El inicio de Un amor (2020) no sólo nos sitúa en un lugar aislado, La Escapa, sino que genera expectativas en el lector sobre la soledad e indefensión en la que se encuentra la protagonista, Nat: “Al hacerse de noche es cuando cae el peso sobre ella, tan grande que tiene que sentarse para coger aliento”. Además, su adaptación al medio rural no va a ser fácil. Se anuncia en esta pincelada impresionista del casero, un personaje inquietante y perturbador al que Nat le consiente demasiado, sin saber muy bien por qué: “Es difícil calcular su edad. Su deterioro no tiene que ver con los años, sino con la expresión hastiada, con la manera de balancear los brazos y doblar las rodillas mientras avanza. Se detiene ante ella, coloca las manos en las caderas y mira alrededor”.
Como la propia autora ha declarado “aunque escrita en tercera persona, la novela está contada desde la perspectiva de la protagonista”, que trabaja de traductora y cuyo estado de ánimo se refleja en la casa destartalada, sucia y con goteras, que ha alquilado y que no le ofrece protección, y en lo abrupto del paisaje donde está ubicada. El Glauco, monte que rompe la monotonía de los campos, le parece siniestro por su color pálido y macilento: “Casualmente la palabra glauco había aparecido en el libro que intenta traducir, atribuida al personaje principal, el padre temible que en un momento dado suelta una imprecación muy dolorosa para uno de sus hijos, algo que, según el texto, hace clavándole su mirada glauca. Al principio, Nat pensó en una afección de los ojos, pero luego comprendió que una mirada glauca es, simplemente, una mirada vacía, inexpresiva, el tipo de mirada en la que la pupila permanece muerta, casi opaca”.
La tarea de traducir se vuelve ardua, como su propia vida en La Escapa: “Al desgranar el lenguaje con ese nivel de conciencia, lo despoja de sentido. Cada palabra se convierte en enemiga y traducir es lo más parecido a batirse en duelo con una versión previa, y mejor, de su texto. Avanza con tanta lentitud que se desespera. ¿Es el calor, la soledad, la falta de confianza, el miedo? ¿O es, simplemente –y debería admitirlo–, su ineptitud, su torpeza?”
Contrasta el estilo sencillo y claro en qué está escrita la novela con la historia compleja que se cuenta, porque los personajes, bajo su aparente sencillez, ocultan aspectos turbios, como Andreas, conocido como el alemán, cuando le propone a Nat un trueque, un intercambio primigenio, en verdad, desconcertante, que va a marcar la vida de la protagonista.
A partir de este momento, se inicia una extraña relación entre ambos, que “extrae de ella algo completamente nuevo, algo inagotable y adictivo”; una relación casi fraternal, semiclandestina, donde no hay imposiciones ni ultrajes, pero tampoco timidez, ambos unidos por una especie de saber secreto e inaccesible, como si fueran miembros de una secta. Pero, cuando acaban, actúan como si no se conocieran: “Nat lo observa a escondidas, fascinada por ese cuerpo que ha sido suyo y que ahora, de pronto, es otra vez ajeno”, como su propio cuerpo, que se vuelve de otra forma. Esta indiferencia, este desconocimiento de lo que piensa cada uno del otro, le afecta más a ella: “En cuanto a él, habla poco, y cuando lo hace, es solo para referirse a cosas externas, temas sin trascendencia, lejanos a ellos dos”.
En cualquier caso, se trata de una relación que resulta atractiva para el lector precisamente por lo extraño de la misma, desde su inicio, porque es desigual en cuanto a la entrega y a la expresión de los sentimientos, porque existe una cierta desconfianza por parte de Nat, porque poco a poco va conociendo aspectos del pasado de él que contrastan con el hombre primitivo y sin experiencia que se había imaginado que era: “Le atrajo la imagen que ella se había construido de él o quizá la que él mismo quiso dar: un hombre de campo, sin posibilidad de cambio, que hacía mucho tiempo -¡él mismo lo dijo!- que no había estado con una mujer. Un hombre que había perdido la capacidad de seducir -si es que alguna vez la tuvo-, que se veía obligado a proponer un trueque de bienes como si viviera en un poblado primitivo, desconociendo las reglas elementales de la cortesía…”.
Pero lo más interesante es que, en la evolución de la relación, se van invirtiendo los papeles, pues “ella se vuelve cada vez más pequeña, y él más fuerte. Ella más dependiente, y él más libre”. El poder de seducción que Nat había creído tener sobre Andreas y que le producía placer, lo ve ahora como una amenaza, porque siempre puede haber otra mujer más joven. De hecho acaba preguntándose algo que parecía tener claro: “¿Por qué está Andreas con ella? ¿Porque no ha conseguido nada mejor? ¿Porque es quien tenía más a mano?”.
Surgen los celos y la relación comienza a deteriorarse. “El tiempo es el castigo”, piensa Nat, quien, a pesar de todo, sigue como hipnotizada por Andreas. Por eso, su sufrimiento es mayor, cuando la separación es inevitable. Al final se produce un curioso paralelismo entre ella y su perro, Sieso, ambos acorralados, en un medio rural donde rigen otras reglas.
Dos son pues los temas principales que se plantean en esta novela especialmente oscura, como la ha calificado la propia autora: la adaptación al medio rural, las normas no escritas que condicionan hasta la asfixia la vida de Nat, y la complejidad de su relación con Andreas, cómo evoluciona, desde el acto primitivo del trueque, donde él depende exclusivamente de ella, hasta la progresiva inversión de papeles, y el consiguiente deterioro de la relación. El ritmo de la narración es fluido y constante, a base de frases cortas, un léxico sencillo y diálogos precisos: “Se pone el chaquetón y sale. El sol ya está alto, pero no calienta. Más tramoya, se dice. Un Sol pintado, de pacotilla. El cielo se tensa sobre el contorno de El Glauco, el camino se extiende ante ella, marcando la dirección que ha de seguir”. Así, con esta sequedad nos muestra, a través del paisaje de la mañana, el estado de ánimo de la protagonista, cuando el pueblo ya ha dictado sentencia contra ella.
Sentimos desasosiego por lo que le sucede a esta mujer, y también solidaridad, porque la vemos como víctima de un medio hostil, donde rigen, como se ha dicho, unas normas no escritas que penalizan los comportamientos considerados inadecuados, como el de los hermanos incestuosos de la casa en ruinas o como el de la propia Nat, que ha tomado la decisión de vivir sola y de mantener una relación con un hombre mal visto en el pueblo. Al final, no obstante, nos queda la sensación de que, a pesar de haber consentido demasiado, consigue de algún modo liberarse, al aceptar el trueque de Andreas, superando así sus dudas e inseguridades como mujer: “Piensa que un solo instante -por ejemplo, ese instante- basta para justificar una vida completa: hay quien no tuvo ni siquiera eso. Pero otros recuerdos han perdido ya su validez. Los descarta uno a uno, hasta quedarse solo con ese primer día”.