Un lugar donde volver

Al Landero fabulador de historias, protagonizadas por personajes que sueñan, se le suma el de El huerto de Emerson o El balcón en invierno, obras donde se encuentra el origen real de estos seres de ficción. Son dos libros que en sus propias palabras nos sugieren a los lectores un lugar donde volver: nuestro propio pasado. En el primero de ellos, a partir de vivencias personales, reflexiona sobre diferentes aspectos de la condición humana: el arte de escribir, el paso inexorable del tiempo, la profesión docente, la naturaleza cambiante, la infancia prolongada, el amor platónico, los diferentes roles de la mujer y el hombre, las crisis de creación, etc.

Al hilo de estas reflexiones, aparecen escritores y obras que le marcaron como lector: Emerson, que da título al libro; Faulkner, Joyce, Proust, García Márquez, Kafka, etc. También personas normales que se cruzaron en su vida y que le dejaron huella, como Manuel Pache o el señor Bordas, que trabajaba como oficinista en la Tabacalera y era un auténtico maestro del lenguaje. Y episodios desperdigados, que no se le borran de la memoria y que son Iluminaciones para él, como el día en que vio a una mujer orinar en cuclillas: “Debí de sentir algo parecido al deseo y a la repulsión -ansia. avidez, animadversión, rabia…-, ganas de huir y ganas de quedarme y de seguir mirando y de no cansarme ya nunca de mirar, aterrado y maravillado ante el prodigio, como los pastorcillos ante la aparición celestial”. 

El huerto de Emerson está compuesto por quince evocaciones, casi todas de su infancia, algunas de carácter literario, otras reflexivas, o una mezcla de ambas. En la primera, Tiempo de vendimia, reflexiona sobre el arte de escribir, que plantea como “la cosa más natural del mundo”, si uno quiere hacerlo con voluntad y libertad. Encontrar la primera frase es la clave, pues a partir de ella irán apareciendo muchas más, y en ese momento hay que poner orden, tachando lo que haya que tachar, añadiendo lo que haya que añadir, sufriendo cuando te atascas y no se te ocurre nada, y guiándose siempre por el asombro del niño “para el que todo el mundo está por descubrir y por decir”. No obstante, a veces, pasa por períodos de esterilidad creativa y esos días eleva La plegaria al señor de la invención y de la gramática: “Oh, señor!, a ti me encomiendo, socórreme en estos momentos de aflicción en que al tomar la pluma no sé si empuño el látigo o el cetro, lléname la cabeza de fantasías y concédeme la gracia de encontrar el nombre exacto de las cosas, de hacer poderosas las palabras humildes, interesante lo vulgar, nuevo lo viejo, de modo que pueda imaginar lo que nadie ha imaginado antes, y decirlo como nadie lo ha dicho nunca”.

En el El viento en la vela, paseando por el cementerio de la Almudena, piensa en el paso inexorable del tiempo y se da ánimos, ante la crisis vital y de creatividad por la que estaba pasando: “Confía en ti, me dije. No codicies los frutos ajenos. Acuérdate de Emerson y labora en tu huerto sin angustia ni prisas. Sobre todo sin prisas. Estás enfermo de impaciencia, ya te lo decían en la infancia. No te disperses, concéntrate, embrida el pensamiento, no saltes de una cosa a otra, dejando todo a medio pensar.” 

En el siguiente, Un hombre sin oficio, se refiere a todos los miembros de su familia por parte de padre, como hombres sin oficio y en los que se inspira para crear sus personajes literarios: “alumbramos un afán, nos entregamos a él con el mayor empeño, como si en eso nos fuera la vida, y al poco tiempo lo dejamos, desencantados o aburridos. Sigue una época de hastío y angustia existencial, hasta que no tardamos en encontrar una nueva pasión”. Así, el propio Landero se considera, más que de saber académico, un profesor de detalles, de vislumbres y caprichos, que han ido dejando las lecturas en su memoria.

El niño y el sabio evoca el primer día de clase con sus alumnos, donde les decía que todos somos únicos, como nuestras huellas dactilares o nuestras caras, y que en cada uno de nosotros está la semilla de la originalidad, pero hay que ganársela trabajando en lo concreto, buscando en nuestra memoria, en nuestro huerto, y sin olvidar nunca la infancia y nuestra capacidad de asombro ante las cosas, de donde nace el conocimiento, por ejemplo, “el olor de una manzana, el sabor de la magdalena, el tacto de una hoja de higuera, la expresión de miedo de un condenado a muerte, el sonido lejano de un trueno…”

El noviazgo entre Cipriana y Florentino es un pretexto para evocar el atardecer en su pueblo, Alburquerque, evocación donde Landero demuestra su destreza como escritor: “Lejos se oía acaso el paso tardío y apresurado de una caballería. Con la última luz, alta y escueta en el mirador de la palmera o de un tejado, la urraca venía con su estribillo a increpar y a burlarse del día antes de irse a dormir”.

La nostalgia de la niñez le acompaña siempre y sólo encuentra acomodo para este viaje en la escritura: “Personalmente, a veces pienso que no he superado el drama de dejar de ser niño, y que todo lo que hago lleva la marca de una infancia prolongada en secreto. Lo demás, la literatura, la guitarra, la enseñanza, el obligado amor son cosas que he ido encontrando en el camino, tributos y servidumbres impuestos por la madurez”. 

Los diferentes roles de los hombres y las mujeres le dan pie para reflexionar de nuevo sobre el tiempo, sobre la lentitud de los primeros al actuar y la rapidez con la que hacen las cosas las segundas: “Las mujeres de mi familia solían ir deprisa, en tanto que los hombres parecía que, más que ir de viaje, se habían sentado a esperar al borde del camino y no tenían prisas en proseguir la marcha. Vivían, y el tiempo iba haciendo su oficio. Antes de llegar a viejos, ya los hombres habían renunciado a seguir adelante. Las mujeres en cambio no paraban de andar hasta el último aliento”.

El viejo marino trata sobre la esperanza y la emoción de la vuelta, que siempre es más gustosa que el regreso, del mismo modo que lo imaginado o deseado es más placentero que su cumplimiento. Es decir, trata sobre lo que son en realidad los personajes de sus novelas: soñadores, a los que no satisface nada, porque en el ensueño precisamente está la clave de sus vidas.

Y esto enlaza con su afición por viajar a través de los libros y novelas de aventuras de Stevenson, Homero, Cervantes o Julio Verne, acompañando a los héroes de papel en sus maravillosas andanzas. También viajar a ciudades, donde lo que más le gusta al visitarlas por primera vez es sentarse en la terraza de un café para observar a la gente ir y venir y escuchar la música callejera. Para regresar a casa y reinventar lo vivido, soñando el viaje, porque necesita “un poquito de realidad para escribir”.

Disfrutar con la escritura es lo que se propone Luis Landero en El huerto de Emerson, este pequeño libro sobre su vida: “Qué gusto da escribir, qué alegría, notar el llenor de las palabras, los viejos sones de la música, el gozo casi físico que uno siente cuando consigue convocar en unas líneas a los cinco sentidos, o cuando alcanza el sencillo y extremado arte de la precisión, de un solo tiro abatir limpiamente la pieza. La lascivia de la exactitud”. Y este mismo disfrute es el que experimentamos los lectores al adentrarnos en sus recuerdos, escritos con brillantez y autenticidad, que nos hacen evocar nuestra propia vida.

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