Todo está impregnado de naturalidad en esta novela: la historia, que se cuenta; el desarrollo de esta, a pesar de que se hace con tiempo retrospectivo; el comportamiento y el modo de hablar de los personajes; y el estilo sobrio y sencillo, transparente, en el que está escrita. Incluso resulta natural la forma en que Kazuo Ishiguro genera el interés del lector, introduciendo progresivamente motivos inquietantes (el suicidio de Keiko; el misterio en torno a Sachiko y su hija Mariko; la otra orilla del río que atrae a este segundo personaje; la crítica aparentemente infundada a Ogata-San, en un artículo periodístico; la pálida luz de las colinas, que da título a la novela; etc.), que se van aclarando parcialmente, mediante un hábil juego temporal, que le lleva del presente al pasado y del pasado al presente.
La historia la cuenta en primera persona Etsuko, que reside en Inglaterra y que se deja llevar por el curso caprichoso de la memoria, aunque hay dos mujeres en su pasado en Nagasaki, que la obsesionan especialmente: Sachiko y su hija, Mariko.
Los personajes ocultan más de lo que dicen, y quizá por eso me atrapan, aunque, al mismo tiempo, se me escapan entre los dedos. Son dos impresiones las que producen en el lector, aparentemente contradictorias, pero que tienen una misma causa: el misterio que encierran. Etsuko lo define certeramente, cuando describe al padre de su marido, Ogata-San, en su casa: “Siguió mirando por la ventana. Con la intensa luz de la mañana, lo único que podía distinguir de su cabeza y sus hombros era un contorno borroso”.
Esto mismo me sucedió con otra novela de Kazuo Ishiguro, Los restos del día, donde el enigma en torno al mayordomo Stevens y al ama de llaves, miss Kenton, así como a las relaciones que existen entre ambos, me inducía a seguir leyendo y me causaba paralelamente un sentimiento ambivalente hacia los dos.
En Pálida luz de las colinas, hay algo que condiciona la vida de los personajes: la Segunda Guerra Mundial y, en concreto, el lanzamiento de la bomba atómica sobre Nagasaki y los miles de muertos que ocasionó, aunque las referencias a este terrible suceso sean sutiles, o indirectas, como la visita al Parque de la Paz que realizan Etsuko y Ogata-San. Quizás esta escasez de referencias, unida a la contención de los personajes, a la que me refería antes, obedezcan a una estrategia para olvidar el trauma del conflicto y sus consecuencias, con la seguridad de que el tiempo lo acaba borrando todo.
Por otra parte, la derrota de Japón, supuso para este país, ocupado por las tropas estadounidenses, entrar en contacto directo con la cultura americana, tan distinta de la japonesa, sobre todo en lo concerniente al papel de la mujer en la sociedad. Le dice Sachiko a Etsuko sobre su hija: “-En América, Mariko será más feliz. Para la educación de una niña es un país mucho mejor. Allí podrá darle a su vida la orientación que quiera (…) Podrá convertirse en una mujer de negocios, o estudiar pintura en una universidad y hacerse artista. En América todo eso es mucho más fácil. El Japón no es buen sitio para una mujer. Aquí, ¿a qué puede aspirar?”.
La misma inquietud e inseguridad que me generó la novela en su inicio permanecen al finalizar su lectura, pues los temas que plantea no se aclaran en su totalidad ni tampoco acabo por conocer completamente a los personajes, ni el futuro que le espera. Con lo cual, después de leer las últimas líneas, que enlazan con las primeras, por su estructura circular, sigo dándole vueltas a unos y a otros, como el retrogusto de los buenos vinos.
Hablaremos de Pálida luz de las colinas de Kazuo Ishiguro, en la próxima sesión del Club de Lectura del IES Gran Capitán, el 21 de noviembre, miércoles, a las 17:30, en la Biblioteca.