A seguir soñando con el porvenir

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Con Un faccioso más y algunos frailes menos (1879) concluyen los dos primeros tomos de los Episodios Nacionales, donde Benito Pérez Galdós abarca, veintinueve años de la historia de España, de 1805 a 1834. Al escribirlos, se propuso: “presentar en forma agradable los principales hechos militares y políticos del periodo más dramático del siglo, con objeto de recrear (y enseñar también, aunque no gran cosa) a los aficionados a esta clase de lecturas”. No le impulsó, por tanto, ningún deseo patriótico, contra Francia, como algún crítico francés de la época consideró: “La demencia patriótica que nuestros vecinos llaman chauvinisme es tan contraria a mi manera de sentir, que me tengo por libre de tal enfermedad ahora y siempre”.

Esta declaración de principios es interesante, porque sitúa a Galdós en una posición equilibrada y sensata con respecto a España, que se presta poco o nada a una posible utilización o apropiación del escritor, ahora que las efervescencias patrióticas han regresado con fuerza al panorama político nacional.

El inicio de la novela es algo tedioso, porque apenas hay acción y los personajes que aparecen son tantos, que cuesta identificarlos; no obstante, disfrutamos del estilo sencillo y, al mismo tiempo, expresivo de Galdós, y particularmente de su fino sentido del humor: “En la época en que nuevamente la encontramos, Doña María de la Paz se acercaba a una vejez apoplética, marchando a ella con los pies gotosos, la cabeza temblona, los hombros y el cuello grasos. Sus cabellos, no obstante, se conservaban negros lo mismo que el lunar, y era que ella perseguía las canas como si fueran liberales, y no daba cuartel a ninguna, siendo tan implacable con ellas, que cuando vinieron en tropel y no pudo arrancarlas por temor a quedarse en el puro casco, las disfrazó vistiéndolas de luto para que nadie las conociera”.

Hay un momento, a partir del diálogo entre el que se podría considerar protagonista, Salvador de Monsalud, y D. Carlos Navarro, alias Garrote, en que el interés crece, pues, al cruce de acusaciones mutuas, hay que añadir el desvelamiento de un secreto personal que, de alguna manera, los une. El enfrentamiento entre liberales y conservadores, que está detrás de toda la trama, aparece de modo explícito. 

Galdós se muestra crítico con los excesos de los dos bandos, pero especialmente con los segundos, a través del que parece su alter ego en en la novela, Salvador de Monsalud, que huye de Navarra, donde triunfó el alzamiento carlista: “Aquella misma tarde partió Salvador, deseando huir de un país que le infundía repugnancia y miedo, a causa de las muchas lecturas que en él había visto (…); un país que abandona en masa hogares, trabajo, campo y familia por conquistar una soberanía que no es la suya y una corona que no ha de aumentar sus derechos; ríos de sangre derramados diariamente entre hombres de una misma Nación; clérigos que esgrimen espadas (…) Así lo pensaba Salvador, huyendo de Elizondo y de Navarra, como el que huye de una epidemia, deseando perder de vista pronto a la gente facciosa y el sangriento teatro de sus hazañas, tomó el camino de Urdax con ánimo de salir de Navarra por los Pirineos y entrar en la España Isabelina por la Francia Orleanista”.  

La relación entre los dos hermanos va a mantener la intriga y es curioso cómo las asperezas y desacuerdos entre ellos representan, en cierto modo, el enfrentamiento entre los liberales y los carlistas, que va a desembocar en un suceso terrible, protagonizado por masas incontroladas con deseos de venganza: la matanza de los jesuitas, en 1834, a la que alude el título, porque se les acusaba absurdamente de ser responsables de la epidemia de cólera que asoló Madrid.  

Hechos como éste, que ponen de manifiesto, por una lado, la inutilidad de la violencia y por otro la negación de la ciencia en favor de la barbarie, le hacen ser pesimista a Salvador, que no coincide con los buenos propósitos de D. Benigno y sólo confía en las generaciones futuras: “En tanto, no puedo tener entusiasmo como usted, porque no creo en el presente. Me parece que asisto a una mala comedia. Ni aplaudo ni silbo. Callo, y quizás me duermo en mi luneta. No tengo que soñar en mi felicidad doméstica, que es ya un hecho positivo; soñaré con ese porvenir lejano de nuestra patria, con ese tiempo, querido amigo mío, en que la mayoría de los españoles se reirá de la angelical inocencia política de usted”.

Si analizamos lo sucedido en España, desde aquella época hasta la actualidad, casi doscientos años después, mucho me temo que habrá que seguir soñando, porque, aunque es verdad que hemos abrazado la bandera de la libertad, aún nos falta “admitir todos los progresos y aplicarlos a las leyes, a las costumbres, al vivir y al pensar, evitando guerras y colisiones”. Valga como ejemplo, un paralelismo entre lo que se cuenta en esta novela y la actualidad: si en 1834 la enfermedad del cólera diezmó la población española, particularmente la madrileña; en los tiempos que corren es la pandemia del coronavirus la que se está mostrando implacable en nuestro país. En aquel tiempo, lo que Galdós denomina el populacho culpó sin argumentos lógicos al clero de ser responsable y el resultado fue una tragedia; hoy día, los ánimos están más calmados, pero hay quien busca sacar réditos políticos de la desgracia de todos, en lugar de caminar juntos para superarla.

La feria de los oportunismos

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Pío Baroja, en toda su obra literaria, tiende a jugarlo todo desde un punto de vista moral, con palabras sencillas y precisas, porque cree que el novelista no sólo ha de interpretar la realidad sino que debe tener, además, una actitud crítica ante ella, aunque esto suponga el desmoronamiento de principios, oficios y categorías sociales establecidos. 

En La feria de los discretos (1905), novela ambientada en Córdoba, denuncia el atraso y la aversión a lo nuevo que no sólo se da en esta ciudad sino en toda España, como se observa en el pasaje donde el protagonista visita la casa de los Springer, familia de origen suizo, que llevaba viviendo en Córdoba más de treinta años: “¿Qué diferencia entre aquel hogar y la casa en donde Quintín había vivido con María Lucena y su madre! Allí no se hablaba de marqueses, ni de condes, ni de cómicos, ni de toreros, ni de jacas; allí no se hablaba, más que de trabajo, de perfeccionamiento de la industria, de arte y de música”. 

Es el narrador omnisciente, quien se expresa así, haciendo suyos los pensamientos críticos del protagonista, Quintín, un joven cordobés que ha pasado ocho años en un internado de Inglaterra, a donde le habían enviado supuestamente para endulzar su carácter y convertirlo en un hombre de bien, pues era un niño atrevido, valiente y fanfarrón: “La brutalidad de la educación inglesa tonificó a Quintín y lo hizo atlético y bienhumorado. Lo más importante que aprendió allá fue que hay que ser en la vida fuerte, listo, sereno y ponerse en condiciones de vencer siempre”.

Y con esta convicción, aunque desdeñando el respeto a los principios religiosos y patrióticos de sus condiscípulos ingleses, regresó a Córdoba, donde pronto descubrirá cierto misterio que envuelve su nacimiento. Por otra parte, en la ciudad se empiezan a observar los prolegómenos de la Revolución de 1868, que acabó con el reinado de Isabel II y trajo la democracia a España, aunque por un periodo breve de tiempo. 

Precisamente, uno de los puntos de interés de la novela estriba en descubrir este misterio y sus consecuencias en la vida del protagonista, que, en un momento determinado, a causa de un desengaño amoroso, decide convertirse en un hombre de acción; así como en constatar el avance de las intrigas de la logia masónica de la ciudad, que conducirán a la revolución liberal.

El otro nos viene de la mano del lenguaje, pues, desde el principio, se aprecia el estilo impresionista de Baroja, basado más en la sensaciones que en los detalles y que está lejos de las descripciones estáticas de los novelistas del siglo XIX:  “Al anochecer, la magia del crepúsculo daba al pueblo y al paisaje lejano luces de oro y de rosa, colores espléndidos de una magnificencia extraordinaria. Las nubes enrojecían, tomaban tonos escarlata…; el campo se doraba, y los últimos rayos del sol incendiaban los pedruscos y las matas de lo alto de la sierra. En las calles inundadas de luz, aparecía en la acera una cinta de sombra y se agrandaba y se ensanchaba hasta ocupar todo el empedrado. Luego subía lentamente por las paredes, llegaba a las rejas y a los balcones, escalaba los aleros torcidos… El sol desaparecía por completo de la calle, y sólo quedaban entonces restos de claridad en las torrecillas, en los altos miradores, en las centelleantes vidrieras…”

También se aprecia una perfecta imitación del habla cordobesa mediante la utilización de expresiones hoy día en desuso, como por ejemplo:  “pintar un jabeque”, para referirse al lanzamiento de la navaja a un objetivo determinado; o “la horca de los catalanes” o “los pavitos de la mae”, en alusión respectivamente a los número 11 y 22 del juego de la lotería. 

La novela alcanza su punto culminante cuando el protagonista logra salir vivo de la ciudad, perseguido por los hombres de Pacheco; pero antes publica un artículo de despedida, cargado de ironía, en el periódico local La Víbora, que acaba así: “¡Adiós, Córdoba, pueblo de los discretos, espejo de los prudentes, encrucijada de los ladinos, vivero de los sagaces, enciclopedia de los donosos, albergue de los que no se duermen en las pajas, espelunca de los avisados, cónclave de los agudos, sanedrín de los razonables! ¡Adiós, Córdoba!”.  Quizá esta crítica, explícita también en toda la novela, explica el enfado que causó en muchos cordobeses La feria de los discretos.

Pasan seis años y Quintín, convertido en un hombre de acción, que ha logrado triunfar política y económicamente mediante el engaño y la mentira, busca en el amor dar un sentido a su vida, algo que llene su corazón vacío; pero acaba tomando conciencia de que este sentimiento tan noble exige una honradez de la que él carece.

Resulta placentero leer esta novela, que en palabras de Pío Caro Baroja, sobrino del autor, “es la feria de los oportunismos, en un mundo violento y romántico: en consecuencia es también una novela romántica, con su simbolismo moral como colofón”. Además, para los que vivimos en Córdoba el placer es doble, porque nuestro compañero Benito Vaquero está preparando una ruta literaria por las calles y plazas de la ciudad, que aparecen en la novela, y que podríamos hacer.  

Hablaremos de La feria de los discretos, en la próxima sesión del club de lectura del IES Gran Capitán, el 1 de abril, miércoles, a las 17:30, en la biblioteca, si el coronavirus no lo impide.

Vigencia de Entre visillos

“Las mezquindades de la burguesía de posguerra, anquilosada en sus prejuicios y temerosa de cualquier mudanza, nos suministró a los prosistas de entonces una gran cantera de inspiración”. Así, se expresa la propia Carmen Martín Gaite, al analizar los cuentos de un escritor contemporáneo suyo, Ignacio Aldecoa, y esto mismo se podría decir de su novela Entre visillos (1958), donde cuenta la vida de una serie de personajes, pertenecientes a esta clase social, en el ambiente cerrado y agobiante de una ciudad de provincias, en plena dictadura franquista:

“Mercedes se salió del portal y la cogió por un brazo. Se puso a tirar hacia dentro y la otra se debatía riendo a pequeños chilliditos.

-Ay, ay, bueno, ya, que me tiras…

-Venga, déjanos en paz, si estás muerta de ganas…

Julia, apoyada en la pared, las miraba sin intervenir.

-Anda, no hagáis el ganso -dijo-. Os mira la gente.

La amiga, ya libre, se arregló las horquillas, sofocada.

-¿Pero tú ves las trazas que me ha puesto? No debía subir.

Subieron. Iba haciendo remilgos todavía por la escalera.

-Mira que eres faenista. Luego se me hace tarde. Si no fuera por lo bien que se está en el mirador…”

En este fragmento del inicio de la novela se aprecian los principales rasgos de la misma: el protagonismo fundamentalmente femenino; la perfecta imitación del habla coloquial; la preocupación por la opinión ajena que condiciona la vida de estas mujeres; la costumbre de mirar entre visillos, desde el interior de la casa, la realidad exterior, que se sugiere con la referencia al mirador; etc. 

Carmen Martín Gaite representa la vida ordinaria en una ciudad, sin ningún tipo de aderezo o falsedad, lo que nos hace creíble la historia; pero aún le da mayor credibilidad cómo estos personajes evolucionan y algunos de ellos se muestran inconformistas, rebelándose, de alguna forma, contra el ambiente provinciano, que les asfixia, como Julia que decide marcharse a Madrid con su novio, sin el permiso de su padre, el cual se opone a esta relación; o su hermana Natalia, quien influida por Pablo, rompe con el modelo tradicional de mujer, cuya vida se orienta irremisiblemente a la búsqueda de marido, tomando la determinación de estudiar una carrera universitaria para realizarse así como persona;  o la misma Elvira, que se empeña en ser una mujer independiente y segura de sí misma, aunque al final acabe aceptando un matrimonio del que no está muy convencida. 

Y lo más interesante es que dos de estos personajes, Pablo y Natalia, contribuyen a narrar la historia, desde su perspectiva, ella con un enfoque claramente intimista y subjetivo, por su corta edad y porque se trata de un diario personal; y él con una orientación más reflexiva y crítica sobre la España de aquella época. Ambos, además, entablan una relación de amistad y acaban coincidiendo en su oposición al ambiente opresivo que les rodea, aunque a Natalia le cuesta asumirlo, como refleja esta conversación que mantienen en un café: 

“—¿De qué se ríe? 

—De que estoy pensando si viniera mi padre. 

—¿Viene aquí? 

—A todos los cafés va. 

—Ojalá viniera ahora, para que me lo presentara usted. 

—¿Para qué? 

—Para que yo le hablara de eso de sus estudios. A ver si me explicaba él los inconvenientes que tiene para dejarla hacer carrera. Porque con usted no me entero. 

Pareció asustarse. 

—Huy, no, por Dios, si viene no le diga nada. 

—Pero, qué es lo que pasa con su padre, ¿le tiene usted miedo? Las cosas hay que hablarlas”.

Las dos voces de Pablo y Natalia se entremezclan con la narración objetiva en tercera persona, característica del realismo objetivista en el que se suele encuadrar la novela, lo cual hace que Carmen Martín Gaite trascienda esta corriente literaria y nos permite, además, a nosotros, los lectores, conocer la realidad de una forma más completa y global.

No parece que hayan pasado más de sesenta años desde la publicación de Entre visillos, porque, aunque la situación social y política de España ha cambiado sensiblemente -ya no vivimos en una dictadura sino que disfrutamos de una democracia- permanecen la frescura y autenticidad de los diálogos, y el protagonismo de las mujeres inconformistas, que luchan por sus derechos, particularmente las citadas Julia, Natalia y Elvira, le confiere gran actualidad.