vida; pero, como reza el título de la novela, se trata de un viaje al fin de la noche, el cual le hace reflexionar y hablarse a sí mismo, a veces, para animarse, pero con más frecuencia para lamentar su existencia, la indolencia a la que acaba llegando, incapaz de consolar a su amigo moribundo: “Pero sólo estaba yo, yo y sólo yo, junto a él, un Ferdinand muy real al que le faltaba lo que haría a un hombre más grande que una simple vida, el amor por la vida de los demás”. 

Leer esta novela de Céline, ahora, en la situación de confinamiento en la que nos encontramos, ha sido un disfrute continuo, por la historia que cuenta, por la visión amarga que ofrece de la realidad, por el tono sardónico y provocativo, por el ritmo dinámico, y por el lenguaje sencillo y directo, descarnado, que tanto recuerda a otros escritores, como Henry Miller, Charles Bukowski, o los de la Generación Beat, a los que sin duda influyó el escritor francés.