Escribió Jorge Manrique en la elegía dedicada a su padre el Maestre don Rodrigo:
No se os haga tan amarga
la batalla temerosa
que esperáis,
pues otra vida más larga
de fama tan gloriosa
acá dejáis.
Aunque esta vida de honor
tampoco no es eternal,
ni verdadera,
mas, con todo, es muy mejor
que la vida terrenal,
perecedera.
Se refiere a la muerte como una batalla a la que su padre no deber temer, porque su desaparición física no impedirá que se le recuerde durante mucho tiempo. Es la vida de la fama o la memoria que queda de la persona fallecida en los que la conocieron. Con esta intención escribe Héctor Abad su novela El olvido que seremos: reivindicar la figura de su padre; dejar constancia del dolor que le produjo su asesinato, en 1987, en el mismo centro de Medellín; alargar su recuerdo. Por eso, es sincero hasta rozar, a veces, la hagiografía, como en la primera parte de la novela, donde nos presenta a un padre perfecto, que le deja hacer a su hijo todo lo que quiera, excepto el respeto a unas mínimas normas de higiene y de convivencia; y que le saluda efusivamente, lejos de la distancia y la falta de afecto que caracteriza la relación entre hombres, en aquella sociedad conservadora (“Ni mis tíos ni mi abuelo –que yo recuerde- besaron nunca a sus hijos varones, o solo ocasionalmente, porque eso no se usaba en estas duras y austeras montañas de Antioquia, donde no es blando ni el paisaje.”), porque está convencido de que mimar a los hijos es el mejor sistema educativo (“Si quieres que tu hijo sea bueno, hazlo feliz, si quieres que sea mejor, hazlo más feliz”).
Esta perfección del padre y la infancia idílica que nos describe Héctor Abad llegan a saturar al lector, que echa de menos alguna circunstancia negativa que dé interés a la historia. Por eso, paradójicamente, se reciben con agrado las páginas, que constituyen la segunda mitad de la novela, donde la felicidad da paso al dolor: la muerte prematura de su hermana Marta; las persecuciones injustas de que es objeto el padre en la universidad por parte de los sectores más conservadores; y sobre todo el compromiso social de éste que se hace más fuerte que nunca, al tiempo que decrecen sus precauciones y cautelas, en un país, como Colombia, donde las torturas, los secuestros, los asesinatos y las detenciones arbitrarias están a la orden del día. También, las prácticas de la medicina social, en contacto con las personas que sufren, que impartía en seminarios, donde los estudiantes “debían investigar las causas sociales, los orígenes económicos y culturales de la enfermedad: por qué ese niño desnutrido estaba en esa cama de hospital, o ese herido de bala, de tránsito, de machetazo o cuchillada, y por qué a ciertas categorías sociales les daba más tuberculosis o más paludismo que a otras.”
Hay, no obstante, algo que confiere unidad a esta novela: la sinceridad con la que cuenta la vida de su padre, alejándose además de tentaciones lacrimógenas, mediante una escritura seca y controlada, que le da más verosimilitud al homenaje a un hombre que dedicó su vida a ayudar y proteger a los que más sufren y que tenía la convicción de que, si no se les daba a todos los ciudadanos igualdad de oportunidades y unas mínimas condiciones de subsistencia digna, la violencia no desaparecería de la sociedad colombiana.
Resulta especialmente hermoso y al mismo tiempo sobrecogedor descubrir el significado del título. El mismo Héctor Abad lo explica, ya avanzada la novela: cuando asesinaron a su padre, éste llevaba en el bolsillo un poema de Borges, junto a la lista de los amenazados, que comienza justamente con este verso, “Ya somos el olvido que seremos”, con el que se refiere el escritor argentino a lo que nos convertiremos, una vez muertos, en olvido, es decir, volveremos a la nada de la que vinimos. Probablemente para el padre, que intuía su propia muerte, pensar en este olvido fue un consuelo; también para el hijo, que ya no sufrirá más con el dolor y la muerte de las personas queridas.