La novela cuenta una historia real, ocurrida entre el 27 de septiembre y el 6 de noviembre de 1965. Un grupo de delincuentes, después de perpetrar un robo con asesinato en Buenos Aires, huyen a Uruguay y se refugian en un piso de la capital, donde son rodeados por la policía: “La larga odisea que ya dura cuatro horas en el momento de escribir esta crónica comenzó aproximadamente a las 22 horas de ayer y hacia la medianoche el enorme despliegue policial, donde se utilizaron unos trescientos hombres, estaba completo. Se ocuparon las azoteas y las casas vecinas. Pasada la medianoche los pistoleros salen del departamento al pasillo, desde donde disparan a la calle y hacia las terrazas cercanas buscando un escape. Violento tiroteo al que sigue un período de relativa calma. Los disparos de pistola y de revólver decrecieron en intensidad”.
Pero Plata quemada, reeditada en 1997, comienza con la presentación de dos de los atracadores, a los que llaman los gemelos, porque son amigos inseparables: uno, Dorda, “es pesado, tranquilo, con cara rubicunda y sonrisa fácil”, mientras que el otro, Brignone, “es flaco, ágil, liviano, tiene el pelo negro y la piel muy pálida como si hubiera pasado en la cárcel más tiempo del que realmente pasó”. Ambos llevan un estigma desde pequeños que les dice: “Vos vas a terminar mal”. El primero de ellos, al que apodan el Gaucho, en efecto, tuvo una infancia violenta y represiva, pues, en el colegio de curas al que le llevó su madre interno, “se meaba en la cama y lo obligaban a sacar el colchón y caminar adelante de todos, que se reían de él mientras cargaba el colchón para llevarlo a secar al sol, y andaba por el patio sin llorar, el Gaucho, hasta que lo mandaban a las duchas y ahí sí con el agua que le cae por la cara puede llorar sin que nadie se dé cuenta. No sea marica, Dorda, no sea puto, se mea encima el manflorón. Y se reían, los otros, y él se les tiraba encima y se revolcaban en la tierra, a los golpes”. Después, pasó dos veces por el reformatorio, donde le trataron su homosexualidad con electrochoques e inyecciones de insulina. Y finalmente estuvo en la cárcel, condenado a pan y agua por un asesinato. Por todo esto, por este pasado difícil, los dos amigos tienen su propia dignidad personal, que les lleva a aguantar hasta el último momento, sin traicionar a nadie ni dar su brazo a torcer.
La intriga se genera desde el principio, en torno al atraco que están a punto de cometer y, a medida que avanzamos en la lectura, Ricardo Piglia sabe mantenerla, suscitando el interés del lector sobre el cerco al que somete la policía a los delincuentes: “Por eso siguió lo que siguió, la ceremonia trágica que cualquiera que haya estado ahí esta noche no olvidará jamás. Primero salió un humo blanco, por la ventanita del baño…”. Curiosamente este humo blanco, que anuncia lo que están haciendo en el interior del piso, explica también el significado del título, desencadena la condena de la sociedad y convierte a los atracadores en un grupo de nihilistas, que no le dan valor a nada.
El ritmo de la narración es continuo y dinámico, y lo consigue Piglia mediante procedimientos lingüísticos: los cambios de tiempo verbal, como al inicio de Plata quemada, donde utiliza el presente para presentar a los protagonistas, como hemos visto, y cambia al pasado para contar los prolegómenos del atraco; y los cambios también del punto de vista, que le lleva a pasar del narrador omnisciente, que nos cuenta la historia, a fragmentos, a veces muy breves, en primera persona, como este momento, donde se mezcla el recuerdo del Gaucho Dorda, durante su estancia en la cárcel, con lo que está sucediendo en el interior del piso sitiado por la policía: “Eran terribles los chilenos, lo trataban como a un animal. Ahí no vuelvo. A Sierra Chica no me llevan más. Se asomó por la ventana, con el Nene tirado en el piso, la medallita entre los dedos, el Gaucho, lo sentía muerto en el piso, al único hombre que lo había querido y lo había defendido siempre y lo había tratado como a una persona”.
Los medios de comunicación convierten el cerco de la policía en un espectáculo mediático, donde se elaboran, con participación del vecindario, todo tipo de teorías y versiones de los hechos, algunas verdaderamente estrambóticas:
“—Primero pensé que era un incendio —dijo el señor Magariños, con un sobretodo negro sobre su piyama azul—. Después pensé que se había caído un avión encima del edificio.
—… La loca del cuarto —dijo el señor Acuña—que volvió a intentar suicidarse…
—Un negro tiene tomado un departamento del primer piso y en el departamento tiene dos rehenes.
—Los hijos del portero están muertos, pobres chicos, los vi tirados en el pasillo”.
Y el desenlace, como en las tragedias griegas, no puede ser otro que la venganza de una muchedumbre, espoleada por los medios de comunicación y sedienta de sangre: “El deseo de venganza, que acaso sea la primera chispa en el relámpago de la mente humana cuando está lesionada, corría con velocidad eléctrica por entre la muchedumbre”.
El lenguaje, sobre todo, cuando son los personajes quienes hablan, presenta abundantes rasgos propios del español hablado en Argentina, particularmente del lunfardo, así como términos y expresiones características del argot carcelario: “Pero por qué no subís vos, apuráte, a tu hija le están haciendo el culito y vos acá como un gil, la tienen en el baño del telo, un flaco con un gorompo como un brazo, y ella da grititos de gusto y se caga encima cuando empieza a gozar”. Así, con esta zafiedad, le habla al comisario Silva uno de los delincuentes, probablemente con el mismo registro que el utilizado por él con los presos a los que torturaba y a los que rebajaba hasta convertirlos en muñecos sin forma. Tanto unos como otros -dice Ricardo Piglia- “son los únicos que saben hacer de las palabras objetos vivos, agujas que se entierran en la carne y te destruyen el alma como un huevo que se parte en el filo de la sartén”.
No es, por tanto, una novela policial al uso, donde solo interesa la intriga, sino que hay además una crítica social de fondo y una profundización en la psicología de estos personajes, que pasan largos periodos de su vida en la cárcel, la cual se convierte para ellos en una escuela de pensamiento, que acaba enloqueciéndolos: “Aprendés sobre todo a pensar cuando estás en la gayola, un preso es por definición un tipo que se pasa el día pensando. ¿Te acordás, Gaucho? Vivís en la cabeza, te metés ahí, te hacés otra vida, adentro de la sabiola, vas, venís, en la mente, como si tuvieras una pantalla, una tele personal, la metés en el canal tuyo y te proyectás la vida que podrías estar viviendo o ¿no es así, hermanito?, te hacen de goma, te metés para adentro y viajás, con un poco de droga que consigas, chau, estás en otra, te tomás un taxi, bajás en la esquina de la casa de tu vieja, entrás en el bar de Rivadavia y Medrano a mirar por la ventana a los tipos que baldean la vereda, cualquier gansada. Una vez estuve como tres días haciendo una casa, te juro, empecé con los cimientos y la fui haciendo, de memoria, la casa, los pisos, las paredes, las escaleras, el techo, los muebles. Después que la terminás de hacer, le ponés una bomba y la hacés explotar, todo el tiempo pensás que los tipos quieren volverte loco. Que están para eso. Y te vuelven loco, tarde o temprano. Si estás todo el tiempo pensando”.
Esta dimensión marcadamente social acerca Plata quemada a la novela negra, como también la indignidad de los personajes, acostumbrados a los actos más abyectos y depravados desde pequeños: “Me acordaba de minitas de ocho, diez años que había conocido en la escuela y las hacía crecer, las veía desarrollarse, saltar la soga, a la hora de la siesta, les veía los soquetes blancos, las piernas flacas, las tetitas que empiezan a llenarse, y a la semana de estar en ese mambo ya me las estaba moviendo, no las dejaba crecer mucho, me las movía en el terraplén, atrás de la vía hay un yuyal y después unas cañas y un campito y yo les hacía el virgo, las ponía boca arriba y las sostenía en upa, apenas, con las dos manos, del culito, y se la metía, tardaba como una hora y al final las desvirgaba”. Y la violencia extrema y gratuita que practican:
“El Gaucho Dorda, semidesnudo, salió al pasillo, le puso el arma en el cuello y, en medio de un tiroteo infernal, lo remató con un balazo en la boca. El jefe de policía y el loco, degenerado, psicótico, criminal reincidente de Dorda (dijo un informante policial) se miraron durante una eternidad y luego el Gaucho Rubio, antes de matarlo, le guiñó el ojo y le sonrió.
—Moríte, mierda —dijo Dorda y saltó hacia atrás”.
Pero la novela se puede leer también como una tragedia griega, pues al Nene Brignone y al Gaucho Dorda, a pesar de su perversidad y violencia, también se les puede considerar -así lo escribe el propio autor en el epílogo- como héroes que deciden enfrentar lo imposible y resistir, y que eligen la muerte como destino. Además, tienen enfrente, primero, a instituciones, como el colegio de curas, donde se humilla al diferente, o la cárcel, que envilece a los presos, hasta convertirlos en peores personas; y después, a una policía corrupta, que utiliza la tortura de forma sistemática, en lugar de vigilar por el bien común.
Decía Ricardo Piglia en el prólogo de su libro de relatos La invasión, para justificar su reedición, en 2006, treinta y nueve años después de ser publicado por primera vez, que no le parecía a él que un escritor escriba mejor a medida que avanza o que mejore con los años, pues a menudo es más bien al revés. Después de leer Plata quemada, podemos asegurar que esta última apreciación en su caso no se ha cumplido, pues la novela le ha exigido un ejercicio de estilo, una exploración técnica y una profundización en la psicología de los personajes, que nos han permitido disfrutar a los lectores de otras facetas de su creación literaria.